destrozado y maligno

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1 DESTROZADO Y MALIGNO Por Oscar Sanzana Silva

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Compilación de relatos escritos por Oscar Sanzana Silva y acompañados de las ilustraciones del dibujante Francisco zambrano, Frangles.

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DESTROZADOY MALIGNO

Por Oscar Sanzana Silva

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EDICIONES CARAJO autoriza la reproducción

total o parcial de esta obra, siempre que sea para

usos NO COMERCIALES y se cite a su autor.

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Destrozado y maligno

Oscar Sanzana Silva

Ilustraciones por Francisco Zambrano, Frangles

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sanzanasilva.blogspot.com

[email protected]

Concepción, abril de 2013.

Índice

Presentación 5

El acuerdo 6

El arreglín 8

Ausencia negra 10

El anzuelo 12

El gritón 14

La danza de los aparecidos 16

La última función 18

Fealdad 20

“¡Tercer vagón, tercer vagón!” 22

Destrozado y maligno 24

Cura de espanto 26

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“El Reymudo” 28

Presentación

La relatos contenidos en Destrozado y maligno corresponden a una recopilación de la columna “Ciudad Brumosa”, publicada en el Periódico Resumen de Concepción durante el año 2012. Son acompañados por las ilustraciones del dibujante Francisco Zambrano, Frangles.

La mayoría de estas historias tienen su origen en las calles del Gran Concepción, particularmente en sus periferias. Pareciera que algunos de los personajes, desesperados, quisieran escapar del relato; otros, en cambio, encuentran algún consuelo en la ficción que los acoge, pues saben que la realidad podría ser mucho peor. He aquí, pues, un puñado de historias protagonizadas por aquellos seres invisibles, con los que nos cruzamos a diario, pero cuyas andanzas y tormentosas existencias ni siquiera alcanzamos a imaginar.

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El acuerdo

En cuanto entré a ese garito de calle Vicuña Mackenna llamado Don Hami, un tipo de la barra insistió en decirle al dueño que me sacaran a patadas. En fin, cada quien tiene sus días difíciles y podrá meterse en los asuntos que considere necesarios. No le presté mayor atención, y al poco rato se me acercó un sujeto de gruesos bigotes que se presentó como Calixto:

—En menos de media hora podría haber una redada aquí dentro. Le aconsejo que beba rápido su cerveza.

Desconfiado, miré a mi alrededor preguntándome a cuántos de ellos se llevarían en caso de que fuera cierto. Calixto pareció haber leído mis pensamientos, ya que se apuró en contestarme:

—No se trata ninguno de ellos. Es a mí a quien buscan, pero estoy tranquilo. Mire, el Pancho Soto se lo merecía. Soy un hombre de palabra y el asunto estaba acordado desde hace mucho antes: cincuenta y cincuenta. ¡Nos resultó

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tan sencillo entrar a esa financiera del centro de Coronel, en calle Manuel Montt, y pelarse la caja fuerte…! Incluso, le diré que saltar la pandereta fue lo más difícil. Yo tengo mi edad y el tontorrón tenía sus kilos. Pero una vez al otro lado la cosa marchó. El guardia nos debía el favor hacía ratito, así es que no puso problemas en dejarnos la ventana del wáter sin trancar…

En ese momento, Calixto hizo una pausa para echar un largo trago de su cerveza. Yo miré por la ventana que daba hacia la línea férrea, buscando algún rastro de los policías que supuestamente llevarían a cabo la redada, pero no había ninguna señal de ellos. Calixto encendió otro cigarrillo y continuó su relato:

—Una vez adentro encontramos la caja fuerte, preparamos nuestros implementos y aplicamos oxicorte. En pocos minutos calculamos que debíamos tener casi veinte palos para cada uno en nuestras manos. Entonces ocurrió: al muy idiota le dio una violenta revoltura de guata y fue como si hubiese perdido el juicio. Comenzó a correr de un lado a otro, buscando algo con qué limpiarse: se había cagado en los pantalones. Me decía que no podría escapar de allí con toda esa mierda en sus calzoncillos y que, por dignidad, en caso de que nos agarraran no quería hacer el ridículo.

“Algo de razón le encontré al Pancho, pero lo que no entendí fue lo que hizo después. Insistió con aprovechar de dejarles un mensaje a los dueños de la financiera, y se embetunó las manos con su propia caca, escribiendo en las blancas paredes:

PUEBLO QUE ROBA A SUS LADRONES

CIEN AÑOS DE PERDONES. CERDOS.

“El problema fue que pasó a llevar como media docena de alarmas en su nauseabunda faena. Así es que me aburrí de apurarlo y lo dejé allí, a su suerte. Sabía que no conseguiría saltar la pandereta solo, que lo atraparían y que me delataría. Pero no tuve otra opción, parecía enloquecido, lanzando mierda para todos lados, ¡hasta a mí me salpicó!

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“Y bueno, ha pasado un par de semanas desde aquello y espero a que vengan por mí en cualquier momento. Pero he decidido no irme de la ciudad y ver cómo me las puedo arreglar… ahí está lo suyo Álvarez. De usted depende ahora.

—No se preocupe, Calixto—le respondí tomando la maleta que había extendido hacia mí—si acá dentro está lo que acordamos, tenga por seguro que a ese pobre diablo lo declaro en estado de demencia y lo acuso de sufrir delirio paranoide. Eso lo liberará a usted de todo, y a él lo dejará libre después de un par de semanas de fingir el tratamiento. Fue bueno eso de que encontraran un fajo de billetes en el inodoro, ya que a los policías no les cupo ninguna duda que no se trató de robo, sino de un desquiciado acto poético. Debió haber visto los dibujitos de su compadre… se demoraron como una semana en limpiar la sucursal.

Nos estrechamos la mano y salí del Don Hami con una maleta llena de billetes en la mano. Hacía mucho calor y el humo de media docena de incendios forestales en los alrededores de Concepción comenzaba a nublar la ciudad. Tomé un colectivo en dirección al centro, y sólo después de llamar al Pancho Soto pensé en comerme un Barros Luco en la Fuente Alemana, y en renunciar a mi trabajo en el psiquiátrico el lunes siguiente.

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El arreglín

El sujeto al que apodaban Roedor consiguió liberarse de sus ataduras y huir poco antes de que la casa interior quedara reducida a cenizas. Sus captores no hicieron bien el trabajo: los nudos con que lo amarraron a la silla no quedaron suficientemente firmes, y esto le permitió escapar en medio de las llamas. El siniestro pasó desapercibido para los bomberos y equipos de emergencia de la ciudad, azotada por un violento terremoto hacía sólo cuestión de horas.

A Perla la conoció en un cabaret de Avenida Colón. Pensó que seguramente la tragedia la había sorprendido en su lugar de trabajo. La música estridente, el olor a perfume barato, las pulseras que colgaban de sus muñecas y que contaban los tragos que les sacaba a sus clientes, las risas grotescas de sus compañeras. Los recuerdos que arremolinados comenzaron a atormentarlo. Entonces, prefirió imaginarla muerta y vagó durante horas contemplando la desgracia: ambulancias, bomberos y carabineros pasaban de un lado a otro, gente apilando escombros, llantos, amargas despedidas, milagrosos reencuentros. Pero Roedor había sobrevivido, y mientras la ciudad comenzaba a constatar el horror, él en cambio se sentía renacer.

Llegando a la Plaza Condell se encontró con el que había sido uno de sus hombres, cuando era poderoso y todavía controlaba un par de líneas de taxibuses.

—Roedor, ¡qué bueno saber que sobreviviste!, ¿dónde te pilló el terremoto?

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—No sabes de la que me salvé, Manco, por poco me lleva la huesuda. Conocí a una mala mujer que me traicionó.

Manco convenció a Roedor de acompañarlo a echar un trago. Conocía una bodega de calle Lientur que había quedado intacta y permanecía funcionando sólo para sus mejores clientes. Una vez allí, Roedor le contó su historia, su escapada y el que consideraba su renacimiento.

—Mira Roedor— le dijo Manco, mientras se servía cerveza con su única mano y sin generar espuma— a mí me soplaron que a la Perla la vieron arrancar del Portón en compañía del Gringo Adams. Se fue con él en su camioneta, seguramente para la casa del Gringo.

Entonces, convencido de lo que hacía, Roedor se despojó de su costoso reloj, el último de sus objetos de valor, y lo extendió sobre la mesa hacia Manco.

—Es todo lo que tengo. Una reliquia que debe andar por los dos palos. Es tuyo si los liquidas a los dos. Te lo pido como un favor, yo estoy muy quemado y no puedo hacerlo. Además, nadie sabe lo que vendrá después de esta cagadita… ¿por los viejos tiempos?

Tras pensarlo algún momento, Manco miró fijamente a Roedor y se echó el reloj al bolsillo.

—Por los viejos tiempos. Mañana por la mañana será historia el parcito.

Se despidieron cordialmente y Roedor se sirvió algo más. Manco salió apresuradamente en dirección a su casa de Chillancito, pensando en hacer sus maletas junto a Perla, su flamante novia, y largarse inmediatamente de aquel infierno de ciudad.

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Ausencia negra

Pensó que se trataba de otro engaño. Bien sabía de eso: dos esposas, algunos hijos, terapias terminadas en fracaso, pastillas para dormir que nunca hicieron su trabajo, una oficina sin ventanas donde pasaba la mayor parte de su vida, y cuentas, un montón de cuentas. Pensó que se trataba de una de esas cosas que se dicen entre copas, y que la propia resaca se encarga de eliminar de la memoria. Pensó que debió reírse cuando ella le dijo que confiaría en un extraño como él. Pero cuando despertó en la que parecía la mejor habitación de un motelucho llamado Bella Luna, con una maleta llena de dinero y libros, no supo qué diablos pensar.

Corrió hacia el baño con el estómago revuelto y un dolor de cabeza insoportable. Aquel era el problema de ser un borracho, pensó: “siempre se tarda tanto en caer liquidado, cuando debería resolverse en unas cuantas copas. Y entremedio es cuando uno mete la pata, se pone desagradable y habla de más. Deberían haber licores de 70 grados”.

Se dio cuenta de que ella aún dormía, y decidió echarle un vistazo a los libros de la maleta, no sin antes esconder un fajo de billetes en su abrigo.

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Eran libros viejos, y el más destartalado de ellos le llamó la atención. Se trataba de una primera edición de Los túneles morados, de Daniel Belmar. Había otros, unos cuantos, a los que les faltaban páginas e incluso la portada. Empezó a hojearlos, y a medida que lo hacía se dio cuenta de que algunas páginas parecían más gruesas que otras. Además, un extraño polvillo se impregnó en sus manos. No era ningún idiota. El asunto se reducía a una maleta, mucho dinero, libros con droga y una mujer que comenzaba a despertarse:

— Buen día, ¿todavía estás aquí? —le preguntó ella mientras se desperezaba.

— No tenía dónde más ir. Además, necesitas a alguien que te eche una mano con esta maletita…

— No te creas tan listo.

De un salto se hizo de la maleta y tras escarbar un doble fondo, extrajo un revólver con el que lo apuntó, jugando.

— No te asustes. No está cargado, todavía.

Honestamente, ninguno de los dos recordaba demasiado de la noche anterior, ni si se habían revolcado. Los médicos llaman a eso ausencia negra, y suelen hablar de lo irreversible del daño neuronal que provoca. Pero lo que no saben es lo útil que puede llegar a ser para la honra de un ser humano no recordar lo que se hace estando completamente alcoholizado.

Los últimos flashes que tenían se reducían a estar riendo histéricamente, sentados en la barra del bar La Cola del Zorro. Él le habría invitado un trago, pero al parecer fue ella quien pagó todos los siguientes. Una pequeña discusión que se salió de control, los dos devolviéndose a toda prisa por calle Heras a buscar la maleta, un taxi que se pierde en la oscuridad. Y el melodramático fundido en negro.

— Me daré una ducha, si no te importa —dijo ella.

— Te espero.

— Preferiría que fueras a comprar algo para beber. Esta resaca me está matando. Saca algo de dinero de la maleta.

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Entonces fue cuando él pensó en traicionarla. Era demasiada confianza la que depositaba en un extraño. Se lo merecía, por ser una sucia traficante y andar por la vida emborrachándose con una maleta como aquella bajo el brazo. Pero también era guapa, simpática y tenía dinero. Además, había dejado el revólver sobre el velador. Lo más probable es que no hubiese balas. No era ninguna criminal. Un problema complejo para una resaca tan endemoniada. Decidió inhalar algo de ese polvillo de los libros, fuera lo que fuera. Al hacerlo, sintió relampagueos en la cabeza y una pequeña convulsión. Mejor, mucho mejor. Tomó algunos billetes y salió a la botillería más cercana a por el desayuno.

El anzuelo

La primera vez que lo vio fue cuando regaba las plantas en su balcón. De la esquina apareció de pronto un hombrecito que, sujetándose de las paredes, avanzaba con mucha dificultad. Tras andar algunos pasos tropezó y por milagro alcanzó a afirmarse de un grifo. Olivia siguió regando sus plantas, aunque no le sacó los ojos de encima al extraño personaje, que avanzó tambaleante hasta perderse en la siguiente esquina.

Fue un domingo, cuando se preparaba para ir a misa, cuando se lo encontró nuevamente. Al igual que en la ocasión anterior, el hombrecito –

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impecablemente vestido, preciso es decirlo- caminó dando tumbos antes de derrumbarse algunas casas más allá. Olivia partió rumbo a la parroquia y no supo más de él, hasta cuando regresó y se encontró con que ya no estaba donde había caído.

Para la siguiente vez Olivia ya estaba preparada. En cuanto lo vio venir agarrándose de lo que pudiera para no caer, sirvió un vaso de vino y lo dejó junto al grifo. Al llegar, el hombrecito hizo una pausa, miró para todos lados, y se empinó el vaso de tinto hasta dejarlo seco. Acto seguido, continuó su camino sin mayor baile, recompuesto, podría decirse.

El asunto se repitió un par de veces. Él aparecía y Olivia corría a dejarle el vaso de vino en el grifo. El hombrecito se lo bebía y se iba. Luego, Olivia decidió colocarlo en la reja de su casa. La primera vez que lo intentó no funcionó: el hombrecito llegó al grifo a duras penas, y tras constatar que no había nada para él, se desplomó. Sin embargo, en la segunda oportunidad el hombrecito juntó fuerzas para desplazarse hasta la puerta de la reja y beberse la pituca que angélicas manos habían depositado allí para saciar su sed. Antes de marcharse, miró hacia el interior de la casa y vagamente le pareció divisar una silueta femenina detrás de los visillos. Esbozó una sonrisa y siguió su camino.

La sonrisa del hombrecito le dio todo el valor que necesitaba a Olivia para llevar a cabo la última y mejor parte de su plan. La siguiente mañana que lo vio venir, abrió la puerta de la reja y colocó el tinto en la puerta de su casa, dejándola semiabierta. El hombrecito, que no parecía tan tambaleante como las otras veces, al principio meditó si cruzar o no el antejardín que lo separaba de su recompensa. Tras algunos segundos de duda, se acercó a la puerta y antes de empinarse el vaso la abrió suavemente. Al contemplar a Olivia, que lo esperaba cómodamente instalada en su sofá, por fin se atrevió a hablar a su benefactora:

- Bueno, supongo que esta copa podemos beberla juntos…

La puerta se cerró y es posible que nunca podamos saber verdaderamente lo que pasó allí dentro. Después de ese día, al hombrecito no se le volvió a ver por el barrio, pero en los tugurios de Coronel centro no hay borrachín que no sueñe con encontrarse de pronto con esa esquina, con ese grifo, con ese vaso, y con Olivia.

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El gritón

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No recuerdo muy bien en qué momento le dio por empezar a gritar. Lo peor de todo es que no se le entendía nada. A lo mejor la historia sería distinta si él hubiese dicho algo con tanto alarido. Pero eran sonidos guturales, y no callaba nunca. Gritaba y gritaba en la cornisa de un piso 17 del Edificio Amanecer. Nos habían contratado para arreglar las cañerías de un departamento que quedó pa la cantá después del terremoto. Ese día, lo confieso, se nos ocurrió visitar a las chiquillas de uno de los cafés de la Galería O’Higgins, y bueno, una cosa llevó a la otra y llegamos un poco más tarde de lo habitual.

Eso sí, almorzamos una buena cazuela y altiro nos volvió el alma al cuerpo. Todo anduvo bien la primera media hora, pero fue después de destapar la cañería cuando él explotó. Es cierto que quedamos bien hediondos, mal que mal, nos ensuciamos con una mierda atrapada allí desde el mismísimo 27/F. Pero nosotros somos profesionales, sabe, y estos son gajes del oficio. O sea, que a uno le salpique un poco de caca en los pantalones no es para volverse loco y salir al balcón aullando como un lobo.

Lo que yo creo es que mi socio se guardaba una pena de amor. De esas que hacen daño, de las que lo liquidan a uno por dentro. Eso pensé, y ahí como que me empezó a crujir, pero no saqué nada con usar buenas palabras. Lo agarré varias veces para que se entrara, por último si gritaba acá dentro no lo escucharía nadie más que yo y los otros maestros. Pero dale con salir y seguir con la tonterita. ¡Imagínese que ya tenía a un buen lote de gente mirándolo desde allá abajo!

Al final, oficial, usted bien sabe que la paciencia se le acaba a uno. Era amigo mío, pero no de los más cercanos. En realidad, lo conocía hace poco. Y en la pega era ahí no

más, siempre hacía los trabajos apurado porque quería mandarse a cambiar a los cafés con piernas. Me acerqué por detrás, tratando de no pensar en la maldad que le iba a hacer. De haberse quedado callado le juro que no hubiese pasado nada, pero el gritón siguió en lo suyo. Le pegué flor de patá en el poto y se mandó balcón abajo. Mire lo que son las cosas oficial, el finao por fin cerró la boca mientras caía. Yo me lavé la cara y las manos, eché las herramientas en mi bolso, sintiéndome harto aliviado le diré, y me senté en el piso a esperarlos a ustedes.

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La danza de los aparecidos

Bien sabía Oligario que nadie le creería lo que acababa de ver. Lo que fuera, se ocultó rápidamente detrás de unos arbustos, y en lo que el asustado viejo se demoró en recoger su rastrillo, la cosa se esfumó. Quienes lo acompañaban estaban lejos. Además, pensó Oligario, siempre serían incrédulos frente a lo que saliera de su boca. Nadie le creía después de haber pasado una temporada en la cárcel por un supuesto desfalco que, según aseguró a los suyos, jamás cometió.

Lo había visto, en eso no tenía dudas, pero sería inútil tratar de prevenir al resto. Encendió un cigarrillo y se lo fumó lentamente, reconociendo a lo lejos cierta majestuosidad en las aguas del río Bío Bío. Era una labor un tanto rutinaria esa de estar quemando pastizales. Llevaba unas cuantas semanas en lo mismo, pero la autoridad había sido tajante: “si encontramos un solo ratón colilargo en el centro de Concepción, toda la culpa será suya”. Y entonces, con un par de sobrinos aceptó llevar a cabo una serie de roces controlados para despejar los cerros aledaños a la cárcel El Manzano.

El problema fue que después de su visión, con el correr de los días, Oligario comenzó a sentirse observado. Trató de mantenerse cerca de sus sobrinos, pero no pudo evitar ser detectado y que los jóvenes hablaran a sus espaldas:

— ¿Qué le pasará al tío?, como que anda con miedo.

— Para mí que anda con la caña mala…

— Pero si ya no toma.

— Ah, verdad.

— Parece como si hubiera visto al diablo…

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Ocurrió una tarde en la que se levantó viento. El fuego se propagó a unos pastizales que desembocaban en una pequeña cabaña, aparentemente abandonada. La curiosidad se apoderó de Oligario y pudo más que su miedo. Tras dar instrucciones a sus sobrinos para que intentaran por todos los medios de contener el fuego, se aventuró en solitario hacia la cabaña. A cada paso que daba se le venía el recuerdo de lo que había visto algunas tardes atrás. Imaginó que se lo encontraría adentro de la cabaña. Que seguramente aquello estaría sentado a la mesa, con una servilleta alrededor de su cuello. Quizás se tratase de algo ni bueno ni malo, pensó después; un mensajero divino, un espíritu protector de los pastizales, un aparecido, el alma de algún preso abatido cerca de allí al intentar escapar…

En tanto, tras poder controlar el fuego, los sobrinos de Oligario parecían haber sido recién sacados del horno: ahumados y embarrados hasta las orejas, se anduvieron desorientando en medio de la humareda del pastizal que dejaba de arder. Fue así como en un momento pasaron –o creyeron pasar- frente a un anciano que muy asustado se apresuró a recoger su rastrillo en cuanto los vio. Asustados, echaron a correr hacia la cabaña que parecía abandonada, para esperar a que apareciera Oligario.

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La última función

Dicen que en sus tiempos mozos, hubo quien llegó a hacer fila para verlo pelear. En sus años de gloria, antes de convertirse en un “paquete” para otros peleadores con un poco más de proyección, la gente de Coronel y Lota se detenía en la calle para saludarlo. Es verdad que nunca llegó a firmar un autógrafo, y que salvo un par de sobrinos nadie se fotografió con él ni antes ni después de entrar al ring. Pero sumando y restando, tenía bien asumida tuviera su decadencia. Había conseguido que no le importara.

Los organizadores del evento de esa noche, que sería su último combate, estaban conscientes de lo inútil que resultaba esperar algo de público. Es más, casi le hacían un favor proporcionándole la posibilidad de esta despedida, porque ellos apenas recuperarían el costo de arriendo del local y del ring. Las conversaciones entre ellos estaban empapadas de una amarga resignación. “Hace mucho que el boxeo ya no es lo que un día fue”. “Hoy en día lo que manda son las peleas clandestinas, mientras menos reglas y más sangre, tanto mejor”. “Ojalá no dejen muy machucado nuestro compadre”. “Ya no estamos para estos trotes, viejito, después de esta velada yo hago mis maletas y me olvido de toda esta huevá, la dejo”. “Al final, la vida nos ganó por nocaut”.

A un lado del portón metálico, un individuo recibía con desgano al escaso público que llegaba hasta el gimnasio. En tanto, en una salita de paredes roídas por la humedad, un hombre de baja estatura, delgado, canoso y aparentemente mal alimentado, se dejaba vendar por otro que lucía tan débil y marchito como él. De no ser por el short y los botines, hubiese resultado imposible diferenciar al púgil de su preparador. A cada tanto, el vendado echaba un sorbo de un botellín de whisky barato que tenía a su lado. “A estas alturas uno puede permitirse ciertas concesiones”, le dijo una vez a su técnico-mánager-sparring, y a éste no le quedó otra que aceptar su

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voluntad. El silencio de ambos gozaba de cierta solemnidad, y era interrumpido a ratos en términos parecidos a este:

— Dicen que hoy vendrá a verte la Eduviges.

— ¿Quién?

— La Eduviges, hombre. Acuérdate de la rubia que te vio pelear en Playa Blanca ese verano del 87. ¡Era una mujer de primera!

— No me acuerdo. Apriétame más el guante, que lo hallo suelto.

Exactamente cuando faltaban quince minutos para las diez de la noche, el viejo guerrero saltó al ring en medio de tibios aplausos. Levantó su brazo derecho y dirigió una mirada a la tribuna semivacía, solo para comprobar que ni sus familiares se habían tomado la molestia de asistir. “Al menos no tendré la necesidad de fingir un par de rounds”, se dijo, dispuesto a dejarse caer en la lona y dar por terminada su última función en cuanto tuviera la oportunidad.

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Fealdad

Su primer encuentro con lo feo se produjo cerca de los siete años. Eso decían los recuerdos, al menos. Acompañó a su padre a una librería y entonces se topó con ello. La cubierta de una novela de samuráis se transformó en el primer verdugo de algunas noches de su niñez. No pudo evitar despertarse de madrugada y creer divisar en la oscuridad el horroroso rostro de aquel guerrero nipón que tanto lo impresionara. Una despiadada abyección recorría cada surco de su cara, y le pareció que tarde temprano se hallaría frente a él, y que entonces le habría llegado su hora.

La segunda experiencia lo marcó de tal manera que se creyó perdido. Solo el tiempo pudo remediar en algo su miedo, hasta devolverle la normalidad. Sin embargo, se convenció de que cuando contemplara una tercera Gran Fealdad como esa, no se repondría. Se trató de su primera novia, cuando tenía algo así como diecisiete. Se tomó el asunto muy en serio. Se hizo amigo de sus suegros, habitué en casa de su amada, y tres veces estuvo a punto de perder su carrera universitaria por amor. O mejor dicho, por calentura. Porque él ignoraba por completo que a su novia no le bastaba con las dos sesiones semanales de amor. El encontrársela desnuda en la cama de su hermano mayor fue algo realmente feísimo. La insultó a lo largo y ancho de toda la Remodelación Paicaví. En uno de sus jardines, consiguió que ella se arrodillara suplicándole perdón, solo para tener

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una última fotografía antes de abandonarla bajo la intensa lluvia.

La tercera vez que pasó por algo semejante, la cosa anduvo un poco más lenta. Para cualquier ser humano, aceptar una derrota tan dolorosa no resulta tarea fácil. Fue arriba de una micro Rengo-Lientur. Volvía a su casa agotado luego de un turno de noche en una industria de Hualpén. Cuando estaba a punto de quedarse dormido en su asiento, la micro se detuvo en un paradero de Avenida Chacabuco y coincidió con que le dio el semáforo en

rojo. Esto hizo que tuviera todo el tiempo del mundo para fijar su atención en un hombrecito de lentes, de mirada algo extraviada, vestido desaliñadamente, y que cargaba una enorme mochila en sus espaldas. De inmediato, reparó en el rostro del sujeto. Aquella expresión reflejaba no solo el cansancio de portar por largo rato el peso de esa mochila. Había algo más. Detrás de los lentes, esos ojos ocultaban una llamarada de rencor. Profundo rencor hacia una vida que lo había reducido a eso. Supuso que en otro tiempo este hombre había soñado con ser otro, y que había sido la vida la que se encargó de barrer con sus expectativas, reduciéndolo a lo que era ahora: una cosa fea, peor incluso que el samurái.

La micro reanudó su marcha, pero la imagen del sujeto del paradero se las arregló para hacerse indeleble dentro de su cabeza. Sin embargo, no constató la fealdad sino hasta la mañana siguiente. Cansado por el nuevo turno y con el peso del trasnoche a cuestas, no pudo evitar mirarse un poco más de lo normal en el espejo tras lavarse la cara. Entonces lo descubrió. Sus ojos poseían una expresión flamígera y rencorosa similar a la de aquel individuo. También él había soñado con ser otro. Domesticado, explotado y exprimido, los días en los que se pensó libre, dueño de su vida, con la posibilidad de dejarlo todo y volver a empezar una y otra vez, se habían marchado para siempre. La vida se las arregló para atraparlo, y hacer de él también una cosa fea. Herido y desesperado como estaba, usó un frasco de perfume para quebrar el espejo en varios puntos. Luego se tumbó sobre la cama y se echó a llorar, como un condenado a muerte.

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“¡Tercer vagón, tercer vagón!”

No recordó cuánto tiempo llevaba allí. Una hora o quizás más. Esperando en medio del túnel ferroviario del Cerro Chepe. Cualquier accidente en medio de esa oscuridad no solo resultaría fatal. Además, nadie encontraría jamás su cuerpo, o bueno, lo que quedara de éste. Aun así, en cierta forma, percibió que aquello estaba mejor que meterse todos los días a un agujero donde bien podría terminar igualmente muerte. Por eso había dejado la mina. Abastecer de licor a Coronel y Lota en tiempos de Ley Seca era definitivamente mejor que escarbar en las entrañas de la tierra en busca de carbón. Corría el duro invierno de 1940.

Por el momento, debería seguir esperando. El último tren con destino a Curanilahue salía de la estación Chepe a las 21 horas. Por algún misterioso motivo, esa noche el convoy tenía un retraso de cuarenta minutos. Días

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después se supo que una viuda desesperada intentó arrojarse a las vías, obligando a su detención. Por el momento, el hombre siguió esperando con dos pesadas bolsas cargadas de vino en la mano, conocidas en esos años como cuntras, que consistían en vejigas de cerdo especialmente acondicionadas para transportar alcohol.

A su derecha, la solemnidad del río le pareció de súbito como la muerte. Percibía el inminente avance de sus aguas, aunque la oscuridad no le permitiera ver a la distancia sino unas pocas luces reflejadas en su superficie. Sí. Se estaba mejor allí dentro que bajo la tierra. Algún día, todos habremos de morir, en todo caso. Pero era mejor tener la posibilidad de atesorar una última postal como lo era la del río y su cauce invisible.

¡Cuánta ironía tenía la vida! Su miedo a la oscuridad y su claustrofobia se las arreglaban para encontrarlo detrás de cada puerta que decidía abrir. Renunciar a la paga

segura de la mina para encontrarse en un túnel donde el tren pasaría a escasos centímetros de él, que además debería arreglárselas para acercarse lo suficiente, como para entregar su cargamento a uno de los pasajeros, y así burlar el control policial de la estación. Los patrones habían decidido que los mineros no podían emborracharse. Pero claro, podían seguir enterrándose en vida y volar en pedazos bajo la tierra. Alguien debe remediar tamaña injusticia, comentaron sus nuevos jefes ¡y por qué no obtener algo a cambio! Y entonces comenzaron sus noches de túnel.

Esa vez, sin embargo, su instinto intentaba prevenirlo de algo que estaba por suceder. Miró nuevamente hacia el río y escuchó el primer aviso del tren que se aproximaba. Sintió su corazón latir más rápido de lo normal. “Ya lo hiciste varias veces antes, no puedes fallar ahora”, se repitió mentalmente, intentando convencerse. Sonó el segundo aviso. Sabía que cuando escuchara la tercera advertencia no tendría ninguna posibilidad de salir del túnel antes de que pasara el convoy. Vaciló. Intentó mirar las cuntras que sostenía en sus manos, pero una vez más la oscuridad se lo impidió. Se resignó. Tercer aviso. Cerró los ojos y percibió cómo se remecían los durmientes de madera a sus pies. Se remeció junto a ellos. Las paredes del túnel crujieron cuando el tren hizo su ingreso. El ruido de la locomotora se volvió descomunal, poseyéndolo todo. Mil imágenes pasaron por la cabeza de aquel hombre, que apretó los dientes cuando la imponente máquina pasó a centímetros de su fragilidad. “Tercer vagón, tercer vagón”, se repitió. Abrió los ojos y alzó los brazos en el momento oportuno. Las cuntras fueron recibidas por manos fuertes y seguras desde una de las ventanas. Volvió a

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cerrar los ojos, y en lo que dura una eternidad, el tren se alejó del túnel, llevándose sus vagones sobre el río Bío Bío.

Caminó lentamente hacia la salida, acaso derrotado, pensando en que al día siguiente conversaría con quien fuera necesario para volver a la mina.

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Estuve allí cuando se lo llevaron. A todos los malandrines como él, qué duda cabe, les llega su hora el día menos pensado. Pero no parecía un mal tipo. Todavía me acuerdo cuando me regaló un cigarro por cuidarle el bolsito que siempre llevaba puesto. ¡Cómo demoró el condenado! Lo bueno fue que además me pagó todos los tragos que me eché al cuerpo durante la espera. Ayer por la tarde llegaron tres hombres de mal aspecto y se lo llevaron. Hubo gritos, amenazas, golpes de pies y puños lanzados furiosamente al aire. También hubo insultos de parte de los demás comensales hacia los captores, y un fierro que a todos asustó cuando uno de estos tipos estos lo agitó en el aire, desafiante.

Al Morocho lo conocí la primera vez que llegué al local de Los Salesianos. Llovía a cántaros, necesitaba una buena sopa y una botella de vino. Entré hecho un desastre, mojado hasta los huesos y con un despecho del porte de un buque. María, mi novia, había decidido mandarme a la cresta el día de mi cumpleaños. Qué más podía yo hacer, salvo recorrer los tugurios de calle Maipú en busca del algún consuelo. Y ahí estaba él, casi puedo verlo, con su eterna chaqueta de cuero, sobre un chaleco de lana lleno de motas, sentado en la barra, intentando inútilmente buscarle conversa a una de las meseras.

— Puta la lluvia pa’ mojadora, amigo mío —me dijo cuando me senté un par de taburetes más allá.

Me limité a levantar mi copa, forzando una sonrisa.

— Pareciera que el mismo diablo le hubiese meado encima —insistió.

— No sea tonto, iñor —le dije— el diablo no mea.

Al Morocho lo buscaban por haberse metido con la mina de un tipo picao a choro.

Algo así como un micrero o dueño de taxibuses. Tenía los días contados, y sus perseguidores no se demoraron mucho en localizar su refugio. Porque el Morocho se lo pasaba aquí dentro. Llegaba pasaditas las cuatro de la tarde, y no se iba hasta que lo echaban para cerrar. De vez en cuando traía un libro entre manos. García Márquez era lo más habitual. Se instalaba en una mesa del rincón con su botella de vino, y solo interrumpía su lectura para ir al baño.

Nunca me olvidaré de la noche en que me arreglé con la María. Peleábamos por puras tonteras, desde el color del que quería que pintara su casa, hasta porque ella quería que fuera a votar, y yo no estuve ni ahí con darle el voto a ninguno de esos ladrones. Pero esa velada la pasamos bien en el cine. La película era media enredada, no entendí mucho, pero ella se rió harto y eso a mí me puso feliz. La invité a tomar un café en el centro, nos

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dimos un tremendo beso, y de ahí no resistí la tentación de arrastrarla hasta Los Salesianos. Me sentía muy alegre, quería celebrar, me serví unas copas de más, y no pasó mucho rato hasta que tuve que ir al baño, un poco descompuesto.

Al volver, vi al Morocho instalado en nuestra mesa, ocupando mi silla y conversando animadamente con ella. Todavía no sé por qué lo hice, pero me di media vuelta y me quedé en el pasillo, observándolos. No pasaron más de diez minutos cuando él le chantó un beso en la boca a la María, y la muy puta ni siquiera le corrió la cara. Fue como si me hubiesen clavado una puñalada en el pecho, se me revolvió la guata y sentí ganas de vomitar, pero me contuve y no me moví de mi posición. Los vi besarse otro par de veces. ¡Diez minutos y actuaban como si yo no estuviera allí! Mi vida no ha sido nada fácil, sabe, pero esto era demasiado, como si el mismísimo cielo se burlara de mí. Nunca me había sentido tan destrozado. Tan destrozado y maligno. De inmediato mi cabeza comenzó a planificar la venganza. Los hechos me obligaban a ser implacable. Seguí mirando.

De pronto, se separaron. Yo creo que se acordaron de que estaba en el baño y en algún momento volvería. Junté fuerzas y regresé a la mesa como si nada hubiese visto. Saludé afectuosamente al Morocho y besé a la María en sus labios traicioneros, soportando el asco de pensar en tragarme alguna gota de la saliva del Morocho. El resto de esa noche actué normalmente, pedimos una última ronda de fuerte antes de irnos. Como lo sospechaba, la María insistió en que la acompañara a su casa, y así lo hice.

A la mañana siguiente, hablé con un par de mis muchachos. Les ofrecí sus buenas lucas y aceptaron hacer el trabajito. Poco antes de la hora acordada me aparecí por Los Salesianos. Me aperé de cigarrillos y pedí una botella de vino de la casa. Me senté bien al fondo y esperé. El resto de la historia, ya la conoces.

Cura de espanto

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La historia versa más o menos así. Tenemos a un sujeto, al que apodaremos El Gaucho, haciéndose pasar por el novio de una chica afuera de la parroquia La Merced, de calle Freire. Tenemos, poco después, al mismísimo cura intentando estrangular a aquel tipo, siendo ambos detenidos por carabineros a los pocos minutos de empezada la trifulca.

El Gaucho vino a conocer a su hermano recién a los treinta. Una infancia de orfanato, una adolescencia en la calle y una temprana juventud arrebatada por el hampa, hicieron de él un hombre verdaderamente temible. Más de alguno de sus colegas de andanzas le había manifestado públicamente sus respetos:

— Es un tipo de principios. No permite que ninguna de sus víctimas sufra. Altiro le mete un segundo tunazo para que se vayan rapidito a los brazos de San Pedro…

El caso fue que El Gaucho se llevó una amarga sorpresa cuando descubrió que Elías, su hermano, había tomado un camino distinto al suyo, al hacerse cura. Con el tiempo, Elías también se ganó el respeto de sus colegas, presentándose como un tipo piadoso y muy temeroso de Dios. Sin embargo, lo que más molestó a El Gaucho, fue que Graciela, su eterna enamorada, se fuera a casar con su peor enemigo en la misma parroquia donde Elías ofrecía sus servicios religiosos.

Y es que la Graciela era una malagradecida, decía El Gaucho. “Antes de ir a parar a la cárcel, la dejé forrada en plata para que se aguantara los tres años y un día. Y ella va y se mete con ese patán. Con ese matón de barrio que, lejos de mi categoría, jamás saldrá del bajo mundo. La Graciela me traicionó, y si cree que la dejaré casarse con ese esperpento, está muy equivocada”.

El día de la boda, El Gaucho se disfrazó de novio y se presentó delante de su hermano Elías, minutos antes de la ceremonia. Le dijo que era su hermano, hizo lo posible porque recordara un par de anécdotas de cuando niños, y trató de convencerlo de que aquel casamiento era un error, ya que era él quien debía ocupar el lugar del novio.

— No te preocupes, hermanito. Ya tengo conversado para que al novio lo despachen antes de que ponga un pie en esta iglesia. ¡Cásame a mí con la Graciela!

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Lejos de creerle una sola palabra, Elías tomó un lavatorio con agua bendita que había a sus espaldas y se lo arrojó en la cara. Acto seguido, salió disparado hacia el patio interior de la parroquia, advirtiendo a los invitados lo que le pasaría al novio cuando llegara. El Gaucho no tardó en darle alcance.

— ¡Recapacita, soy tu hermano! –le gritó con su traje de novio arruinado por el agua bendita.

Entonces Elías, perdiendo todo control de sus actos frente a los invitados y uno que otro fiel que paseaba por allí, le echó manos al cuello y comenzó a estrangularlo. Un primo de la novia intentó separarlos, pero la pierna de Elías fue más rápida y, sin dejar de apretarle el cuello a El Gaucho, se liberó de su atacante. Hizo lo mismo con otro par de invitados, hasta que llegaron los carabineros. Ahí fue cuando El Gaucho pensó: “te cosiste huevón”, y echó una bolsita de marihuana en el bolsillo de la túnica de Elías, de puro canalla no más.

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“El Reymudo”

Al mediodía, como siempre, Don Raymundo se asomó a la ventana, y tras comprobar que necesitaría usar su chaqueta, se despidió de su octogenaria esposa. Salió a dar su acostumbrada vuelta a la manzana, esperando a que el tiempo transcurriera lo suficientemente rápido, como para que Doña Alicia alcanzara a tener listo el almuerzo a su regreso. Bajó dificultosamente las escaleras de su edificio, y tras salir a la calle, lo primero que hizo fue sentarse a descansar sobre un banco de piedra.

— “Don Reymudo” puede pasarse horas allí sentado –comentó una vecina a otra del mismo bloque de calle Almirante Riveros- no le importa si llueve, graniza, o lo quema el sol. En invierno y verano es la misma cuestión. El pobre viejo no tiene nada más que hacer que salir a estirar las patas y apurar el paso del tiempo.

Juntas, las horas que Reymudo pasaba sentado en aquel mismo banco bien podrían llegar a ser semanas, meses incluso. Aquel tiempo de silenciosa abstracción se traducía, entre otras cosas, en un profundo conocimiento del clima y de las variaciones del tiempo atmosférico. Al arreciar el viento norte, sacudiendo violentamente las copas de los árboles, llegó rápidamente a la conclusión de que se avecinaba un temporal de grandes proporciones.

Don Raymundo saludó a las vecinas que lo observaban a la distancia, y luego volvió a posar la mirada en el paso de los vehículos, luego en la deteriorada plazoleta de juegos infantiles, para finalmente detenerse en la cornisa del primer bloque. El viento hacía que se bamboleara de un lado a otro. Justo abajo, tres niños juagaban con una pelota, sin prestar la más mínima atención al peligro que acontecía sobre sus cabezas.

Su vista continuaba detenida en la cornisa que parecía desprenderse cada vez más del techo del bloque. Los niños, en tanto, seguían con su juego. Pésimo con las palabras, Don Raymundo era el mejor escuchando, pero muy pocos además de Doña Alicia, conseguían arrebatarle algún sonido a esa boca, como no fuera el protocolar Buenos días, Buenas tardes y Buenas noches. De allí que sus vecinos, pocos amigos y conocidos lo apodaran

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cariñosamente “Reymudo”. El viejo comenzó a hacer una gesticulación algo exagerada hacia las vecinas que copuchaban sin parar, para prevenirlas de entrar a esos niños o, al menos, a sacarlos de allí, frente al peligro de que les cayera encima la cornisa.

— Míralo, míralo al viejo. Parece que le pasa algo.

— No querrá que lo pelemos tanto, jaja.

— En serio, comadre, parece que nos quiere decir algo.

De pronto, desde el tercer piso del bloque emergieron dos cabezas. De inmediato repararon en los gestos de Don Raymundo.

— Mira, —dijo una cabeza a la otra— Don Reymudo se lleva las manos al pecho.

— ¡Un ataque cardíaco, que alguien lo ayude! —gritaron al unísono dos jóvenes que andaban comprando pan.

En cuestión de minutos, se armó una red de asistencia hacia la persona de Raymundo, que continuaba haciendo monumentales gestos y muecas para ser correctamente interpretado. Incluso, haciendo un gran esfuerzo, murmuró la palabra “cornisa”, que el par de vecinas tradujeron como “que llamen a la Alicia”. Así, con el corazón

en la mano y casi sintiéndose ya viuda, Doña Alicia salió de su departamento tan pronto fue alertada de que algo le pasaba Don Reymudo.

Bajó tan raudamente como pudo las escaleras, y cuando al fin llegó hasta donde estaba su marido, se limitó a preguntarle:

— ¿Qué es todo este alboroto, Raymundo?

— Cornisa… la cornisa.

— ¿La cornisa?

— Sí.

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En eso vino una feroz ráfaga de viento, seguida de un gran estruendo, como de un grueso objeto precipitado a tierra. Al desviar todos la mirada –a esas alturas se había reunido una decena de vecinos alrededor de Don Reymudo- comprobaron que se traba de la cornisa, que había caído, y que por suerte, los niños que jugaban a la pelota no habían aguantado la curiosidad de enterarse qué diablos quería decir Raymundo, permaneciendo a su lado.

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