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Colección: Paso del Norte

Editor: Dr. Ricardo Aguilar Melantzón

Editores Asociados: Dr. José Z. García Dra. María Socorro Tabuenca

Ilustración y diseño de portada: Mariela Paniagua

ISBN: 968-5353-40-9

© Derechos reservados Rosario Sanmiguel

Primera edición: Junio del 1994/ Ediciones del Azar, CONACULTA

© Derechos reservados El Colegio de la Frontera Norte Carretera Escénica Tijuana-Ensenada, km 18.5 C.P. 22709, Tijuana, B.C., México

© Derechos reservados Center for Latin American and Border Studies New Mexico State University

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~""''''''¡,{",[:iI'¡'~l/I,''''~"", "'" (ú'¡¡;"'.l~© Derechos reservados Universidad Autónoma de Ciudad Juárez Rector, Dr. Felipe Fornelli Lafón Secretario General, Quím. Héctor Reyes Leal Director General de Investigación Científica, Dr. Francisco Llera Pacheco

© Derechos reservados Ediciones y Gráficos Eón, S.A. de C.v.

La Colección Paso del Norte se publicó con el apoyo de The William and Flora Hewlett Foundation

íNDICE

CALLEJÓN SUCRE 9

UN SILENCIO MUY LARGO 13

BAJO EL PUENTE 43

LA OTRA HABITACIÓN (SEGUNDA MIRADA) 49

LAS HILANDERAS 69

PAISAJE EN VERANO 75

EL REFLEJO DE LA LUNA 87

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A la memoria de G. Yolanda Cortazar 1957-1984

El silencío es la profunda noche secreta del mundo Clarice Lispector

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BAJO EL PUENTE

FUI A BUSCAR A MARTÍN a pesar de que no le gustaba que llegara hasta el malecón, como era lunes no había gente en el restorán y cuando dieron las siete Mere me dejó salir, me quité el de­lantal, me cambié la blusa blanca por una camiseta negra que tenía un letrero del har-rock café que Martín me regaló cuando cumplí diecisiete años, y en lugar de los zapatos de tacón que tanto me cansaban me puse mis convers rojos, Martín no quería verme en el malecón porque los otros pasamojados le daban infierno con eso de que yo estaba muy buena, una vez uno le dijo que con una vieja como yo no había necesidad de remojarse tanto, él no aguantaba nada, respondió como 10 hacía cuando se sentía amenazado, a gol­pes y navajazos, si los mirones no los hubieran separado a tiempo, Martín 10 hubiera dejado como cedazo, esa fue la causa de que pa­sara en la cárcel varias semanas, con la ayuda de Mere pude hacer los trámites para sacarlo de allí, él me prestó para pagar los gastos del licenciado y cuando al fin salió libre le pedí que no volviera al puente negro, yo tenía miedo de que el otro quisiera vengarse, pero me dijo que él había llegado primero, que ése era el mejor lugar pa pasar mojados y que si el otro quería bronca mejor, así 10 des­pachaba de una vez, afortunadamente cuando Martín regresó ya no 10 encontró, ese día, el lunes, las banquetas que van del restorán al

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, malecón estaban casi vacías, sin gringos ni mojados, hacía mucho calor, la pestilencia de los charcos se mezclaba con el olor a orines que salía de las cantinas, un hombre que desde la puerta de un caba­ret invitaba a gritos a ver un espectáculo me llamó con una vocecilla empalagosa, no le hice caso, pero estaba segura que al otro día iba a estar en el restorán molestándome, ese monito me caía mal, me in­vitaba al cine, a tomar cerveza, pacá y pallá, era deveras odioso, además tenía los dientes podridos, no como Martín que los tenía tan blancos y parejitos, ¡Mónica!, me gritó, pero yo caminé más aprisa, a Martín no lo encontré y le pregunté a los otros pasamojados por él, me dijeron que acababa de cruzar, a esa hora había apenas unas cuantas personas en la orilla del río, como sin ganas de cruzar t realmente, me acomodé bajo el puente y para distraerme me puse a mirar lasnubes y los edificios de fil ciudad que tenía enfrente, eran muy Ialtos, torres de cristal de distintos colores, verde, azul, plomo, ne­gro, ...el zumbido de los carros me estaba adormeciendo ... de pronto 1 vi aparecer en el patio de trenes que está al otro lado del río, entre los vagones, a Martín y a uno de la migra, parecía que discutían, jlevantaban los brazos como si quisieran darse de golpes, el de la migra agarró a Martín de un hombro y lo sacudió, yo y todos los

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que estábamos de este lado nos quedamos muy atentos a ver qué iba a pasar, yo me asusté mucho porque sabía de lo que Martín era capaz, entonces Martín se zafó y salió por el hoyo que tiene la malla de alambre, bajó corriendo por la rampa de cemento y se metió en el agua sucia del río que le llegaba a la cintura, entonces vi que el cielo empezaba a oscurecerse, ¿qué haces aquí? me preguntó enfu­recido cuando llegó hasta donde yo estaba esperándolo, no le con­testé porque esperé a que se calmara, empezamos a caminar por el malecón entre el polvo y los escombros, Martín traía su camiseta de los bulls de chicago empapada y no se diga los shors, cuando la ropa se le oreó un poco regresamos por la calle Acacias, allí había un eterno olor a grasa refrita y las banquetas estaban llenas de mo­cosos, nos detuvimos en una esquina a comer tortas, a mí se me

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BAJO EL PUENTE

ocurrió que las de salchichón parecían boquitas abiertas con la len­gua de fuera, por el pedazo de carne que salía entre el bolillo, a Martín le cayó en gracia lo que dije, agarró una, abrió y cerró las dos partes del pan como si fuera una boca y se puso a hablar con acento gabacho, [cuidado Martín, cuidado!, mejor amigos que ene­migos ¿ok?, arrojó la torta a un charco, eran las nueve de la noche, ya no se podía comprar licor en los comercios, por eso fuimos al restorán de Mere, saqué dos coors en una bolsa de papel, camina­mos unas cuadras y nos metimos en el Hotel Sady, diez dólares por un cuarto la noche entera, pero nosotros nomás lo ocupábamos unas horas, en el camino le pedí que al siguiente día me cruzara el río porque yo nunca había ido al otro lado, Martín pidió un cuarto en el tercer piso, que era el último, con ventana a la Degollado, desde allí oíamos el ajetreo de la ciudad como un rumor lejano, contra la es­quina del hotel hay un anuncio luminoso que echa una luz rosada, y a Martín le gustaba que entrara ese resplandor al cuarto, decía que se sentía en otro lugar, que hasta él mismo se sentía como una per­sona diferente, me acuerdo que esa noche sentí su cuerpo bien bo­nito, lo abracé muy fuerte mucho tiempo, hasta que él se apartó de mí, se tomó las dos cervezas y se puso serio] le pregunté qué había ' pasado, por qué arremedaba al de la migra, me contestó que traía broncas con él por unas gentes que había cruzado, cosas de dinero, dijo así nomás y cerró los ojos, yo esperé a que se durmiera para verlo a mis anchas, grande y fuerte, me sentía feliz con él, a mí Martín me gustó desde ia primera vez que lo vi entrar al restorán con otros cholos, todos muy peinaditos, con el pelo patrás bien aga­rrado con una red, cuando les pregunté qué iban a tomar Martín respondió por ellos, luego que regresé con las cervezas me pregun­tó por mi hora de salida, más tarde me estaba esperando afuera, Martín tenía las pestañas chinas, se reía con los ojos, eso me dio confianza y me hice su chava esa misma noche, después me dijo que era pasamojados, con el tiempo, cuando nos fuimos conocien­do me di cuenta que le gustaba la yerba, eso no me gustó, él se

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burlaba de mí porque yo era muy chole, no le hacía ni a la mota ni al vino, pero así me quería, pensábamos rentar unos cuartos para vivir juntos, nomás mientras nos íbamos a Chicago, de moja­dos también nosotros como los pobres que cruzan el río nomás con la bendición de Dios, ésos que se meten a los vagones de carga a escondidas a esperar horas, a veces todo el día hasta que al fin el tren se mueve, y ellos allí metidos, ahogándose de calor y miedo, cuando Martín me preguntó si quería irme con él no le resolví, la verdad yo no quería viajar escondida en un vagón como segura­mente 10 hizo mi papá a los pocos días que llegamos aquí, mi mamá se acomodó pronto en una maquila, en cambio mi papá se quejaba de que no encontraba trabajo, hasta que llegó el día que se desespe­ró, nos dijo que se iría más al norte, era domingo cuando se levantó decidido a irse, mi mamá y yo 10 acompañamos al centro, allí quiso primero entrar a la catedral, después 10 dejamos a la orilla del río con una maletita en la mano, fue la última vez que 10 vimos, nomás de acordarme deso me puse triste, me dieron ganas de be­sarle a Martín las lagrimitas tatuadas que tenía junto alojo izquier­do, una es de la primera vez que me trampó la ley, la otra de cuando murió mi jefa, me dijo una noche que estuvimos juntos, la telaraña que tengo en la paleta izquierda es de una apuesta que le gané a un,. compa muy chingón, el que perdiera le pagaba al otro un tatuaje en el mejor tátushop del chuco, cuando abrió los ojos yo tenía tanto pen­samiento revuelto en la cabeza que volví a preguntarle por el de la migra, al principio dijo que no tenía importancia, pero le insistí mucho y acabó contándome, ese verde se llama Harris, me dijo, 10 conozco desde hace mucho tiempo, casi desde que ando en esto, empezamos a trabajar muy bien, sin broncas, pero después ya no porque me quiso pagar cualquier baba, me pidió gente para camellar en el chuco, le pasé sirvientas, jardineros, meseros y hasta un mariachi con todo y los instrumentos, eran pa su cantón y el de sus compas, me pagaba bien, si la bronca empezó cuando crucé gente

,\ pa la pizca del chile en Nuevo México, porque también los llevé

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BAJO EL PUENTE

hasta las meras labores, como era más riesgo le pedí más feria, no me quiso pagar y nos bronqueamos, además ahora anda en tratos con el güey que piqué por hocicón ¿te acuerdas? a mí nomás que me dé mi feria, terminó de hablar y me abrazó, no te asustes Moni, no es la primera vez que tengo broncas con los de la migra, nos besamos y otra vez a sentir, salimos del cuarto a tiempo pa que yo tomara el último camión que iba a la Felipe Ángeles, esa noche tardé mucho en agarrar el sueño, así me pasaba después de que me acostaba con Martín, nomás me estaba acordando del, además estaba preocupada, por fin me quedé dormida cuando decidí que ya no quería ir al otro lado, al siguiente día me colgué un collar de cuentas de colores y una bolsa de mezclilla donde metí unos panta­lones pa que Martín se cambiara los shors mojados, llevaba la in­tención de invitarlo al cine, pero apenas llegué al malecón me llevé el tamaño susto porque alcancé a verlo entre los vagones discutien­do con el mismo hombre, creí que Martín iba a sacar la navaja, pero luego de unos minutos el otro desapareció y Martín cruzó rápida­mente para el lado de acá, ¡vámonos de aquí, que soy capaz de reventarlo! me ordenó en cuanto me vio, nos encaminamos al restorán de Mere y nos tomamos una coca, Martín se tranquilizó y yo aproveché para decirle que había cambiado de planes, a él no le pareció, dijo que iríamos a como diera lugar, para Martín era un reto, me dijo que el verde le tenía miedo porque 10 había amenaza­do con ponerle dedo, además su turno de vigilancia ya había termi­nado, él estaba seguro que ya se había largado, las razones de Martín no me convencieron, estaba arrepentida de haberlo ido a buscar, 10 único que quería era desaparecer de ahí, Martín se enojó conmigo, a rastras me llevó al malecón, a empujones me subió al tubo de llanta que usaba como balsa, [no te muevas que es cosa de unos minutos!, jaló el tubo despacio para que el agua no me salpicara, serían las tres de la tarde, el sol aún estaba alto, se reflejaba en el agua turbia, bajo el puente mujeres y hombres esperaban su turno para cruzar, arriba, en el puente, otros con los dedos enganchados í

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en el alambrado miraban a todos lados, nos miraban a Martín y a mí, a pesar del miedo que llevaba me ilusionó pensar que allá nos quedaríamos el resto del día, que íbamos a caminar por las calles de una ciudad desconocida para mí, eso me entusiasmó, miré el cielo azul, la Montaña Franklin, los edificios de colores, un cartel enor­me de los cigarros camel y más abajo los vagones del tren, en ese momento escuché un disparo, ya habíamos llegado a la otra orilla, alcancé a ver que un hombre se ocultaba entre los vagones, era un hombre con el inconfundible uniforme verde, ¿qué pasa Martín? le pregunté paniqueada, ¡agáchate!, gritó al mismo tiempo que se ocul­taba tras el tubo, se oyó otro disparo, Martín se dobló, el agua oscu­ra del río lo cubrió, grité aterrada, quise bajarme del tubo, pararme o hacer algo pero el miedo no me dejó, busqué auxilio con la mira­da, ya no había ni un alma bajo el puente, tampoco arriba, por nin­gún lado, sentí que todo era lejano, 'los chiquillos que jugaban en las calles polvosas, mi casa, el restorán de Mere, el Hotel Sady, la catedral, su escalinata y los pordioseros, el último día que vi a mi padre, sentí un ardor intenso en los ojos, es el sol de agosto pensé, los cerré con fuerza y vi cuánto silencio arrastra el río.

LA OTRA HABITACIÓN

(SEGUNDA MIRADA)

DESDE LA VENTANILLA del avión miré sorprendida el color blancuzco de los médanos, como si los viera por vez primera. Sentí un estremecimiento. Además de la belleza del desierto y de la inevitable sensación de pureza que me causaba contemplarlo, al final del viaje aterrizaría en Juárez, y pese a que mi estancia sería muy breve, lo único que realmente me inquietaba era el enfrenta- ,

miento con Alicia. Las primeras noches fue difícil conciliar.el sueño. Nues­

tros cuartos se comunicaban mediante una endeble puerta que me permitía escuchar las conversaciones de Cony con el visitante. Era un hotel modesto y céntrico, cercano a la notaría, que fre­cuentábamos Adrián y yo los primeros años, mucho antes de que llegaran los hijos, escapadas necesarias para cambiar de aires, le­jos de donde fui a vivir con él, su hermana y su madre, el mismo hotel al cual años más tarde, cuando ya todo estaba perdido, vol­vería para convencerme de que aquello había muerto. Después entendería que eso no era lo importante, sino lo que se aprehendía por un segundo o medio siglo, pero que al final, sin posibilidad de escape, nos dejaba oscilando entre la memoria dolorosa y la cíni­

ca aceptación.

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LETRAS DEL SIGLO XX

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOJ,ÓCll<'AS< '11NTRI >!JI·: 11.STIllllOS l.ITl·:R/\RI< >S

Sin límites imaginariosAntología de cuentos del norte de México

prólogo, selección y notas

MIGUEL G. RODRÍGUEZ LOZANO

l INIVl.:l{Sll >Al>NACIONAi, AUTÓNOMA DE MÉXICOMI'\ 11'l1, ,),()()()

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DESPERTAR

BEGOÑA CAYÓ DORMIDA y soñó con una ciudad hermosa, lle­na de aves blancas que surcaban un cielo azul como el inmen­so mar. Soñó que había grandes palacios donde vivían reyesque cabalgaban unicornios mágicos, capaces de pintar el arcoiris con su largo cuerno.

Begoña despertó entre la oscuridad de un cuarto apestoso amierda. La puerta principal se abrió de nuevo. Su padre se acer­có otra vez desnudo a ella.

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SYLVIA AGUILAR ZÉLENY(Hermosillo, Sonora, 1973)

Con sus dos libros de relatos publicados hasta el mo­mento, Gente menuda (1999) y No son gente como uno

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(2004), Aguilar Zéleny demuestra una sensibilidad que lalleva a deambular por los caminos de la cotidianidad,la infancia, los recuerdos y la pasión por la ciudad deHermosillo. Escritos en su mayoría desde la primera per­sona y con personajes infantiles, los relatos tienen la cua­lidad de atraparnos por la soltura con que se describen lassensaciones y el universo habitado por Jos personajes.En "La casa en el centro", del primer libro (Hermosillo,Son., La voz de Sonora: pp. 27-28), la protagonista po­see el encanto para observar cómo las cosas cambian,cómo el mundo que habita se transforma. Es un cuento enel que la añoranza es inevitable.

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LA CASA EN EL CENTRO

IMAGÍNATE QUE SÓLO SE LLEVAN LA CASA ENTERA a otro lugarmenos grande, me decía mi madre cada vez que un mueble ouna caja era sacado. Recuerdo que mientras aquellos hombresgrises cargaban, sacaban y después metían al camión nuestrascosas, yo sentía que las almas de esas cosas salían de mí, deadentro, pues conforme la casa se vaciaba yo me sentía igual:más vacía a cada instante y presa de un llanto necio que se ato­raba en la garganta. Tendría yo ocho o nueve años y para mí laamplitud del mundo se resumía en esa casa, la calle frente aella, la escuela y el parque dos cuadras más adelante. Eso eratodo. Eso bastaba. Esa casa ofrecía todas las maravillas que\'I mundo de afuera aún no me ha podido enseñar con el pasodel tiempo. Rincones, pasillos, habitaciones grandes o peque­nas, balcones, portones largos que apenas podía empujar; yo(Ta capaz de caminar en esa casa con los ojos cerrados sin tro­pczar una sola vez, reconocía cada cuarto tan sólo por su olor,por su textura. No había un lugar ahí que yo no hubiera olido(, tocado y me preguntaba cuándo meterían eso en el camión,(.d('>ndeacomodarían el olor de los guayabos, de las higueras?,,,dimo arrastrarían al polvo de los muebles?

Mis abuelos vivían en esa casa desde que se casaron, ahíVil Ton nacer a sus hijos, ahí casaron a más de dos, ahí vivieronlw;ta que el final Je llegó a uno y Juego al otro; a veces tenía-

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mos la impresión de que ellos nunca se habían marchado, queseguían ahí de alguna manera: estaban presentes con sus mue­bles, con sus fotos, con las paredes que ellos mismos pintaron.La casa tenía un jardín al centro y lo demás eran ventanas, plan­tas, arcos y techos altísimos que sabíamos que nunca podría­mos alcanzar. Era una casa tibia que se fue enfriando a cadasalida de mueble, se le veía triste, con una soledad que se aso­maba por sus pisos, ¿cómo podía yo explicarle que la dejába­mos porque mis papás pensaban que el centro de la ciudad yano era un buen lugar para vivir, si ella siempre había estado y es­taría allí?, acariciarle las paredes no parecía suficiente, la está­bamos dejando y ella lo sabía.

Mi madre también caminaba nostálgica pero con el brillo enlos ojos de quien espera gustoso una nueva y gran vida. Mipadre no dejaba de hablarnos del edificio en que viviríamos, tanalto que podríamos ver la ciudad entera, ¿también la casa en elcentro?, preguntaba yo, él aseguraba que sí. Además habríaotros niños, más niños, una escuela nueva, un supermercadomuy cerquita. Sí, la buena y nueva vida finalmente se apro­ximaba.

Sin embargo mi padre se equivocó, no imaginaba que prontoa ese edificio se unirían uno, otro y otro más y que desde nues­tras ventanas tan sólo seríamos testigos de las copas de los ár­boles, de uno que otro nido, de los amplios carteles de publi­cidad de cigarros y de los muchos postes y cables de luz. En eselugar, en ese departamento, también se escribieron historiaspero no tan largas como las que se escondían en las paredesrajadas de la otra casa. Subir y bajar escaleras poco a poco dejóde ser divertido y se fue convirtiendo en la rutina que separa­ba la vida de arriba de la de abajo. El supermercado dejó de serun paraíso y la escuela, como suele suceder, fue envejeciendoconforme crecíamos sus alumnos.

Mientras abandonábamos la casa de los abuelos, y con al­gunas de sus partes acomodadas en el camión de la mudanza

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que nos seguía rumbo al departamento, me prometí que degrande compraría esa casa vieja, la desempolvaría para llenar­la de hijos, de historias y de plantas y que nunca, nunca laabandonaría.

Hoy, después de tantos años, miro cómo cae la última pa­red del lugar donde nací, donde nació mi madre, donde vivie­ron mis abuelos. Me digo que el centro ya no es un buen lugarpara vivir y la memoria ya no es un buen lugar para guardarpromesas.

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El karma de vivir al norteCarlos Velázquez

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Todos los derechos reser vados.Ning una parte de esta publicación puede ser reproducida,

transmitida o almacenada de manera alg una sin el permiso prev io del editor.

Este libro se realizó con apoyo del Estímulo a la Producción de Libros derivado del artículo transitorio Cuadragésimo seg undo del Presupuesto de Egresos de la

Federación 2012.

Con este libro el autor ganó el Premio Nacional de Testimonio Carlos Montemayor 2012.

Copyright © Carlos Velázquez, 2013

Primera edición: 2013

Fotografía de portada: Roxana Aguilar

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2013París #35-AColonia Del Carmen,Coyoacán, C.P. 04100, México, D.F.

Sexto Piso España, S. L.c/ Los Madrazo, 24, bajo A28014, Madrid, España.

www.sextopiso.com

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

FormaciónQuinta del Agua Ediciones

ISBN: 978-607-7781-53-0

Impreso en México

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ÍNDICE

I ain’t gonna work on Maggie’s farm no more 13

Ya se va tu lagunero 17

Otra noche de mierda en esta puta ciudad 27

Torreón city blues 35

A day in the life 39

Miedo y asco en el Territorio Santos Modelo 43

La Narcozona (el ex norte) 47

Todo narco 51

El karma de vivir al norte 61

La murga de los renegados 67

Torreón way of life 73

Postcard from a young man 93

Una peda en La Comarca Lagunera 97

Salir a comprar 103

Me & Mr. Jones 111

Que alguien salve a ciudad travesti de ciudad travesti 115

La civilidad del bárbaro 119

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Vi coger a un sicario 129

Los viejos duros no bailan 137

This is Torreonistán 143

Chulas fronteras 153

Wild Coahuila (breaking the law) 159

El corrido de Heisenberg 165

If you tolerate this your children will be next 173

El corrido del eterno retorno 183

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OTRA NOCHE DE MIERDA EN ESTA PUTA CIUDAD

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Torreón pasó de ser un rancho culero y violento a convertirse en un rancho culero y violento con el récord como la ciudad más calurosa del país. Nos la pelaban Mexicali y Hermosillo. Éramos el primer nivel del infierno en cuanto a temperatura. En lo que respecta a la violencia, estaba convencido de que el mal había venido a esta tierra a abrir unos cuantos negocios. Y no pensaba tomarse ningún descanso. Cuando era niño las leyendas aseguraban que el diablo se paseaba de madrugada por el Cerro de la Cruz. Seguro estaba barriéndole el territorio a los Zetas, que después se asentaron ahí.

Vivir en el centro de la ciudad se había vuelto una necia excentricidad. Me sentía Pedro Juan Gutiérrez en La Habana Vieja. La diferencia era que el cubano tenía el mar para refres-carse. Ni modo que yo me aventara un clavado en la arena. No podía decir qué calaba más. El calor o la violencia. Cuando no se presentaba uno, la otra entraba al quite. Los basucos estaban cabrones. Les pertenecía el centro. Robaban de todo. A mí me bajaron el medidor del agua. Pinches cuarenta pesos que les dieron por él. Apenas para una mísera piedra. Un día regresé de la oficina y me encontré con un charco. Me resultó bíblico para las cantidades de lluvia que caen al año en Torreón. Cuando llegué a la puerta de la casa, me percaté de que no había sido culpa de una tormenta, sino de un craquero con malilla que había arrancado el medidor.

Y me quedé sin servicio. Ni para qué me quejaba. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Aunque jodiera a un pobre pen-dejo que como yo se tenía que largar a la oficina sin rasurar. El pedo es que con esas temperaturas apestaba y sudaba desde el espíritu. Le toqué a mi vecina para preguntarle si había visto

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algo, pero como siempre, nadie sabía nada. Me resigné. Qué era un pinche craquerillo comparado con nuestros dos grandes problemas. Entre la lluvia de plomo y el golpe de calor, Kabul nos quedaba chico.

Y por más que lo intentaba, no conseguía encajar con arrestos la vida en esta mierda de ciudad. Nos convertimos en una maquiladora de muertos tan eficaz que los pordioseros no asistían más a las reuniones de aa a gorrear el café. Saltaban de funeraria en funeraria y se daban tremendos banquetes. Todos los días. Desde que había comenzado la guerra vs el narco, sólo en dos ocasiones las ejecuciones se habían in- terrumpido en la ciudad. En las redes sociales llevaban el conteo. Cuatro, cinco días sin muertes violentas. Hasta que se rompía la racha y se recrudecía la matazón. No cabía duda, el negocio más próspero en la historia de Torreón eran las funerarias.

A la noche siguiente me llevé la culeada de mi vida. Me asusté a tal grado que pensé que se me caerían los dientes. Lle-vaba tres días sin bañarme. Sin cambiarme los calzones. Harto, tomé un taxi para ir a ducharme a casa de una amiga. Y como los niños chiquitos, que hasta la mera hora avisan que desean ir al baño, a mí me entraron ganas de quitarme el cochambre antes de dormirme. Eran las doce de la noche. Se me antojaba un buen remojón para roncar profundamente. Salí de la casa y comencé a caminar. Pasé por afuera de una funeraria. Por un momento me sentí tentado a entrar, darme un atracón de ga-lletas y beberme dos cafés. Estaba metido en mi papel. Parecía un maldito vagabundo. Pero me contuve.

Subí a un taxi de la línea Vaquitas. Qué consecuente, me dije. Así olía yo. Al menos no apestaba a encobijado. Desde que estalló la guerra vs el narco, los taxis se habían convertido en actores de reparto de esta serie. Todo pasaba a través de ellos. Transportaban droga. Secuestraban. Asaltaban. Violaban. O era a ellos a quienes descuartizan, acribillan o les prendían fuego. Lo más conveniente era evitarlos. Pero a veces el karma no lo permitía.

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Existían reglas no escritas para deambular por Torreón de noche. Por ejemplo: no hablar con los taxistas. Pero la gente éramos bien pendeja. En cuanto nos poníamos nerviosos lo primero que hacíamos era abrir el hocico. En ocasiones no puedes hablar porque el chofer no te lo permite. Andan bien drogados. Y no les para la boca. Disertan sobre el narco, polí-tica y futbol. Pero cuando iban callados, resultaba sospechoso. Había que preocuparse. Y aquel cabrón no me pelaba.

Lucía el outfit de quien se acaba de fumar varias piedras. Permanecía serio. Solemne. Rumiaba la droga. Quizá maqui-nando cómo darme en la madre. Cabrones como él eran los que me habían robado el medidor. Qué no existe alguien que no fume crack en este pueblo, pensé. Y la ciudad: desolada. Repleta de historias de desaparecidos, decapitados y secues-trados. Hasta parecíamos parque temático. Comencé a arre-pentirme. Me hubiera hecho una puñeta y a dormir. Era obvio que en mi estado nadie hubiera accedido a acostarse conmigo. Pero no. Me tenía que entrar lo pulcro.

A la altura de Congalerías le hicieron la parada al taxi. Otro baboso, pensé, que lleva varios días sin bañarse. Que se chingue, me dije. Este carro va ocupado. Y aunque el conductor parecía peligroso, presentaba un mejor aspecto que yo. Era él quien de-bía desconfiar de mí. Sin embargo, el chofer comenzó a dismi-nuir la velocidad. Contemplé con horror cómo el culero se orilló y después se detuvo. En cuestión de segundos reparé en su as-pecto, en el que no me había fijado en todo el viaje. Una gorra percudida de Los Vaqueros Laguna. La camisa llena de manchas marrones. Guaraches de pata de gallo. Y unas bermudas con es-tampado de palmeras. Parecía aguador de tercera división.

Chingao, me dije, me van a levantar. Sé que por mi peso aquello sonaba bastante irónico. Hacían falta por lo menos cuatro morros para alzarme en vilo. No en vano cuando me casé los invitados habían sido renuentes a la hora de arrojarme por los aires. Pero una nueve milímetros o cualquier arma larga me haría volar. Como en los anuncios de Red Bull. Me saldrían alas. Y me depositaría a mí mismo en cualquier cajuela.

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No te pares, le dije al compa. Pero le valió madre. No te pares, no te pares, le ladré.

No me peló. Ya me cargó el payaso, pensé. Eran dos. Y aunque fuera uno. Con mi corpulencia era difícil que no ati-naran a zorrajarme un balazo. El chofer se bajó en putiza y dejó el motor encendido. Sentí deseos de ocupar el asiento del piloto y arrancar. Pero estaba paralizado. No sé cómo llegué hasta aquí, me pregunté. Yo solo quería bañarme. El chofer abrió la cajuela. Ya me cargó, me van a encobijar, pensé. Me van a ejecutar. O me van a mantener con vida para torturarme hasta que chille como cochinito. Me imaginaba todo. Recordé a Arizmendi. El mochaorejas. Me aterraba la idea de caer en las garras de uno. Tanto que amaba yo la música, para que antes de mandarme al otro patio me cortaran los audífonos.

Entonces, aguardaba yo precisamente la música. Esa me-lodía universal que se antecede a cada disparo que entra en tu cuerpo. Pero las detonaciones tardaban demasiado. Había perdido de vista al segundo hombre, al que nos hizo la parada. No venía el cosmos a envolverme. No me estaban matando. Me quedé a la espera. Pasó un minuto, luego otro. Bajé del ve- hículo y avancé hacia la cajuela. Observé al chofer que llenaba en chinga una bolsita de plástico con frituras. Se iluminaba con una lámpara de gas. Como las que usan en los carritos que ven-den tripas. Les echó un madrazo de salsa y se las entregó al otro morro, que estaba parado en la orilla de la carretera.

Las manchas en la camisa del taxista eran salsa Valentina seca.

Se trepó al carro. Lo seguí. Perdóneme, compa, me soltó. Es que con lo del puro taxi no me alcanza pa chivear. Aquel hombre humilde nunca pretendió desaparecerme. Todo era producto de mi puta paranoia. El sexto sentido que habíamos desarrollado los que vivíamos en Torreón. Me confesó que tam-bién vendía algodones de azúcar y paletas chapeteadas. Un taxi podría ser ambulancia, motel, consultorio psiquiátrico, pero jamás imaginé que pudiera fungir como abastecedor de chu-chulucos. «Lo estaciono en cualquier parte, en partidos de

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futbol llaneros, afuera de las escuelas, y saco para mis cagua-mas». A partir de ahí, ya no le paró la boca.

En adelante, el calladito era yo. Me había metido el susto de mi existencia. Háganme el chingado favor. A quién putas se le podía ocurrir vender chicharrones con salsa en pleno pe-riférico a las doce de la noche. Con el tránsito de los tráileres a ciento veinte por hora. Y lo que era peor. A quién se le anto-jaría comprarlos.

Se me quitaron las ganas de ir a bañarme. Le iba a caer a una morra a la que ocasionalmente me cogía. Lléveme a mi casa, le gruñí. Un día más en la mugre. Craqueros 1 – Yo 0. Llegué a mi domicilio con una bolsa de churros remojados. Di gracias a Malverde, al Chapo, a Piporro, por haber sobrevivido una noche más en esta puta ciudad de mierda.

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