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Cuentos compactos® Carolina Fonseca / Enrique Jaramillo Levi© Carolina Fonseca / Enrique Jaramillo Levi

© para la presente edición Indeleble editores, 201511 Avenida, 2-49 zona 15 Col. Tecún Umán. C.P. 01015. Ciudad de Guatemala.Teléfono: (502) 2369-6950Correo electrónico: [email protected]

Carolina Fonseca: [email protected] Jaramillo Levi: [email protected]

Foto de portada: ® Andrea TorselliDiseño de portada: © Indeleble editores

I..S.B.N.: 978-9929-718-01-2

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de nin-guna forma o por cualquier otro medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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Carolina Fonseca Enrique Jaramillo Levi

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Instancias de un fotograma

armando rivera*

Los relatos cortos, mini cuentos o microrrelatos exigen, como un acto contundente, el equilibrio entre las pala-bras. Cada vocablo debe tener la precisión milimétrica para que la breve historia que acontece tenga la belleza de un acto creativo. Este libro tiene -por precepto- los universos paralelos, múltiples o, incluso, contradictorios de dos voces narrativas en el ejercicio de los microrrela-tos. Por una parte, Carolina Fonseca expone treinta textos como fotogramas, pequeños destellos que cortan con el filo de la palabra; en otra versión, en el sentido amplio de la creación, Enrique Jaramillo Levi nos incita a los vericuetos, casi infinitos, de sus historias en las instancias del acontecer diario de la vida. De esa cuenta, en este ejercicio de leer, uno se sorprende de las similitudes que acaecen entre las voces de Caroli-na y Enrique; aunque distantes en ciertas formas, mu-chos de sus temas nos son comunes y la forma de per-cibir el universo -la vida en toda su intensidad- tiene un sentido que nos atrapa. Ambos, creo -sin proponérselo- indagan sobre la particular circunstancia humana de los personajes que deambulan en el límite de las emociones.

* escritor guatemalteco

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Tanto ella como él tienen esa cinta que ata la historia y uno como lector espera ese “knockout” de los buenos textos que expresaría el maestro Cortázar. Desde el momento inicial, cuando Carolina abre su propuesta literaria -en ese libro de comuniones- el per-sonaje “Rogelia” se encuentra en la tremenda encrucija-da de perder la memoria, de comprender que los recuer-dos nos construyen con el paso del tiempo, se acumulan para adquirir la sabiduría y que éstos se irán; breves pa-labras que nos causan angustia. Luego -en un giro im-presionante la autora- nos devela que, en las pequeñas acciones de una vida simple, se construye la felicidad. En un contrasentido, Enrique nos hace ligar, desde una percepción muy propia, en el ronroneo de un gato que impone su fuerza y de repente nos vemos saltando al librero para disfrutar las caricias gatunas como un ejer-cicio fantástico de la belleza. Cada uno de los treinta microrrelatos de cada autor tie-ne un ejercicio creativo contundente, como propuesta podría hacer un tratado sobre cada texto, lo cual -para los fines de este prólogo- sería superfluo, porque mi afán, como el de cualquier prologuista, es incitar al lec-tor a viajar por las diversas galaxias creativas que se nos presentan. Entonces, como un sano detalle dejo -como testimonio- estas palabras para que Usted, respetado lector, sea el cómplice de estos Cuentos compactos y que al escar-barlos ensanche su visión de los imposibles de esos per-sonajes que pululan sobre la vida misma.

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FotogramasCarolina Fonseca

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Cuentos compactos / 13

Rogelia

Una mañana de junio ella supo que perdería la memo-ria. Había notado ciertos olvidos, pero tener que mirar la loza sucia en el friegaplatos para saber si ya había comido era para alarmarse. Pasada la confusión, se en-cerró en su estudio y se dedicó a recordar. Con la ayuda de fotos, cartas y escritos, fue tejiendo su historia sor-prendida por la cantidad de detalles inútiles y de rela-ciones gratuitas registradas: la historia de una mujer autoritaria habituada a los gestos de la importancia; una historia que ahora le parecía intrascendente. A los veintiún días salió de su encierro, echó todos los ob-jetos para el recuerdo a la basura, y se dispuso a vivir desde las pausas y los silencios que fueron desarticu-lando su mundo hasta convertirla en una mujer sin pasado que redescubría con deleite el café con leche cada mañana y que se dejaba deslumbrar por el mila-gro trivial de las flores de su jardín.

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El gesto

Su padre era un hombre importante; ella lo sabía por el tamaño y la fuerza de sus manos, por los colores oscuros con que se vestía, por las veces que miraba el reloj cuando, sentados los dos en el comedor, desa-yunaban en silencio; un silencio que hacía juego con los muebles de otros tiempos y que se había instalado en la casa como una presencia necesaria. Por eso la sorprendió aquel gesto con que tomó cariñosamente su cabeza y la apretó contra sí. Esa tarde magnífica, el sol no se puso hasta muy entrada la noche, el jardín era barrido por una brisa deliciosa y ella sintió que le salían dos alas transparentes y delicadas que, des-de entonces, mantiene bien plegadas a su espalda por miedo a que se vayan a quebrar.

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El duelo

La tarde que murió el viejo campanero no hubo to-que de difuntos. Más aún: las campanas de la Iglesia de San José decidieron enmudecer. Durante meses se hizo venir a prodigiosas manos para persuadirlas de cumplir con su oficio, pero ellas se negaron a sonar; hombres diestros en repiques, clamores y en toques de variada índole fracasaron en su intento de mover-las. Desprovisto de la voz que marcaba las horas y los ri-tos, el pueblo terminó por perder la razón: confundían los días de la semana, se levantaban a deshora, se ol-vidaban de sus rezos y sus fiestas abandonando las almas y los muertos a su suerte mientras ellas, en lo alto, se encerraron en su duelo indiferentes.

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Truhán

Disfrazado de truhán, deambulaba por la calle prin-cipal una noche de carnaval. Con paso pendenciero y un tabaco en la boca aspiraba revertir, al menos por esa vez, su irremediable tendencia a ser embaucado por las mujeres. No había recorrido mucho cuando vio que se acercaba la más hermosa que se había visto en el pueblo. Sus ojos increíbles y rasgados lo miraban detrás de un antifaz. Clavado en el sitio por aquella mirada decidió no abrir la boca convencido de que el tabaco tenía un rol determinante en ese encuentro. Se envalentonó, la tomó por las caderas y empezaron a bailar cadenciosamente. Su piel era suave como las plumas. Al poco rato, convencido de su truhanería y embriagado, la agarró por el cuello e intentó besarla. Entonces ella, con una rapidez inusitada, se sacudió, se dio la vuelta y corrió sobre dos patas largas. Aton-tado por la impresión, vio alejarse un penacho de plu-mas que abriendo dos grandes alas, echó a volar.

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Cosas de barcos

A mi amigo el griego, que sí entiende.

La tarde que el viejo capitán se marchó a su tierra en-fermo y sin un peso en los bolsillos, su barco quedó amarrado e inquieto. Se cuenta que en la noche se le oyó crujir profundamente, como si quisiera zafarse las amarras quién sabe para qué. Cosas de barcos. Nadie en el puerto pudo dormir, ni esa, ni las noches que siguieron. Así de fuertes eran sus dolores y estreme-cimientos. Los nuevos dueños, ajenos del todo a estos asuntos de mar, se habían hecho de él por el cobro de deudas. La mañana que aparecieron en el puerto se quedaron mudos de sorpresa ante la imagen de su pobre garantía: “La Esperanza” había envejecido. El peso de años de duro trabajo cayó sobre él en cues-tión de horas. Estos dueños, incapaces de sentir ni de entender nada que no sirviera al brillo de sus zapatos de cuero, maldijeron al viejo y al barco; maldijeron a toda la gente descalza y curtida que miraba con ojos hundidos por el insomnio cómo sudaban dentro de sus camisas blancas de lino; maldijeron al absurdo

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mar, al olor detestable de sal y de pesca que comen-zaba a marearlos; y se fueron para no volver porque el inmenso cacharro no daba ni para pagar los gastos del desguace. Entonces la gente, conmovida, atendió a su ruego, e ignorando normas y trámites, cortó las amarras y lo dejó ir. Esa noche todos soñaron el mis-mo sueño, un sueño de barcos hundidos, ladeados en lo profundo del mar, meciendo suavemente su esque-leto; barcos que a su vez soñaban con viejos capitanes.

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La casa

Aquella casa misteriosamente tomada, no era, en modo alguno, inocente. Antigua, con los años había adquirido los vicios de la edad, volviéndose intole-rante y caprichosa. Los dos hermanos y su discreta convivencia la exasperaban. Se cansó de guardar re-cuerdos ajenos, del aseo diario, del absurdo encierro, del zumbido constante de las agujas de Irene, de su rutina conventual. Así fue como, fingiendo ruidos y voces quedas, los ahuyentó, y una vez deshabitada, se abandonó a la ruina. El que los hermanos, personas de naturaleza simple, salieran sin siquiera sospechar de ella, no es de extrañar; pero haber engañado a Cor-tázar es toda una hazaña.

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Sobre apariciones

Más acá de la colina existe un cementerio; unas cuan-tas cruces torcidas y unas lápidas sin nombre es lo que queda de él, porque son muertos de otros tiempos; muertos olvidados. Por eso yo venía tranquilo hacia mi casa aquella noche de luna en la que, como de cos-tumbre, tarareaba para sentir compañía y ahuyentar las culebras; solo que esta vez me callé de golpe para oír un gemido, un lamento de una tristeza tan honda que en lugar de hacerme correr de susto, se me metió en el cuerpo como un mal sueño. Fue cuando lo vi, era una presencia baja y jorobada como un cuervo anti-guo y tenía la mirada de los seres perdidos; de las au-ras sin memoria. Incapaz de dejarlo en ese estado, me acerqué a él, lo tomé del brazo -por decirlo de alguna manera- y lo conduje hasta mi casa con la sensación extraña de estar empujando un cuerpo de aire denso y frío. No volvió a lamentarse, pero su triste condición fue invadiéndolo todo: los pájaros volaron a otros pa-tios, los árboles botaron sus hojas, los colores empe-zaron a perderse en un gris indefinido. La vida se fue

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alejando. Ante el inminente contagio, una mañana de abril recogí unas pocas cosas, cerré la casa, corrí a la estación y compré un boleto sin retorno. Pero fue tarde. En el trayecto hacia el pueblo más leja-no mira su rostro reflejado en el vidrio y ve que tiene la palidez de una luna clara; un rostro pálido que no reconoce. Entonces trata de gritar, y oye salir de su garganta el gemido, el lamento de una tristeza hon-da...

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En otra era

La habitación es clara. Le llega el sol profusamente. La pared del fondo es un gran vidrio que dio alguna vez a un horizonte verde de selva; un refugio del que salían y entraban aves de todas clases. Pero la primavera se ha ido agotando. La tierra está seca como la piel del viejo que sobrepasó los cien años hace décadas. Desde que tiene memoria los veranos se hacen más largos hasta casi solaparse. Aun así, sigue mirando con los ojos de su infancia. Esta mañana, por ejemplo, una libélula llega y se posa en el pasamano de la terraza. Sus alas azules, sujetas por pequeñas bisagras del más fino metal, son ágiles y tenues; su trama de encaje si-mula el parpadeo que produce el viento que ya no co-rre del otro lado. En el cuerpo largo del que salen las patas en perfecto equilibrio, se esconde el asombroso mecanismo de este hermoso ejemplar creado por el hombre a imagen y semejanza de los que alguna vez fueron. El viejo acerca la cara al vidrio para admirar sus colores, más vívidos que la vida misma.

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Alba

Si en vida nadie había creído en ella, no veía por qué habrían de hacerlo después de muerta, de allí que decidió no interrumpir su rutina habitual. Luego de orar, se dedicaba a limpiar el antiguo convento: hoy los vidrios de los altos ventanales, mañana los corre-dores y pasillos, al otro día los baños... hasta que al final de la semana no quedaba un rincón que no hu-biera sido frotado por los trapos y plumeros de Alba, que habituada desde siempre a no ser vista, no notó la extrañeza que producía el movimiento inexplicable de los muebles, la sacudida de las cortinas, los ruidos de sus manos invisibles. Al poco tiempo de su muerte, su nombre corría de boca en boca y se le atribuyeron los milagros cotidianos del brillo impecable de las cosas y la aparición de los objetos perdidos. Pero ella, absorta en el polvo y en las telarañas, se mantuvo ajena a su importancia mientras atendía -sin saberlo- a ruegos y oraciones en pequeños altares.

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Fernando Solano

La novela quedó a medio hacer. A diferencia de sus obras anteriores cuyos personajes se dejaron conducir dócilmente hacia un desenlace edificante, Fernando Solano le estaba resultando difícil por su empeño en hacer discurrir la historia por derroteros oscuros. Si bien desde el inicio notó cierto hermetismo, no ima-ginó nunca que este personaje se iría cerrando a los espacios que ella diseñaba para salvarlo de la sole-dad; así, frente al amor de la buena Esther, él eligió crear a Ignacia, una mujer enferma que nunca lo amó; frente a los reencuentros que ella propició en lugares públicos con Raúl Solano (único hermano dispuesto a ayudarle), él eligió apresurar el paso o cruzar en la es-quina para no ser visto. Vencida, lo dejó una tarde gris sentado bajo un aguacero en el banco de una parada de autobús al extremo norte de la ciudad.

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Natividad

Al verla sentada en el banco de la plaza vecina con la mirada fija en su ventana, Natividad supo que moriría esa tarde. Lo había intuido cuando en días pasados cientos de arañas menudas salieron de su costurero, y cuando despertó sobresaltada por aquel canto tris-te de la pajarita a medianoche; pero la presencia de la muerte en aquel banco a pleno día era una señal definitiva que esta vez debía atender. Eran viejas co-nocidas; Natividad, no se sabe con qué medios, la ha-bía burlado un sinnúmero de veces; mas, a su edad insólita, había presenciado la incesante repetición de los ciclos y estaba cansada. Sin embargo, se tomó su tiempo. Se dio un baño largo y caliente para mitigar el frío que empezaba a sentir en los labios; se vistió lentamente, escogiendo con atención cada prenda; recorrió agradecida los rincones de aquella casona y, casi alegre, salió a su encuentro en dirección a la pla-za. Pero esta vez encontró sólo un banco vacío y el eco de una risa que se alejaba.

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Esa mujer

-Yo soy esa mujer -se dijo con asombro al verla pasar. Una mezcla de dolor y extrañeza la invadió. Nunca se había pensado así: flaca, desvalida y con esa expresión ausente en la mirada; como alguien que se sabe per-dido para siempre. Desde el banco en que descansaba siguió sus pasos; tenía puesta una falda marrón, un color que jamás llevaría, y caminaba con paso firme, como quien sabe a dónde va. Si no fuera por esa mira-da, se diría que tenía un destino cierto. De pronto co-menzó toda ella a palidecer, transparentándose a cada paso. Llegando a la esquina se esfumó, evaporada en el calor de la tarde.

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Clarissa

La tarde espléndida de un sábado de primavera, pa-seaba sentada en el autobús con mi cámara colgada al cuello; las buenas imágenes saltan como liebres. En efecto, pasados unos minutos subió una niña-mujer. Era pálida y hermosa, y estaba en esa edad en que no sabía qué hacer con su belleza. Esta aparición que de-cidí llamar Clarissa tenía la actitud de quien estrena un vestido delicado y único. Ciertamente, era un ves-tido que parecía hecho para vestirla a ella en esa tarde despejada. Su tela blanca salpicada de flores menudas se plegaba y desplegaba alegremente con cada movi-miento. Con Clarissa, la primavera irrumpió en el au-tobús y una brisa suave y perfumada flotaba sobre los asientos. El corto tiempo que estuvo entre nosotros iba mirando a través de los vidrios con tal asombro, que se diría que había recuperado la visión de los colo-res hacía minutos. De vez en cuando, se volvía hacia su linda tela y la alisaba amorosamente, como acarician-do a un gato pequeño y querido. A pocos metros de la catedral, Clarissa dio aviso al chofer, se paró, apuró el paso y bajó; y todos -el chofer y los pocos pasajeros que quedamos- suspiramos contagiados de nostalgia al verla alejarse.

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Aura

A sus años, Aura sabía que no pertenecía al grupo de mujeres inquietas que era su familia. Había hecho grandes esfuerzos para ser asimilada sin lograr estar a su altura. No era la suya una condición congénita; más bien el producto de un fuerte golpe en la cabeza que hizo volar los circuitos de su cerebro y la dejó sus-pendida en un limbo durante meses cuando era niña. Fueron necesarios el apoyo de las infatigables muje-res de su vida y el paso de los años, para rehacer los aprendizajes mínimos que le permitieran parecer nor-mal. Habituada a ocupar lugares de relleno en la vida ajena, era común verla sentada en la sala entre la visi-ta asintiendo como quien sigue con interés la conver-sación, o repartiendo el guarapo de papelón con una sonrisa. Pero ella se sabía extraña, en especial desde que había descubierto su clara afinidad con Roberto, el loro que permanecía en la inmensa jaula del patio desde hacía meses. Descubrirse en la mirada lateral y fija de Roberto y en sus respuestas vacías de sentido, le causó gran alivio. Cansada de asistir a la vida de otros, un lunes de mayo se levantó, se fue directo a la jaula, se metió dentro y se encerró en ella, feliz con su primer acto de libertad.

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Mi juventud

Yo iba tranquilo, despreocupado. Caminaba de vuelta a la casa como anda uno a esa edad cuando se es alto y desenvuelto. La tarde era espléndida y tenía un viento de frente que despejaba mi cara. No pensaba; miraba. El cielo azul, el aire fresco y mi juventud...Yo iba tran-quilo; iba feliz. Hasta que vi aquel pájaro pequeño de plumas azules y grises con un ala rota dando brinqui-tos, como un ángel caído.

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A mi paso

No hay destino, tú decides cuándo bajamos, decía mi padre cada mañana de sábado al iniciar nuestros pa-seos en autobús por Caracas. Entonces yo pegaba mi cara al vidrio de la ventana y empezaba una película muda, la misma, frente a mis ojos: árboles ausentes al bullicio, ancianos apacibles, mujeres conversando, kioscos repletos, vitrinas, letreros, edificios grises con balcones abiertos, terrazas desiertas y, entre todas las imágenes, aquella antigua puerta de madera a la sombra de un roble; cerrada, siempre cerrada; como una premonición. Por un tiempo me intrigaba. A mi paso, me erguía en el asiento con la esperanza de verla abierta; de ver a través de ella el espacio que tan celo-samente guardaba. Pero el ritual duró años, o así me lo pareció, y yo fui creciendo. Su obstinado mutismo fue obrando en mí, pacientemente. Un buen día me di cuenta de que había dejado de interrogarla. Su silen-cio me venció sin mayores aspavientos.

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Aquella tarde

Cada tarde, al volver de la escuela, me quedaba en el taller de Luisa a mirarla trabajar la arcilla, pues me-jor que jugar con mis muñecas, que saltar la cuerda con Juliana o que comer mango bajo los árboles de la plaza, era ver cómo los milagros salían de aquellas manos. Después de amasar pacientemente un peda-zo, lo centraba en el torno y al cabo de unas cuantas vueltas empezaban a surgir formas caprichosas: algu-nas estilizadas como jirafas, otras redondas y plácidas como mi abuela. Luego, yo la ayudaba a hornearlas por horas hasta que mi madre, resignada, iba por mí. La mejor tarde que recuerdo fue aquella en la que Lui-sa me dio una pequeña porción de arcilla para traba-jarla, iniciándome así en el oficio. Un jueves, mi madre recogió mi ropa y me envió a la ciudad con los tíos, para “recibir una mejor educación” según dijo. Y aquí estoy, trabajando en un Departa-mento de Contabilidad, con el milagro que mis manos menudas realizaron esa tarde memorable como único adorno de una mesa repleta de números.

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Un rostro ajeno en el espejo

No era la casona de oscuros pasillos lo que más la dis-gustaba, ni la comida mal servida en una vajilla bara-ta, ni el ser conducida de aquí para allá por una mu-jer ausente y fría como la muerte; tampoco el silencio opresivo de esa mansión poblada de presencias mu-das, incapaces de verla, ni las paredes blancas, des-nudas, como su mente; ni siquiera el saberse perdida para siempre en un punto de su historia; era el rostro ajeno y hostil que la miraba con insistencia cada ma-ñana mientras la peinaban frente al espejo.

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Matrioskas

Ellas eran muchas y hermosas, al punto que le resul-taba difícil decidir a cuál mirar durante el sermón. Un sermón salpicado de historias para mantenerlas cerca, atentas, con sus grandes ojos fijos en él. Y si bien no faltaba quien bostezara o se perdiera en pen-samientos, el resto permanecía con él fuera del tiem-po siguiendo sus palabras y sus gestos hasta el final. Luego, lentamente, las veía partir, pensativo, pregun-tándose por qué, aun en los momentos más intensos, en los momentos en que ni siquiera parpadeaban, en los instantes en que se sentía dueño de cada una, tenía la impresión de que hasta la más sincera y simple es-condía algo dentro de ella. Entonces se daba la vuelta y cerraba el portón murmurando -Ahh... ¡mujeres!

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Un cuerpo seco

Ella se fue. Como se han ido otras tantas veces. Como las muchas que se irán. A estas alturas sé que no es nada extraordinario que se vayan. Al principio no lo notan; ...les parezco atractivo, -mi modo de caminar -dicen -algo despreocupado; no hago nada por evitar-lo, entre otras razones, porque sería inútil y porque violentaría el curso normal de las cosas. Más bien, me voy dejando querer. Pero la distancia que me separa de todo y que al inicio las intriga comienza a hacer-se sentir en la forma que tengo de mirar más allá de ellas, atravesándolas sin angustia, supongo; o en mi falta de sueño; o quizás, en la temperatura uniforme de la piel, que no se altera. Así, llega una mañana, cualquier mañana, en que descubren la muerte en mis ojos y se van. Entonces vuelvo a decirme que soy yo el que tiene que irse, abandonar este cuerpo seco, olvi-dar la esperanza absurda de sentir algo: una caricia; el calor de un cuerpo cercano, tibio; una ráfaga de viento al menos.

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Días más felices

No se reconocieron muchos años después cuando se cruzaron en un café del centro. Ella se abría paso en-tre la gente para ser atendida. Él intentaba descifrar las proporciones exactas con que hacían un excelente “macchiato”. Durante los segundos en que se mira-ron, él olvidó los secretos del mejor café del mundo; en su lugar, sintió un ligero vacío en el pecho parecido a la nostalgia; ella tuvo tan solo un destello de días remotos, más felices. Pero a la voz de ¡quién sigue! el bullicio se cerró sobre ellos. Él tomó en sus manos el vasito humeante y salió a la calle sin comprender muy bien por qué el café no tenía el mismo aroma, la tarde se había nublado y lo invadía la extraña sensación de haber perdido algo irremediablemente.

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Gabriela

Si bien era un pueblo olvidado y pobre, un pueblo de una sola plaza con bancos roídos, un pueblo más entre los muchos pueblos miserables de esta tierra, Tácata tenía a Gabriela, muchacha exuberante y perfumada que canturreando se paseaba a media tarde rumbo al río. Su olor a selva virgen impregnó de sueños inquie-tantes la siesta de muchos, y a eso de las cuatro, todos -mujeres y niños incluidos- rondaban sin saberlo la esquina sur de la plaza anticipando el paso de su cuer-po húmedo, de sus ojos verdes, de su melena de brillos rojizos llena de flores menudas, fascinados por esa vi-sión que los dejaba contentos y festivos. Por eso, el día que Gabriela se fugó con un forastero para no volver jamás, la gente notó el polvo que se había depositado a lo largo de los años, el deterioro de sus techos y go-teras, lo demacrados que estaban, y se encerró en un silencio triste que aún perdura.

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El mismo sueño

Al cabo de dos años soñando el mismo sueño, un sueño banal en el que era interrumpido en su lectura por un hombre que lo molestaba con comentarios sin impor-tancia, Aurelio había agotado los recursos razonables para cambiar la suerte de sus noches, recursos que ha-bían llegado al extremo de reubicar su sitio de lectura en lugares impropios o de disimular su apariencia con ropas y postizos. Vencido por este individuo que pare-cía no tener otro oficio que importunarlo, decidió de mala gana limitar sus ratos de lectura a la vigilia.

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La tela de Penélope

El haber sido delatada por una esclava infiel no fue lo que llevó a Penélope a terminar aquel sudario; fue el horror que le produjo comprender que al deshacer en la noche la labor del día, había dado con una de las fórmulas para burlar el tiempo, el cual, por leyes mis-teriosas, seguía la misma suerte de la tela. No era entonces el capricho de los dioses lo que le im-pedía a Ulises avanzar; eran las manos de su amada tejiendo y destejiendo eternamente.

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Yo y Borges

Hace muchos años, paseando por una calle de Buenos Aires, cualquier calle, me pareció ver a Borges senta-do en un banco con el bastón entre las manos; como aguardando. Entonces yo, que era un muchacho pá-lido cargado de libros, una libreta y una pluma, me quedé pasmado sin saber qué hacer; presintiendo que si me acercaba para decirle siquiera una frase sin im-portancia se me trabaría la lengua sin remedio; mudo frente a un ciego: una imagen exasperante. Y pasma-do seguí una eternidad, observándolo, sin dejar de preguntarme qué clase de figuraciones míticas y con-jeturas extraordinarias ocurrían en su dimensión de sombras, hasta que al fin, como para librarme de ese trance, alguien cercano lo tomó del brazo y se alejaron caminando mientras el anciano dibujaba formas en el aire con su bastón; formas que yo era incapaz de ver.

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Cosas de la edad

Un hombre camina hacia una mujer por la acera. Con el arco tenso y la flecha en su sitio, Cupido aguarda detrás del arbusto el instante único en que sus corazo-nes se solapen. Pero su pulso ya no es el mismo. Dis-para, y la flecha va a dar al tronco de un cerezo, que en cuestión de horas, cubrirá con sus flores la avenida en pleno invierno.

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Cada mañana

Sus manos blancas son lo único ágil que queda en ese cuerpo vencido. Y es bueno que así sea, porque de otro modo no podría preparar el té.Cada mañana, va al encuentro de una pequeña tete-ra de porcelana que hace juego con una taza blanca, como sus manos. Cada mañana, toma la tetera amorosamente, quita su tapa y deja escapar el aroma de muchas mañanas an-teriores, más vivas...Dentro de la tetera pone las hojas de té y la llena lue-go, poco a poco, con agua caliente.Pacientemente, como quien viste a una novia, toma una bandeja redonda, la cubre con un pañuelo borda-do y coloca sobre ella la tetera y su taza.Y cada mañana, camina con paso lento hasta una ven-tana, pone la bandeja sobre una mesita y se sienta. Encantada con los ruidos de su vajilla, sirve un té hu-meante y, con la taza en sus manos, descansa. Ella, su tetera y su taza frente a una ventana. Entonces, ya no es una, son tres viendo la vida pasar.

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Mariana

Su partida no fue un hecho rápido, contundente; hu-biera sido todo más fácil. Ocurrió más bien como un lento distanciamiento; como alguien que se va alejan-do hasta desdibujarse y desaparecer.Las primeras señales fueron cambios sutiles: el tono de su piel, por ejemplo, que comenzó a apagarse; o una extraña forma de fijar su mirada en lugares sin importancia. Con los días se volvió ligera, casi ingrá-vida, y sus silencios se prolongaron por horas. Podría decirse que fue creando el vacío antes de irse o que es-taba ensayando la muerte. Toda ella se fue atenuando.Una tarde triste de abril, me miraron sus grandes ojos -que eran lo único cierto que quedaba en su cuerpo translúcido- y desapareció sin dejar rastro; tan solo un olor suave que desde entonces me sigue a todas partes.

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Un nuevo oficio

Esteban era un fiel devoto, o al menos así lo creía des-de que había descubierto lo bien que le sentaban la fresca penumbra y el silencio de la iglesia próxima. Entonces se dejó crecer una hermosa barba blanca a imagen y semejanza del santo del vitral, y sin nada mejor que hacer, se dispuso a aprender el oficio por su propia cuenta. Todas las tardes asistió a misa con tal atención que a los pocos meses la sabía de memo-ria y atendía diligentemente al servicio del altar. Pasó buena parte de sus años de solterón jubilado orando en los altares menores, vistiendo y desvistiendo san-tos, limpiando reliquias, y su porte adquirió un aura de autoridad indiscutible, al punto que los fieles lo lla-maban “padre Esteban”. De ahí que nadie supo en qué momento comenzó a administrar los sacramentos con absoluta naturalidad apoyado por el nuevo e ingenuo cura que nunca cuestionó su magisterio.

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Del otro lado

Del otro lado de la pared hay una pareja teniendo sexo. De este lado estás sola. Al principio no entiendes, no sabes a qué atribuir ese jadeo que oyes. No entiendes o no quieres entender. Entender podría inquietarte y te gusta tener el control. Pero entiendes. O terminas por admitir que hace rato habías entendido. Admites además que hay algo en ese jadeo que te produce una sensación agradable. Pero la ignoras. Porque no es correcto, te dices. Y culpas a los dueños del hotel por no invertir lo suficiente en la construcción de paredes sólidas. Te culpas a ti misma por no elegir algo mejor para ese viaje de trabajo. Te recuerdas que tienes que estar levantada muy temprano y que es tarde. Volteas hacia el otro lado de la pared y te dispones a dormir. Pero el jadeo persiste. A veces parece detenerse. Y de-tienes a la vez tu respiración y tu pensamiento buscan-do detrás del silencio. Y esperas, ansiosa. Entonces te sorprendes en esa espera y te disgustas. Te paras al baño para olvidar. Caminas unos pocos pasos y te en-cierras. Pero el jadeo te persigue dentro de tu cabeza. Lavas tu cara. Como si el agua pudiera borrar ciertas

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imágenes de otros tiempos. Miras tu cuerpo en el es-pejo; lo que ves no te disgusta. Estoy sola, te dices. Y apartando de una vez las voces que te retienen, te des-nudas y vuelves a la cama. Te quedas quieta, atenta a la pared que está muy cerca, tanto, que se puede tocar.

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InstanciasEnrique Jaramillo Levi

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Ronroneo

No le gustaba ese ronroneo impertinente del animal ahí cerca, trepado en la repisa junto a sus libros, su in-sistente indolencia, esa pasividad agresivamente inci-siva. No le gustaba. Sin embargo, no entendía por qué se sentía obtusamente fascinada, absorta, incapaz de meterse en su trabajo de una buena vez y terminar de cotejar semejanzas y diferencias en las citas de ambos textos asignados cumpliendo con la maldita tarea. Por un rato pudo al fin concentrarse, avanzar un poco, no más de diez minutos, pero la presencia del felino volvió a distraerla, esta vez porque había subido de tono, su enigmática cadencia. Ahora se tornaba den-so, sincopado, como un mantra. La miraba, no dejaba de mirarla como si quisiera entrar en su cabeza, en su alma misma, literalmente engatuzándosela. Com-prendió que se trataba de un macho cuando lo vio cambiar de posición, ladearse incómodo, erguido. Se estremeció toda.Un rato después, sin pensarlo dos veces dio un ágil salto y desbaratando el precario equilibrio de tres li-bros estuvo junto a él, lamiéndolo, ronroneándole su deseo.

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Un sueño y otro y el mejor

Cientos de caballos salidos quién sabe de dónde ro-deándola. Enardecidos, relinchando todos juntos como un trueno que se extiende. Cerrando -poco a poco- el círculo, descomunalmente erectos y dispu-tándose la urgencia de montarla. El más brioso ya casi encima y entrando, si no es porque despiertas súbita-mente y entiendes que eres la yegua de siempre que yace plácida en el corral junto a su macho que percibe tu ansiedad; ni tardo ni perezoso se incorpora para apremiarte con sus cascos a dejarte hacer lo natural en esta hora; en efecto, por detrás te está montando, zampándote su enorme verga en menos de lo que can-ta un gallo. Es cuando gimiendo y babeando la viu-da Consuelo abre los ojos lamentando estar de vuelta del doble sueño y, en ese momento, ve que se le viene encima esta otra enormidad a cuyo dueño no conoce mientras vagamente supone que se metió a su cuarto por la ventana que por el calor dejó abierta. Si nor-malmente rechazaría aterrada tamaña agresión, aho-ra –toda humedad y taquicardia– abriéndose a lo que sea se deja penetrar mientras finge seguir soñando.

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Escena con picaflor

Lo veo posarse en el alambre de la luz, muy cerca de la ventana. Bate sus alitas velozmente por unos segun-dos, como sacudiéndose un viejo cansancio y luego se aquieta. ¡Un picaflor! Hacía años que no veía uno. Pero es diferente, especial. Muy pequeñito y colorido. Yo miraba el atardecer desde el estudio cuando llegó. Inquieto, movía la cabecita a un lado, al otro, sin darle tregua a sus alas. Miró hacia delante, entonces me vio. Se me quedó mirando o al menos eso creo. También yo lo miraba, lo miro. Podría decirse que poco des-pués lo miraba mirarme mirándome mirarlo, pasaban los segundos y no se rompía el hechizo. Porque eso era, una suerte de hechizo que duraba en el tiempo. Continúo con mi vista en su diminuto ser y siento la suya en mí.Lo veo rascarse la barba, empezar a parpadear sin de-jar de mirarme. Antes lo vi sonreír y eso me agradó. Se le había iluminado el rostro. También yo le sonreía pero no sé si lo notaba. Me gusta verlo mirándome. Sabe que nos miramos. Lo veo llevarse de pronto la mano al pecho, crispar el rostro, ladearse, torpemente

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caer. No lo veo más. Siento un golpe de pánico, como cuando volando me pega una súbita corriente de aire que me desvía del camino y tardo en reponerme. Aho-ra también demoro en reponerme. No hay golpe de aire que me afecte pero me siento fatal. Quiero volar hacia donde él estaba, ver qué le pasa, tratar de au-xiliarlo. Si sigue caído, picotearle un poco la cabeza y el cuello hasta que se recupere. Hasta que vuelva a levantarse, me mire y sonría. Lo intento, trato de cru-zar, pero me estrello contra el cristal, me duele terri-ble el impacto, no puedo batir mis alas, paralizado en el aire empiezo a sangrar, caigo…

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El niño

El niño que fuiste supo -en aquel momento- el hom-bre triste que serías. Nada lo había preparado para esa experiencia, pero al reconocerla en la opacidad de su aura en el espejo, el chiquillo de solo ocho años dio un paso hacia delante, entró en ella y se dejó envolver por su tenue fulgor. Después ese niño habría de ser un ado-lescente díscolo y rebelde, luego un hombre sin carre-ra ni trabajo en permanente conflicto consigo mismo. Pero a la larga se encontró y, nutriéndose de lo mejor de sí, pudo enfrentar con entereza su futuro: este que ahora es presente y te trajo hasta Marissa. Han sido años de dicha a su lado, ella le dio un sentido a tu vida. También tú, lo sé muy bien, has sido feliz conmigo, musitas frente a su cuerpo expuesto. ¿Por qué te has marchado, entonces? ¿Por qué me dejas?, preguntas sollozando. El féretro en que reposa tu amada se man-tiene impasible mientras te invade el silencio y tú te encierras por siempre en el niño huraño y distante. Las horas se vuelven días que se tornan prontamen-te semanas, luego meses que con rapidez asombrosa se convierten en años. Pero tú envejeces a contrapelo

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del tiempo porque el anquilosamiento es un proceso lento como el torpe flujo de recuerdos que cada vez llegan menos a tu mente. No eres capaz de percibir la paradoja ni tampoco te importaría entenderla. Solo el niño que eras aparece de cuando en cuando corre-teando gallinas en el patio, desplazándose por la sala de la casa en su triciclo rojo o soltándole el lazo en la cabeza a las niñas que a ratos visualizas jugando al escondido en las tardes lluviosas de los cumpleaños de tu infancia. Cuando en el asilo te bañan y visten muy temprano, te preguntan si quieres salir a caminar al jardín en esa mañana soleada, respondes que si no se dan cuenta que ya es de noche y tienes sueño. En algún momento decides que es hora de irte a la escue-la pero los barandales a los lados te impiden bajarte y entonces otra vez haces un soberano berrinche y te orinas en la cuna.

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Los zapatos

Se deja llevar. EI ruido de las olas disminuye. La luna ha desaparecido. En la costa, detrás de rocas oscuras, la tienda de campaña se ha fundido con la noche in-mensa y sin contornos. Es como si no estuviera, como si el que camina hacia el lugar donde antes estaba ilu-minado, tampoco existiera. Entonces, ¿hacia dónde se dirige? ¿Y quién es el que se desplaza lentamente pi-sando una arena que ya no sienten los pies? Alguien, evidentemente, piensa esto. Las dudas no surgen de la nada. A menos que el vado esté secretamente ani-mado y sea capaz de percibir hasta qué punto el si-lencio se ha ido convirtiendo en una inconmensurable oscuridad en todos los rincones. Ha llegado. Donde había estado la tienda de campaña encuentra un par de zapatos. Los levanta. Les da vuelta. Un polvillo blanco cae sobre la arena oscura y forma una estrella quebrada a sus pies. En el momento en que reconoce como suyos los zapatos, se da cuenta de que está des-calzo. Solo ahora siente la tibieza de la arena, la asfi-xia de esa noche sin referencias. Existe entonces, pero está solo. Le ha quedado en las manos la sensación

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del peso que tuvieron hace un instante los zapatos, los que ahora tiene puestos. No recuerda haberse despo-jado de sus ropas y, sin embargo, allí están, a sus pies. Vuelve a oírse el rumor de olas. La tienda de campaña está a sus espaldas cuando deja de buscar el mar con la vista. La luna que arranca un brillo pálido a su piel tendida sobre la arena, junto a la ropa, no esparce luz sobre el esqueleto que continúa de pie, desorientado, con los zapatos puestos.

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Oscilaciones

Tiene mucha hambre. El vacío que muerde sus entra-ñas le obliga a encorvarse. Comienza a sentir frío. Es incapaz de controlar los estremecimientos de su cuer-po a medida que baja la temperatura. Para protegerse del frío adopta la posición fetal. Se dice muchas ve-ces que el calor es insoportable y que ha comido de-masiado. Fue tal la hartazón que ahora le distiende el vientre, que asume nuevamente la postura vertical tratando de acomodar su nueva molestia. No soporta el fogaje que arranca gruesas gotas de sudor a la piel enrojecida y lanza sus ropas al suelo. Pero las álgidas corrientes que llegan de improviso, se le incrustan en la médula de los huesos y le obligan a doblarse una vez más hasta quedar hecho una bola compacta y tem-blorosa. Entonces, vuelve a trastornarlo el hambre. Primero se muerde los dedos de una mano y se los traga uno a uno. Luego devora la otra mano. Siguen brazos, pies, haciendo abstracción del dolor hasta que este se convierte en fruición desmedida. Ahíto de car-ne, siente un calor salvaje que recorre sus venas como infinidad de agujas. A dentelladas abre grietas en la

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piel restante, tratando de refrescarse al contacto del aire. Entra un frío que convierte la sangre en témpa-nos más duros que los huesos.

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El beso

-¡Dame un beso!, -musitó ella.Acercó entonces sus labios rojos a los otros. Buscó la simetría perfecta hasta estar exactamente sobre los que, idénticos, se le ofrecían sugerentes.Los fue abriendo, pero la lengua tropezó de pronto con la dura superficie del espejo en que, temblando y pálida, se reflejaba de cuerpo entero su anhelante, terriblemente solitaria desnudez.

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El ruido

El ruido era cada vez más insoportable. Hacía quince minutos que, súbitamente, irrumpió en la atmósfera apacible del pueblo destemplando los ánimos y, poco a poco, crispando la esforzada resistencia de los ner-vios. Era inútil fingir que no existía, que todos eran presa de la misma alucinación auditiva. Tal vez porque fue-ron incapaces de identificarlo, lo habían ido asumien-do como algo oscuro y persistente que debían sopor-tar y vencer. Pero todo tiene un límite. Lo supieron cuando la ex-plosión los instaló de golpe en el espanto y los conde-nó poco después al silencio eterno.

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Entrega

Se deleita hasta lo indecible cuando primero se imagi-na y luego -en verdad- siente que él besa tiernamente sus senos, uno por uno, para proceder a lamérselos sin prisa, después se los está chupando con creciente excitación. Ella, tan tensa hasta ahora, tan ajena a los hombres, a sus siempre descarados avances, percibe cómo le hormiguea el cuerpo desde la base del cerebro hasta las sinuosidades del pubis y en seguida hasta la planta de los pies. Esto es tan inquietante, piensa, que empiezo a adorar lo que me hace a medida que su lengua desciende como una deliciosa viborita por mi vientre. En seguida me voy humedeciendo, aflo-jando, recostándome solícita hacia atrás. No sé en qué momento abro las piernas para recibirlo, para que él decidido se aposente, empiece a moverse con crecien-te frenesí como una impetuosa máquina de guerra, agradecida lo idolatro, gimiendo. Es la primera vez que ella se entrega así al placer, que se deja ir sin fre-nos ni medida, disfrutando cada segundo. ¡Además, con un completo desconocido! No se arrepiente. ¡Es una experiencia maravillosa! Tanto, que al final aúlla

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retorciéndose toda como presa de un ataque epilépti-co bajo la violenta acometida de esos dedos eléctricos que ya no reconoce como propios, perdida como está en las febriles invenciones de su imaginación.

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Focas

Había que hacer algo y pronto. La situación, franca-mente insostenible, se deterioraba por momentos. Pero todo el mundo pasmado y yo dándole labia en mi soledad al pensamiento, atado de pies y manos, un sucio pañuelo hecho bola metido en la boca, era un estado de cosas que nada mágico sugería. Entonces, piensa que piensa, decidí encomendarme a los viejos poderes de la ficción. Esos que conocía tan bien y que en otras circunstancias me sirvieron. Empecé a escri-bir mentalmente otra secuencia vertiginosa, que de alguna forma, por distancia y contraste, evitase que la bomba explotara. Lo primero, por supuesto, era en-cerrarme lo suficiente en la atmósfera del relato como para que su halo de realidad fuera capaz de borrar de mi conciencia lo que sucedía a mi alrededor. Logré es-tar en la remota Alaska rodeado de focas, muerto de frío, a punto de entrar a un diminuto iglú coyuntu-ral que -a duras penas- me contendría. Pero no había otro, cosas de la ficción. Entré en cuclillas, con gran dificultad, pero no pude darme vuelta ni enderezarme ni volver a salir. Atorado, aún sentía el frío tenaz per-

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meando mis nalgas. Ya no supe qué hacer. Y -de pron-to- todo fue calor infernal y atroz despedazamiento al volar hecho trizas por los aires con todo y focas.

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Intercambio

Nadie le prestaba la menor atención, era algo eviden-te. Al menos para mí, que sí tenía buen rato obser-vándolo comportarse como un perfecto idiota ante la indiferencia de los transeúntes. La verdad es que me daba un poco de pena verlo así, tan ignorado, tan solo e inútilmente ridículo. Hasta que me vio mirándolo muy serio pero interesado. Entonces, dejó de pronto de gesticular, de hablarse, de reír a carcajadas cada cinco minutos como si sus resortes interiores estuvie-ran en sincronía con una secreta y enigmática señal. Fue cuando perdí la compostura. Porque, intercam-biando actitudes sin el menor aviso, me solté a reír como un loco con el ritmo y frecuencia que su risa ha-bía tenido. Me contempló con lástima, como nunca lo había hecho y, en un descuido, se marchó sin mí, tran-quilo ahora, sin duda aliviado, feliz. Uno no se libera todos los días de su necia sombra.

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Agua de mar

El sueño se va apoderando de él, al poco rato camina por una playa familiar, de arena muy blanca, las olas lamen sus pies. Luego, le llegan a las rodillas. Cuando las siento rodeándole la cintura tengo la impresión de estar ceñido por los brazos tibios de mi amada. Quie-ro conservar esa ilusión, me entrego a la suave calma que propician mis ojos cerrados. De pronto se ahoga. Abrimos los ojos creyendo despertar de la pesadilla. Pero el agua entra ya violentamente en sus pulmones y en seguida no sé más.

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Borroso

Casi ya no ve, la vista se le fue empañando desde hacía como una hora hasta llegar a este punto sin retorno. Ignoraba la causa y estaba asustado, muy asustado. Todo estaba borroso, movido pero fijo, terriblemen-te fijo como en una película muy vieja o defectuosa que de pronto se hubiera paralizado. Aunque no tenía una visión 20-20, toda la vida había visto bien, bas-tante bien, sin necesidad de usar lentes. Y ahora, de repente, esto. ¿Y si avanza y ya no veo más? Homero y Borges supieron convivir con su ceguera pero yo no podría. Leo y escribo con mis ojos, gracias a ellos, no sabría trabajar de otra forma, no quisiera verme obli-gado a otra vez aprender, ni a depender de alguien. Entonces, tratando de zafarse del absurdo, parpadeó dos, tres veces y volvió a ver bien. Pero ahora todo era visión externa, la forma clarísima de las cosas. Sus perfectos detalles. Solo él -su cuerpo, su mente mis-ma- no existía ya.

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El otro frío

Llegó un momento en que no quiso permanecer por más tiempo de pie en la terraza contemplando el vacío avasallador del horizonte y se metió a la casa cerrando tras de sí la puerta. Hacía demasiado frío allá afuera, además nada había que ver. Pero él sabe muy bien que lo que más le congela el alma es ese otro frío atroz, la huida sin retorno de ella, esa que -desde días atrás- le nubla la razón, le avanza milimétricamente por la san-gre empezando a destemplarlo. En un instante sabe también que ya no quiere luchar más. Dejándose caer en la vieja poltrona oscura de la sala, cuando cierra los ojos siente atravesar los cristales de las ventanas, ese blanco, blanco, blanquísimo de la nieve externa, la extrema nieve hostil que, tomándose su tiempo, primero repta y después se precipita sin piedad como un imparable torrente de hielo licuado sobre la frágil estructura de su ser silenciándolo para siempre.

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Sin mayor preámbulo

Primero me dijo que no, que cómo se me ocurría, que si estaba loco, que qué carajos me pasaba. Después, cuando yo llevaba rato insistiendo, me dijo que tal vez, pero que lo pensara bien, que midiera las conse-cuencias, que nunca se le hubiera ocurrido que yo. Fi-nalmente, poco antes de que me cansara de necearle y casi me fuera con mi música a otra parte, respon-dió que bueno, por qué no, pero que solo un ratito y con discreción, que nadie se diera cuenta, no fueran a pensar, para al final terminar preguntándome con un temblor súbito en la voz y salida de madre la ardiente mirada queriendo enfocarse quién sabe en qué sitio de mi cuerpo, que cuándo y dónde. Por diosito santo que solo le faltó querer saber cómo, pero ya no fue necesaria la pregunta y mucho menos la respuesta porque ahí mismo, sin mayor preámbulo, ¡ay papi!, nos enfrascamos en un desenfrenado mano-seo que poco después, arrodillados, nos despoja, ¡ay mami!, de nuestras ropas y, ¡qué rico!, sin importarnos estar en un lugar público, muy pronto -¡así, así, qué rico, rico, rico!- aquello nos pone a jadear mientras,

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trabados, como anguilas nos retorcemos febrilmente anillados uno al otro, enardecidos sobre la suave hu-medad del pasto, por suerte solitario a esa hora, todo gemidos y aullidos en un solo concierto enrevesado.

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Lección

Tras armar en retrospectiva, pieza a pieza, con la pa-ciencia fría de un monje trapense, el complejo rompe-cabezas de su larga vida, el próspero empresario logró finalmente comprenderla en su conjunto, se arrepin-tió de buena parte de la frivolidad de lo vivido y puso manos a la obra. Fue desarmando luego -como mejor pudo- lo experimentado, pero eso tampoco lo hizo fe-liz, porque comprendió que en realidad no se puede desandar impunemente lo hecho. Por lo que trató de disfrutar entonces sin pausa memorable, a la mayor velocidad posible, un ensamble impecable -sociales, eróticas, religiosas, filantrópicas y de viajes- de pro-fundas vivencias nuevas sin fin. Esto, sin darse cuen-ta, condujo a su muerte súbita. Y es que la tensión “in crescendo”, como si en ello se le fuera la vida, no im-porta con qué fines o pretextos, no es nunca buena consejera y a menudo el corazón más recio o más no-ble, como en este caso, lo resiente. No todo el tiempo la vida es sabia o acaso lo sea demasiado.

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Presos

Me devolvió lo que sin sonrojo alguno le pedía. Sin temor, sin pudor, muy segura de sí. Complacida me lo devolvió. Fue el comienzo. Para mi sorpresa, no hubo final. Solo ese gesto permanente haciéndose. Lo mismo y lo mismo y lo mismo. Sin tiempo ni medida. Ahí, estáticos. Por completo petrificados. Hasta la in-sinuación del hartazgo o de algo diferente. Pero nada. Y aquí estamos, idénticos a la primera vez, a nosotros mismos, siglos más tarde. Contemplándonos. Irreme-diablemente. Dentro y fuera del espejo. Tú allá y yo acá, unidos. Una misma realidad. Sonriéndonos como perfectos idiotas. Por siempre y siempre. Presos.

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Mariposa

Incrédulo la vi emerger de pronto y salir volando del vaso de leche tibia que me había servido, poco antes de llevármelo a los labios, sediento como estaba. No sé qué hacía ahí metida, protegida por esa envoltura de espeso líquido blanco. No tuve conciencia de ella has-ta que convertida en algo similar a una mariposa, sin serlo porque tenía formas femeninas, se elevó frente a mis ojos, sin prisa, ofreciéndome el singular espec-táculo de su vuelo. Su semblanza de hembra pequeñí-sima, sugerente -juro que no era la Campanita de mi lejana niñez, ésta era morena-, en seguida se posó de pie sobre el brazo de mi lámpara de noche y me miró risueña. Creo que no podía hablar, tampoco lo inten-taba, pero las minúsculas alas transparentes que yo había visto distenderse flexibles en el aire reposaban ahora a sus costados y el resto de ella, hermosa, estaba completamente desnuda y me miraba. Por supuesto, yo temía despertar en cualquier momento, porque es poco lo que suelen durar los sueños raros, pero ella seguía ahí, contemplándome, como arrobada y yo no

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despertaba. Ni quería hacerlo, porque, como es natu-ral en estos casos, terminé convenciéndome de que no soñaba, de que todo era tan real como mis ganas de tomarla entre mis manos con ternura y besarla. No pude creer lo que veía cuando se fue sentando sobre aquella extensión metálica de la lámpara, entreabrió lentamente las piernas y sin mover brazos ni ojos me mostró la diminuta hendidura, oscura de su sexo. En-tonces tuve una peregrina idea, algo tan extraño como la escena en la que estaba inmerso: abrí la boca, mi propia hendidura, y ella comprendió y decidida voló hacia mí hecha un dardo de gracia. La sentí entrar -no sin antes cerrar sus alas-, empezar a besarme con dul-zura las encías, el paladar, la lengua toda, lamer mis dientes. Sentí su respiración haciéndome cosquillas, excitándome. Y sin poderlo evitar, haciéndola mía me la tragué.

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Sin que a nadie le importe

Tambaleándose, el anciano abre grande la boca, mue-ve los brazos desesperado como tratando de no aho-garse, pero está en tierra, seguro. Un poco borracho, pero seguro. Después de un momento, se calma. Mira a su alrededor, acaso apenado. Su gesto recogido -en-tornados los ojos, algo así como una plegaria en los arrugados labios- es el de pedir disculpas; fue un pál-pito lo que tuve, a veces me pasa, parecía musitar, de pronto creo que me llega la hora, que desde algún si-tio oscuro al que no quiero ir me llaman. Eso parecía decir, pero nada dice. Nunca supo que el único que lo observaba era yo tendido aquí cerca en un charco de sangre; pero yo sí yéndome, sin que nadie me llame, sin que a nadie le importe de dónde vino el maldito disparo que certero acechaba mi paso al salir de su casa, la del anciano. Quién lo manda a vivir con una mujer tan joven, tan fogosa. Si el viejo regresa apenas ahora de una de sus juergas sabatinas, no entiendo entonces quién carajos me mata, no quiero entender.

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En el río de un sueño

Había un río, yo me bañaba en él, cosa que nunca hago. Estaba desnudo. Un pez empezó a circunvalar-me las piernas. Se me iba acercando, eso me excitó. De repente su boca me chupaba el pene. Me dejé sor-ber. Lo atrapé después por la cabeza y lo saqué del agua. Tenía, diminuta, tu cabeza, pero seguía siendo pez. Después encontré a dos hijos nuestros jugando en la orilla y tú los cuidabas. Al final los amamantaste, uno en cada teta. Al terminar, los pusiste en el agua y se fueron nadando para no volver. Y yo miraba, triste. Me desperté llorando. Pero también eso era parte del sueño. Y cuando realmente estuve lúcido a la mañana siguiente, supe que los niños eran reales, nuestros, y se habían ido para siempre. Como nuestro amor de antes. Pero al mismo tiempo entendí que el amor de ahora era el verdadero. Lo supe porque estabas en la cama, a mi lado y, muy sonreída, me mirabas. Ahora con cara de pez y cuerpo de mujer divina.

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Ni una palabra más

Le dije que no pensaba enamorarme otra vez, menos a estas alturas de mi vida. Que no se hiciera ilusiones. Se lo dije en serio, muy en serio. Lo nuestro era ape-nas una aventura. Conveniente, sí; fugaz, desechable. De hecho, me pasé los tres años de nuestra relación repitiéndoselo cada tanto tiempo, no fuera a pensar que mi intención vacilaba. Pero esta no solo vaciló sino que -día a día- se tornaba más y más obsesiva la fuerza de mi amor. Hasta que no aguantó tanta in-sistencia -expresada día y noche mediante cataratas interminables de palabras primero, con hechos inusi-tados después-, y terminó marchándose sin despedir-se siquiera, sin mirar atrás. Lo hizo tan radicalmente que se llevó no solo la totalidad de sus cosas -vivimos juntos unos meses- sino además mi férrea memoria de su nombre; las innumerables fotos que le había ido tomando; la intensidad de su olor impregnado en sá-banas y ropas de ambos dejadas a propósito sin lavar; su sombra misma de hombre bello que, a falta de su ser, yo idolatraba a menudo en su ausencia; todos y cada uno de los recuerdos que guardaba de su per-

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sona en esa época mi obtuso cerebro. En fin, con el tiempo, pese a mi empeño, no quedó de su paso por mi vida huella alguna. No sé cómo lo hizo, pero lo lo-gró. Al grado de que lo único que puedo decir hoy de su existencia es lo que aquí cuento de forma escueta, sin ninguna substancia. Lo que no sé contar de otra manera. Como si hubiera cohabitado con el fantasma de un fantasma, y no con él. Ni una palabra más.

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El quiebre

Se sabe que los espejos nunca reflejan del todo la rea-lidad. Uno cree que sí, pero no. Es otra cosa lo que resulta, algo imprevisible, la excéntrica minucia que casi nadie percibe a primera vista, ese gramo ínfimo de significativo extrañamiento. Porque -en algún mo-mento- ocurre una distorsión milimétrica, un quiebre que hace la diferencia. Hoy pude comprobarlo. La imagen que vi era idéntica a mi contundente figura: la duplicación, prácticamente el fenómeno esperado. Salvo por un detalle aterrador: Mi doble en el espejo era ciego.

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Fractura

Mirar por una ventana es fácil, lo que uno puede llegar a ver al otro lado es lo extraño, lo realmente inverosí-mil a veces. Se lo digo yo que desde niño miraba todos los días y solo percibía cosas normales: carros de los cuarentas y cincuentas –oldsmobiles, dodges, buicks, packards, chevrolets, pontiacs, fords, chryslers- des-plazándose sin prisa por la calle de enfrente; gente que caminaba con tranquilidad por las dos aceras, sola o acompañada, yendo y viniendo y, al fondo -muy atrás- la silueta recortada del mar: tranquilo, hermoso pedazo de espejo azul, brillante bajo el esplendor del día, hasta perderse en el horizonte. Siempre lo mismo, lo usual, eso que uno podía esperar. El cotidiano mo-vimiento enmarcado en la escena previsible, la com-posición idéntica a sí misma, el cuadro ese que desde siempre veía una y otra vez con muy pocos cambios pese a los años que pasaban lentos. Pero resulta que ha transcurrido el tiempo, ahora soy un adulto y desde la misma ventana de mi cuarto, al que he regresado de visita tras la congoja de enterrar a mi madre, he visto algo muy diferente. Créame, se lo digo yo que todavía

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estoy deslumbrado por esa insólita visión. Los carros, más modernos, más veloces, siguen pasando. La gen-te, con la ropa colorida que ahora se usa, también. Es de lo más lógico, sí. ¡Pero –me estremezco- el mar, Dios mío, el azul mar de mi infancia no está! ¡Des-apareció! ¡En su lugar, allá atrás, como una costura abierta al vacío, solo un hueco gris, fractura, ausencia imposible! ¡Nada!

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Un hombre honesto

Se llevó el gran vaso transparente de agua helada a los labios y dulcemente tragó. Con auténtico gusto siguió tragando sin prisa, pero manteniendo un sostenido y gozoso ritmo interior. En verdad era obvio que dis-frutaba mucho el agua. Hasta que -poco a poco- se la terminó toda. Después, en un acto reflejo se puso a llorar y no dejó de hacerlo hasta que en el vaso hubo recogido, no sin evidente dificultad, todas sus lágri-mas. El agua, traslúcida, se veía tan clara o más que la que se había tomado. El público, complacido, aplau-dió. El segundo proceso fue más lento y laborioso que el primero, pero igual de auténtico. Porque no se vaya a creer que eran lágrimas falsas, ni que era él un sim-ple mago o payaso haciéndose el interesante ante los niños en una fiesta o en un circo. Solo ocurría que la mucha sed habitual del caluroso país al que había arri-bado meses antes lo obligaba a tomar agua a menudo, y luego su cuerpo se las ingeniaba para transformarla en lentas lágrimas sin necesidad de tristeza alguna en menos de lo que se persigna un ñato. Era pues un fe-

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nómeno -sobre todo- porque esto podía hacerlo una y otra vez y hasta ocho veces seguidas sin mayor esfuer-zo. A la gente le gustaba. Por lo que, a la larga decidió poner una tolda en una esquina de la calle y cobraba lo que quisieran dar por el curioso espectáculo. La gente iba a verlo, sobre todo los niños del barrio e incluso llegaban de otras partes de la ciudad. Cada quien le depositaba en el sombrero lo que podía. Durante cua-tro calurosos meses era suficiente. Hasta que se aca-bó el verano y se murió de muerte natural la sed y, por tanto, también desaparecieron sus lágrimas. No se podía pelear con el propio cuerpo. Además, él era un hombre honesto y no iba a hacer algo indebido. Así es que cuando eso ocurrió simplemente desmontó la tolda, vendió la lona y se fue quién sabe para dónde, silbando, tan campante.

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Obediente

Obediente, sí, lo que se dice un niño obediente, eso era Pablito. Sumiso y obediente, respetuoso y obediente. Dispuesto siempre a complacer, a cualquier hora, en todo lugar, sin que mediaran excusas ni tardanzas en la ejecución de lo que se le ordenaba. Siempre ahí, dispuesto, complaciente. Jamás una queja, un gesto abrupto, algún despecho. Un niño modelo, bueno, de esos de los que ya no quedan muchos en este mundo plagado de violencia y malos ejemplos. Hasta hace un momento, cuando se le torció la boca y sus habituales ojos bizcos de súbito se le pusieron extrañamente nor-males y sentí que olvidaba, por completo, que yo era su padre, que le había dado una orden, que por prime-ra vez se la estaba repitiendo, porque de buenas a pri-meras una, dos, tres veces me disparaba con mi viejo revólver que por años creí perdido. Luego dos veces más, me dolía una enormidad en medio del montón de sangre, todo porque le dije que me iba a trabajar y -como de costumbre- extendiera los brazos para ama-rrarle las muñecas al respaldo de la cama, no fuera a salirse a la calle a hacer alguna travesura durante el

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día, nunca se sabe. Ahora soy yo el que me le he que-dado mirando, para siempre asombrado y sin verlo no desde mi cuerpo maltrecho sino desde acá arriba. Por-que flotando ocioso como nube a destiempo percibo cómo le saca la lengua a mi cara violácea.

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El observador

Sin saberse observada, engulle un terrón de azúcar dejado al azar sobre el redondo vidrio traslúcido de la mesa del comedor. A medida que la diminuta trompa filosa penetra y absorbe, penetra y absorbe con siste-mática, pausada precisión, la masa se va desmoronan-do hasta solo quedar un reguero blanco cuyo diámetro y espesor disminuyen rápidamente. Al final nada más están ella y su reflejo -negra sombra hinchada-, lim-piándose las patas.“Todo lo que vive, come”, pienso mientras la veo ini-ciar un vuelo que percibo torpe. Da varias vueltas y termina posándose al otro extremo del vidrio.Me acerco. Sobre la pulida superficie, la mosca y su doble, lentos, se desplazan.“Todo lo que vive, muere”, me digo dándole un fulmi-nante chancletazo, que tiene la virtud de unificar su imagen.

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Intercambiables

Se detiene vacilante, mira a todas partes, da unos pa-sos arrastrando las piernas. Al final, se deja caer pe-sadamente sobre el pavimento. Su cuerpo se va en-cogiendo hasta formar una masa compacta. Por un instante, parece tiritar. Un instante larguísimo, inter-minable y, sin embargo, solo un instante. Poco des-pués cesa todo movimiento.Desde mi lecho de inválido contemplo la escena. Ab-soluta es la inmovilidad de su ser, fundido con la ace-ra. Quietud que, anticipándose a la mía, se eterniza mientras inexorable cae la noche.Ahora solo veo su figura perfilada apenas por un leja-no haz de luz que proviene del farol de la esquina. Si le quedara un hálito de vida, si entreabriera un momen-to los ojos y mirara hacia acá, tal vez vería también un bulto, acaso una irreconocible silueta. Una oscura masa dibujada sobre la superficie de las sábanas por la tenue claridad de una lámpara.Siempre neutral en sus efectos, la noche borra dife-rencias, para siempre nos iguala. Porque nada impide que sea yo mismo ese desconocido que inerte yace allá afuera mientras desde aquí, solitario también y agoni-zante, él me observa morir.

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Cuando se ama

Nunca, pero lo que se dice nunca, sonreía. Vaya uno a saber por qué, pero así era. En su rostro había un rictus permanente de amargura que le estiraba la piel dejándosela siempre tensa como la de un tambor. En los ojos, en vez de reflejársele los colores y las formas de la vida en las cosas que ella miraba, estas se con-tagiaban de la rigidez que se le esparcía por el resto de la cara volviéndosela una sombra, extensión inex-presiva de su tristeza. Como esa estampa era perma-nente y con nadie hablaba -se decía que era muda-, también era un secreto a voces su hosca actitud, así la percibían todos. Menos yo. Porque cuando se ama no hay obstáculo que valga y uno ve de otra manera, con suerte hasta es capaz de transformar tarde o tempra-no lo mirado. Ella un día se dio cuenta y de pronto vi que al fin yo entraba limpiamente en sus pupilas, que me reflejaban. Entonces, con timidez al principio, la piel de su rostro se volvió tersa y luminosos sus ojos y ambos coincidimos en sonreír. En algún momento encontraron su camino las palabras, las suyas y las mías, al mismo tiempo, confundiéndose. Después

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ellas mismas pusieron orden y se turnaban para ar-ticularse, tuvieron en seguida su propio tono y cada cual su ritmo, sin que dejáramos de mirarnos como una larga, sabia, revelación. Ahora ella sonríe todo el tiempo, no solo al verme sino también cuando anda en otros menesteres. Sonreír se ha vuelto parte de su naturaleza. Y con otros, afable pero discreta, ya habla un poco; pero no tanto como cuando está conmigo, antes o después de la febril có-pula en la que en las noches gemimos al unísono.

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Andando el tiempo

Saberse bella no era una de sus prioridades, en reali-dad cada día que pasaba le preocupaba menos. Lo que quería era encontrarse impecable en la sobriedad de la escritura, en su capacidad de lograr la perfección en cada tono, cada matiz, cada pliegue arrancado a la vida. O a su alter ego, la fantasía. En el fondo eran lo mismo, la misma moneda antigua con dos lados alea-torios que debían complementarse o desaparecer.Pero ocurre que la propia opinión -a veces- es lo que menos importa. Porque esa mujer, pese a sí misma, era hermosa, bellísima a sus años. En sus ojos oscu-ros, profundos, capaces de tragarse la más diminuta atribución del mundo, su menos obvia intermitencia, vivía una fuerza de indomeñable vitalidad, un res-guardo que ella ignoraba o que al menos la tenía sin cuidado. Hasta que lo conoció a él.Si bien fueron los poemas del hombre los que la fija-ron dulce, apasionadamente, en la pluralidad de las horas de una nueva versión de su vida como la aguja a la mariposa que un buen día ignora que la han hecho renunciar a su vuelo, las punzadas que emocionaron

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su corazón le otorgaron en cambio una nueva libertad y las alas que a los lados de su cuerpo enmohecían por falta de uso se hicieron brillantes una noche y se agi-taron a la par que los latidos de su corazón al conmo-verse descifrando lentamente un complejo poema en prosa recibido, hasta irse abriendo, progresivamente brillosas, para poco después ir en busca del hombre.Andando el tiempo habría de recordar, cada vez que extasiados copulaban su alegría infinita, que todo lo ocurrido había sido anticipado en aquel último poe-ma, ese que la sedujo, el que la hizo renacer.

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Telepatía marina

El Océano Pacífico tiene muy bien puesto su nombre. Hace unos días, al bañarme en sus azules aguas es-pejeantes bajo un sol espléndido de verano, ese man-so Mar del Sur, como en Panamá lo llamó Balboa al contemplarlo por vez primera, pareció adivinar mi desánimo, la congoja honda que me atribulaba, mis negativos pensamientos, porque de inmediato asintió con un levísimo rumor de aguas que apenas alcancé a escuchar y, sin la menor violencia, complaciente, fue abriendo dulcemente sus fauces, y de un generoso sorbo me tragó.

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Contenido

Fotogramas Rogelia 11El gesto 12El duelo 13Truhán 14Cosas de barcos 15La casa 17Sobre apariciones 18En otra era 20Alba 21Fernando Solano 22Natividad 23Esa mujer 24Clarissa 25Aura 26Mi juventud 27A mi paso 28Aquella tarde 29Un rostro ajeno en el espejo 30Matrioskas 31Un cuerpo seco 32Días más felices 33

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Gabriela 34El mismo sueño 35La tela de Penélope 36Yo y Borges 37Cosas de la edad 38Cada mañana 39Mariana 40Un nuevo oficio 41Del otro lado 42

Instancias Ronroneo 47Un sueño y otro y el mejor 48Escena con picaflor 49El niño 51Los zapatos 53Oscilaciones 55El beso 57El ruido 58Entrega 59Focas 61Intercambio 63Agua de mar 64Borroso 65El otro frío 66Sin mayor preámbulo 67

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Lección 69Presos 70Mariposa 71Sin que a nadie le importe 73En el río de un sueño 74Ni una palabra más 75El quiebre 77Fractura 78Un hombre honesto 80Obediente 82El observador 84Intercambiables 85Cuando se ama 86Andando el tiempo 88Telepatía marina 90

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Cuentos compactos se terminó de imprimir, en el mes de septiembre de 2015 en los talleres de ARMAR EDITORES, 11 Avenida 2-49 zona 15, Colonia Tecún Umán, Ciudad de Guatemala.

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