cuento de marta martÍnez grÁndez

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CUENTO DE MARTA MARTÍNEZ GRÁNDEZ

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Page 2: CUENTO DE MARTA MARTÍNEZ GRÁNDEZ

Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

Yo también pensé que sería imposible, que no podría volver a ser la misma

persona que era, que jamás podría volver a saltar una valla, a correr una

maratón o, simplemente, que jamás podría volver a ponerme en pie. Hasta que

la conocí; aquella melena larga y morena, esos azules y luminosos ojos y sobre

todo, esa dulce y calmada voz fue la que me enamoró, la que me animó a

volver a luchar, a volver a vivir.

Y es que solo tenía quince años cuando ocurrió, esa gélida noche de

Diciembre, dos días antes de Navidad, mi padre y yo montados en el coche,

camino del centro comercial madrileño, para comprarle a mi madre esa

cadenita de oro que tanto le gustó en su día, pero que no se pudo permitir.

Hacía un frío terrible, había nevado la noche anterior y una mezcla de hielo y

copos blancos se acumulaba en la carretera; pero no me importó, mi padre

quería esperar al día siguiente, a ver si la carretera mejoraba, pero fui yo quien

insistí, quien le dije que por favor fuéramos ese día, a pesar de la nieve, que no

pasaba nada; y mi padre cedió. Fue el error más grande de mi vida.

Al principio todo iba perfecto, yo en el

asiento del copiloto y mi padre conduciendo

despacito, con precaución; hasta que

apareció esa luz amarilla que nos cegó, ese

maldito coche que iba en dirección contraria

lo estropeó todo; hizo que mi padre diera un

volantazo y que, sin poder evitarlo,

resbalara con una placa de hielo y cayera por la cuneta.

Noté un fuerte golpe en la cabeza que me hizo perder la conciencia, y cuando

desperté, me encontré en la camilla de un hospital, rodeado de batas blancas

que me observaban. Lo primero que hice fue preguntar por mi padre. Al hacer

esta pregunta los médicos se miraron entre sí y empezaron a comentar por lo

bajo. Yo me inquieté y les exigí una respuesta inmediata.

Poco después noté que una lágrima resbalaba por mi mejilla, pues me dijeron

que no habían podido hacer nada por mi padre. Mi rostro era, en ese momento,

completamente inexpresivo, pero poco después, me sumergí en un mar de

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

lágrimas, una de las personas más importantes de mi vida, se había esfumado,

de un día para otro, y lo peor de todo era que me echaba la culpa, por haberle

insistido cuando se negaba a salir a la carretera, debido al temporal.

Pero esa solo fue la primera de tantas malas noticias que marcaron mi

adolescencia.

Tras ver mi reacción, los médicos salieron y me dejaron solo en aquella blanca

y amplia habitación. Poco después, en cuanto se enteró de la fatal noticia,

apareció mi madre por la puerta de la habitación, intentando disimular lo que

sus ojos rojos con manchas negras de rimel delataban, se acercó despacito a

mí, y poco a poco se fue sentando en el borde de la cama. Nos miramos

fijamente, en silencio, y sin decir una palabra nos abrazamos; fue un abrazo en

el que no pudimos evitar volver a llorar, pero esta vez, teniendo un hombro en

el que apoyarnos.

Ese día no hablamos mucho sobre lo ocurrido, recuerdo a mi madre junto a la

ventana, con la mirada perdida, ausente; a pesar de todo, no desapareció ni un

segundo de la habitación, pasando, en ese incómodo sofá, una mala noche.

A la mañana siguiente, me desperté muy

temprano, giré la cabeza y vi que mi madre había

conseguido quedarse dormida, así que la dejé

descansar.

Poco después entró en la habitación el médico

que me había tratado la noche anterior. Me hizo

una serie de preguntas sobre mi estado de ánimo,

pero a ninguna respondí; entonces, dejo de

hablarme y comenzó a realizar su trabajo: me hizo

incorporarme para tomarme la tensión, mirarme la

garganta y todas las típicas pruebas que hace

todo médico a un chico de mi edad. Cuando el médico se fue, mi madre

despertó e intentó hacer lo mismo que él, me preguntó, pero tampoco respondí;

me sentía cansado, me dolía la cabeza y sinceramente, no tenía ganas de

hablar con nadie.

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

Poco después me trajeron la comida, una simple y repugnante sopa de

verduras, la empecé a revolver con la cuchara poniendo cara de asco, y ni

siquiera la probé. Lo mismo ocurrió con la cena. Yo creo que fue el día más

triste y melancólico de mi vida.

Al día siguiente, todo mejoró un poco; intercambié algunas palabras con mi

madre, con el médico y por lo menos, probé la comida. Por la tarde llegó, quien

sería mi compañero de habitación hasta que saldría de allí, un chico unos dos o

tres años mayor que yo, quien sufrió un accidente similar al mío, con la

diferencia de que él iba en moto y sin casco, por lo que estaba mucho más

grave que yo.

Los días que siguieron, recuperé un poco el ánimo, hablé algo con mi

compañero de habitación, de quien descubrí que se llamaba Daniel. Compartí

con él unas agradables tardes de cartas y parchís y conseguí estar un par de

horas sin pensar en mi padre, lo que me hacía sonreír de vez en cuando.

Los médicos comenzaron a examinarme a fondo, haciéndome radiografías de

todos los huesos del cuerpo, sacándome sangre cada dos por tres y dándome

unas cuantas pastillas cada día.

Pero todo volvió a empeorar el día 25 de diciembre por la tarde, cuando, tras

hacerme la que se suponía que sería mi última prueba complicada, el médico

que se ocupaba de mi caso me comunicó que había algo extraño y poco

corriente en mis piernas, algo peligroso y muy difícil de explicar: me dijo, con

otras palabras, que me había quedado paralítico, en silla de ruedas y que de

momento, era irreversible.

Aquella noticia fue como si una piedra de quinientos kilos me cayera encima;

se me borró la pequeña sonrisa que tanto me había costado sacar y lo peor era

que se me estaban quitando las ganas de seguir adelante.

Mi madre, Daniel, y los médicos del hospital intentaron ayudarme pero su

esfuerzo fue en vano. Me volví una persona borde, arisca y muy antipática, me

aislé del mundo por completo.

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

De lo único que me enteré fue del cáncer que le diagnosticaron a mi amigo

Daniel, debido a un tumor que tenía en el cerebro, por no llevar casco el día del

accidente. Y aunque no lo quería reconocer, era consciente de la valentía y la

fuerza de voluntad con la que contaba Daniel, quien, pudiendo morir, estaba

luchando por su vida como el que más; acudía a las sesiones de quimioterapia,

dentro de lo que cabe alegre, y aunque volvía hecho polvo, no se cansaba de

luchar, no se rendía.

Yo, sin embargo, no me veía capaz de soportar

lo que me había tocado, no me hacía a la idea

de cómo se puede vivir si caminar, sentado en

una silla, el resto de tu vida. Así que acabé el

año, comiéndome las uvas con desgana en el

hospital, cerca de mi madre, pero en el hospital; a Daniel, sus padres le

llevaron gorritos de fiesta y colgaron serpentinas en la habitación, incluso me

invitaron a pasar la noche con ellos:

- Lucas, ¿quieres unirte a la fiesta?

- No. – contesté de manera seca y borde.

- Venga hombre, anímate, que seguro que

te lo pasas muy bien. – insistieron ellos.

- Que os he dicho que no. –respondí de

malas maneras.

Y es que ver a Dani con su padre, me volvió a recordar la imagen del mío,

camino del centro comercial.

Pero poco después, mi vida cambió, recuerdo perfectamente ese 5 de enero, a

la hora de comer, cuando se abrió la puerta de mi habitación y apareció ella.

Esa chica alta, delgada, de larga melena oscura y grandes ojos azules que

traía en una bandeja el plato de judías verdes y la pera que tenía que comer

ese día.

Me olvidé por completo del mal menú y, cuando abandonó la habitación no

paré de pensar en aquellos ojos azules, y en aquella voz que me había dicho

“Buenos días” con dulzura y suavidad. Ese día me olvidé de mis piernas, de mi

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

padre, y nada ni nadie consiguió arrancarme la sonrisa, lo que dejó

sorprendidísimos a todos los que me rodeaban, en especial a Daniel, con el

que esa noche tuve una larga y tendida conversación sobre aquella enfermera.

Pensé que sería una coincidencia, pero al día siguiente volvió a aparecer con la

bandeja de comida. Ese día intenté mantener una conversación con ella,

aunque la voz me temblaba y se me trababa la lengua.

- Ho…Ho…Hola… - fue lo único que se me ocurrió decir.

- Hola, ¿Qué tal estás? ¿Te duele mucho la pierna? – añadió ella.

- Bien…Bueno si…un poco… - dije entrecortadamente.

Fue en ese momento cuando descubrí que era verdad eso que dice la gente,

esas cosquillas en el estómago de las que tanto hablan y que yo trataba de

“chorradas”. No me lo podía creer, me estaba sucediendo a mí, Lucas, me

estaba enamorando de una persona a la que solamente había visto un par de

veces, pero era cierto, estaba convencido.

Podría decir que ese fue mi regalo de

Reyes, uno de los mejores que había

tenido. A partir de ese momento, todo

fue diferente. Esperaba impaciente

que llegaran las doce y media del

mediodía, simplemente para poder

mirarla a los ojos y volver a sentir, día

tras día, esas mariposas en el

estómago que me hacían volar tan bien. A Dani le hacía gracia la cara de bobo

que ponía cada vez que la veía, pero a mí me daba igual.

Los primeros días no me atreví a decirle nada, simplemente un “Gracias” cada

vez que me ponía la bandeja de comida encima de la cama.

Una semana después comencé la rehabilitación, y cuál fue mi sorpresa cuando

mi médico me presentó a la enfermera que se encargaría de ayudarme.

Cuando la vi aparecer por la puerta de la habitación, no podía creerlo, ¡era

ella!, mi amor platónico, la chica de la que me había enamorado. Ella se

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

acercó, me dio dos besos y me dijo que se llamaba Clara. Yo le respondí

presentándome como Lucas.

Entonces noté que mis mejillas tornaban rojas, que mis ojos empezaban a

brillar y que subía por mi pecho la misma sensación que sentí la primera vez

que me monté en una montaña rusa, una sensación muy difícil de explicar.

Los días que siguieron fueron increíbles. Por las mañanas, Clara venía a mi

habitación temprano, me llevaba hasta el gimnasio y me ayudaba a ejercitar los

músculos de mis piernas. Algunas tardes las pasábamos paseando por los

jardines del hospital y otras, nos quedábamos con Daniel, haciéndole compañía

y jugando. Como era de esperar, tuve que hablar con ella, pues no iba a

desaprovechar esa oportunidad que tenía. Al principio nuestras conversaciones

eran muy cortitas, pues ella también resultaba una chica tímida y callada. Pero

poco a poco creamos unos fuertes lazos de amistad y confianza, lo pasábamos

genial y nos reíamos un montón. Esa chica me estaba ayudando, no solamente

a recuperarme físicamente, sino también a valorarme, me estaba enseñando a

luchar por mi vida, a luchar por los míos.

Como todas las tardes, mi madre vino a visitarme, como ya me veía mucho

mejor, no se quedaba a dormir en el hospital. Esa tarde consiguió sacarme los

colores, cuando Clara se fue, empezó a preguntarme sobre mi nueva “amiga”,

y por mucho que yo intentara esquivar el tema, ella no se rendía, y me acabó

diciendo:

- Sé que te gusta Clara, se te ve en la cara.

Yo me quedé un poco sorprendido y le respondí:

- ¡Qué va! A mi no me gusta Clara, simplemente me llevo muy bien con

ella, pero ya está.

Entonces mi madre se empezó a reír y tuve que acabar confesándole mis

sentimientos hacía aquella persona tan especial para mí.

Los días transcurrieron estupendamente: me estaba recuperando muy rápido,

según el médico; Daniel estaba superando muy bien el cáncer y mi relación con

Clara era inmejorable. La pena era que los domingos no trabajaba, hasta que

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

llegó un momento en que venía todos los domingos a visitarnos, a Daniel y a

mí, que éramos sus pacientes preferidos, según decía ella.

En ese momento empecé a pensar que no sólo era yo quien sentía algo más

que amistad por Clara, me daba la sensación, que el sentimiento era recíproco

pues la forma en que nos mirábamos, en que nos sonreíamos era especial,

diferente.

Pasó el tiempo y todo siguió con normalidad. Pero recuerdo perfectamente el

día de mi decimosexto cumpleaños, el 26 de Mayo, creo que fue el día más

especial de mi vida.

Recuerdo que era viernes, y que como todos los viernes, Clara me llevó a dar

un paseo por el jardín; pero ese paseo fue diferente, me llevó a un sitio al que

no habíamos ido antes, un rinconcito del jardín, bajo un sauce llorón.

Comenzamos a hablar sobre nosotros, le dije que era mi cumpleaños y que

cumplía dieciséis; ella me contestó que tenía dieciocho y que estaba haciendo

prácticas en ese hospital. Seguimos hablando y de repente me preguntó que si

tenía novia, y yo le dije que no. Le hice la misma pregunta y contestó con la

misma respuesta.

Entonces no sé qué me pasó por la cabeza, no sé en qué estaba pensando,

pero la besé. Fue un beso rápido y confuso. Me disculpé mil veces, aunque no

sabía exactamente por qué. Pero entonces ella me sonrió, y, poco a poco, se

fue acercando a mí, hasta que ocurrió. Sus labios rozaron los míos y sus

manos acariciaron mis mejillas; me

sentía como en una nube, notaba como

el tiempo se detenía e intentaba alargar

al máximo ese momento, que no

acabara nunca.

Cuando nos separamos, no dijimos

nada, simplemente nos abrazamos y

sonreímos, volviendo a repetir ese

beso, esa sensación tan gratificante que habíamos sentido los dos, que había

hecho que nos olvidáramos de todo y de todos, que no pensáramos en nada.

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Cuando me llevó a la habitación, se despidió de mí con una amplia sonrisa y

un cálido beso en la mejilla:

- Hasta mañana Lucas. – me dijo cariñosamente, mientras me guiñaba un

ojo.

- Adiós Clara, mañana nos vemos. – añadí tímidamente, pues estaba

confuso por lo que había pasado.

No tardé nada en contarle lo ocurrido a Daniel, quien se alegró muchísimo por

mí:

- ¡Qué dices! ¿En serio? – preguntó completamente extrañado.

- Sí, es que no sé como ha ocurrido, fue todo tan rápido, estábamos

sentados y de repente…

- Eh! No te preocupes, además, ya era hora de que te lanzaras, si ya te lo

decía yo... – añadió entre risas.

- Es que no me atrevía, que yo soy muy malo para estas cosas.

- No, si ya se ve… pero bueno, ahora lo que tienes que hacer es hablar

con ella y aclarar lo que ha pasado.

Al día siguiente hablé con Clara, tal y como me había dicho Dani y le dije todo

lo que sentía por ella, así que empezamos a salir oficialmente. Nos

intercambiamos los móviles, y, un par de semanas después, el médico me dio

de alta. Tuve que despedirme de Daniel, yo me iba, pero él se quedaba. Le di

muchos ánimos y prometí ir a visitarle todos los días que pudiera. Nos

chocamos los puños y nos dijimos un “hasta luego, amigo”.

Cuando salí de allí y llegué a casa, le conté a mi madre mi relación con Clara,

lo que la alegró mucho. Al día siguiente la invitó a comer y ella aceptó

tímidamente, pues le daba mucha vergüenza venir a casa, así, tan rápido.

Los días que siguieron fueron fantásticos; quedaba con Clara casi todos los

días en la Gran Vía, para dar una vuelta por Madrid o tomar algo en alguna

cafetería.

Por supuesto, también salía con mis amigos e iba a visitar a Dani al hospital; ya

se estaba recuperando y le faltaba poco para poder volver a su casa.

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Poco después, a las dos o tres semanas de mi última visita a Daniel, sonó el

timbre y, al ir a abrir, me encontré con Clara, acompañada de Daniel, un chico

nuevo, completamente recuperado del cáncer, con el que voy a poder contar

para todo el resto de mi vida, de eso, estoy seguro.

Sin dudarlo, me acerqué a él y lo abracé con fuerza al mismo tiempo que nos

dábamos palmaditas en la espalda; después me acerqué a Clara y le dí un

beso, pero no en la mejilla, no, un beso de los de verdad.

- Jhmm... Jhmm… tosió Dani disimuladamente.

Entonces, me separé de Clara y los invité a pasar al salón, nos tomamos un

café con unas galletas que había hecho mi madre la noche anterior y pasamos

una tarde muy agradable, una tarde de ésas que no se olvidan.

Y ahora sigo aquí sentado, en mi silla de ruedas un par de meses después,

escribiendo estas líneas que reflejan lo que fue realmente mi adolescencia, un

tiempo duro y gratificante a la vez, que me hizo reflexionar sobre la importancia

de tener alguien a tu lado que te ayude a seguir adelante.

Gracias a Clara puedo decir que aquel verano fue muy especial; aun sabiendo

que tenía que estar sentado en una silla el resto de mi vida.

Y es que gracias a ella, volví a ser yo.

Pero aún hay noches en las que recuerdo a mi padre, cuando me viene a la

mente su mirada, esa mirada profunda y solemne que me transmitía tanta

confianza y tranquilidad; porque nunca olvidaré los momentos que pasamos

juntos: cuando me llevaba sobre sus hombros, siendo yo un chiquillo, cuando

me reñía, cuando me escuchaba y me cuidaba.

Y es que tener todos estos recuerdos me da fuerzas para seguir, me anima a

luchar, porque sé que aunque no lo pueda ver, siempre va a estar ahí para

ayudarme y consolarme, como cuando sólo era un niño.

Y por mucho que me cueste, intentaré olvidarlo todo y quedarme solamente

con su sonrisa, con su mirada, que estoy seguro que me van a dar fuerzas para

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Volver a luchar, volver a vivir. Marta Martínez Grández

continuar, para no tirar la toalla a la primera de cambio, para conseguir mis

metas, por difíciles que sean, y es que, con la ayuda de Clara, todo será mucho

más fácil.

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