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EL CONCEPTO DE LIBERTAD EN LA ÉPOCA DE LAS CORTES DE CÁDIZ Antonio Rivera García (Universidad de Murcia) Nos proponemos abordar, en primer lugar, el concepto de libertad que triunfa en las Cortes de Cádiz, y que, por consiguiente, podemos extraer del texto de nuestra primera Constitución. Este concepto es el que se ha impuesto en la Ilustración y en los procesos revolucionarios del siglo anterior. En segundo lugar veremos que el sector moderado presente en las Cortes de Cádiz y, un poco más tarde, el pensamiento de la reacción, hace uso de una noción católica de libertad, radicalmente opuesta al pensamiento revolucionario. Sin duda, esta doble percepción de la libertad se encuentra en la raíz de dos tradiciones políticas muy diversas, que, a menudo, han dividido a los españoles en dos bandos, pero me limitaré en esta ocasión a exponer los rasgos más significativos de las dos concepciones. 1. El concepto revolucionario de libertad 1.1. Definición: la libertad como una facultad de hacer. Los hombres de la revolución española de 1808, y como representantes más señeros voy a aludir constantemente a Canga Argüelles y Flórez Estrada, solían distinguir, de forma similar a la tradición republicana del siglo XVIII, entre la libertad natural y la civil; esto es, entre la absoluta o ilimitada, de la cual gozaban los individuos en el estado de naturaleza que habían popularizado Hobbes y Locke, y la libertad propiamente dicha, la limitada por las leyes. Los liberales, siguiendo a Jeremy Publicado en el libro M. CHUST, I. FRASQUET (eds.), La Transcendencia del Liberalismo Doceañista en España y en América, Biblioteca Valenciana, 2004, pp. 93-114.

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EL CONCEPTO DE LIBERTAD

EN LA ÉPOCA DE LAS CORTES DE CÁDIZ∗

Antonio Rivera García

(Universidad de Murcia)

Nos proponemos abordar, en primer lugar, el concepto de libertad que triunfa en las Cortes

de Cádiz, y que, por consiguiente, podemos extraer del texto de nuestra primera Constitución.

Este concepto es el que se ha impuesto en la Ilustración y en los procesos revolucionarios del

siglo anterior. En segundo lugar veremos que el sector moderado presente en las Cortes de

Cádiz y, un poco más tarde, el pensamiento de la reacción, hace uso de una noción católica de

libertad, radicalmente opuesta al pensamiento revolucionario. Sin duda, esta doble percepción

de la libertad se encuentra en la raíz de dos tradiciones políticas muy diversas, que, a menudo,

han dividido a los españoles en dos bandos, pero me limitaré en esta ocasión a exponer los

rasgos más significativos de las dos concepciones.

1. El concepto revolucionario de libertad

1.1. Definición: la libertad como una facultad de hacer. Los hombres de la revolución

española de 1808, y como representantes más señeros voy a aludir constantemente a Canga

Argüelles y Flórez Estrada, solían distinguir, de forma similar a la tradición republicana del

siglo XVIII, entre la libertad natural y la civil; esto es, entre la absoluta o ilimitada, de la cual

gozaban los individuos en el estado de naturaleza que habían popularizado Hobbes y Locke, y

la libertad propiamente dicha, la limitada por las leyes. Los liberales, siguiendo a Jeremy

∗ Publicado en el libro M. CHUST, I. FRASQUET (eds.), La Transcendencia del Liberalismo Doceañista en España y en América, Biblioteca Valenciana, 2004, pp. 93-114.

Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO

de Pensamiento Político Hispánico Antonio Rivera García,

El concepto de libertad en la época de las cortes de cádiz.

Bentham, enseguida van a sostener, desde comienzos del siglo XIX, que la libertad más

genuina o auténtica es la libertad natural, la que goza el hombre que no está sometido a

ninguna ley. De ahí que la utopía liberal coincida con un mundo sin normas jurídicas; y que el

gobierno más perfecto sea el que, respetando la libertad e independencia natural del hombre, le

hace disfrutar de todas las ventajas sociales. Ahora bien, como ello no es posible, los liberales

reconocen la necesidad de sacrificar algún bien individual para gozar de otro bien mayor, el de

la seguridad.

Sin embargo, los revolucionarios españoles todavía no se han apartado demasiado de la

tradición republicana cuando rechazan radicalmente el concepto de libertad natural. Canga

Argüelles escribía en 1811 que “el goce de la libertad más absoluta no compensa al hombre

los males que le ocasiona la vida aislada y solitaria”;1 y Ramón Salas, un hombre del trienio

liberal, recoge en cierta manera el sentir del sector revolucionario cuando señala que el

hombre salvaje,2 por ser esclavo de sus necesidades físicas, “no solamente es menos libre que

el ciudadano de un pueblo regido por una constitución y leyes liberales, sino también que el

hombre sujeto a un gobierno absoluto”.3

De esta manera, el concepto de libertad que nos interesa es el civil, y no el natural. Canga

Argüelles define la libertad del hombre en sociedad como “la facultad de hacer con seguridad

quanto le pareciere más acomodado a sus deseos, siempre que con ello no dañe a los demás

hombres”.4 Parecida es la definición de Flórez Estrada: “La libertad consiste en poder hacer

todo lo que a otro no perjudica, y así el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tiene

otros límites que los que asegura a los demás miembros de la sociedad el disfrutamiento de

estos mismos derechos, límites que sólo la ley puede determinar.”5 Para la comisión

1 CANGA ARGÜELLES, J.: Reflexiones sociales y otros escritos, Madrid, CEC, 2000, p. 19. 2 “Podría dividirse la libertad en originaria o natural, y civil o social: la libertad natural es la facultad de hacer lo que se quiere sin otros límites que los que pone la fuerza o resistencia de los objetos externos; la libertad civil es la misma facultad limitada o moderada por las leyes; de modo que la libertad civil es la libertad natural menos las porciones cuyo sacrificio ha creído necesario la ley para obtener y asegurar el fin de la asociación, que es el bienestar o felicidad común.” (SALAS, R. (1821): Lecciones de derecho público constitucional, Madrid, CEC, 1983, p. 52). 3 Ibidem, p. 50 4 CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., p. 20. El absolutista Peñalosa ya nos proporciona una definición de esta libertad: “significa en general la idea de poder, según las leyes, disponer de nosotros mismos y de cuanto nos pertenece.” (Cit. en PORTILLO, J. M.: Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812, Madrid, CEC, 2000, p. 102). 5 Cit. en ibidem, p. 253.

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constitucional encargada de añadir un capítulo sobre los derechos fundamentales, que al final

no fue incluido en la Carta Magna, la libertad implicaba la capacidad de “poder hacer todo lo

que no perjudica a la sociedad ni ofende a los derechos de otro”. Y el artículo 40 del proyecto

de Código civil de 1821, obra a la cual nadie puede negar su vinculación con la cultura

constitucional gaditana, desglosaba la libertad civil o propiedad personal en un conjunto de

facultades y derechos cuyo objetivo era garantizar a todos los hombres la posibilidad de

alcanzar la felicidad.6

En resumen, la libertad civil no coincide con la libertad natural, la que no está limitada por

ninguna ley, ni con la libertad moral, la que juzga la autonomía de la voluntad y de las

intenciones; sino con el poder, facultad o derecho de hacer lo que se quiere, aunque, desde

luego, dentro de los límites establecidos por las leyes;7 leyes que, no obstante, eran la

expresión de la voluntad del querer de todos los ciudadanos, de forma que la limitación era

más bien una autolimitación. En contraste con esta noción revolucionaria o ilustrada, que

identifica libertad y derechos, veremos más tarde que la noción católica identifica la libertad

con el deber; y así, mientras la primera nos proporciona una concepción autónoma de la

política basada en la soberanía y autolegislación del pueblo, la segunda subordina la voluntad

de los ciudadanos a la lex naturalis (Martínez Marina) o al mandato de las clases que en cada

momento histórico encarnan el principio de la razón (Donoso Cortés).

1.2. La libertad en relación con la Constitución. La libertad que disfruta el hombre en

sociedad puede analizarse, como hace Montesquieu, desde un doble punto de vista: en relación

con la Constitución, y en relación con los ciudadanos. Esto es, podemos hacer referencia a las

condiciones que debe cumplir el régimen político para garantizar la libertad de sus

6 “Es libertad civil o propiedad personal: 1º., el derecho a conservar la existencia física y moral, y de aumentar sus goces y comodidades; 2.º, el derecho de hacer todo lo que no está prohibido por la ley o por sus emanaciones; 3.º, el derecho de manifestar las opiniones y pensamientos bajo las restricciones y responsabilidad que prescribe la ley; 4.º, el derecho de no ser detenida la persona por ningún individuo ni Autoridad, sino en los casos y por medios que determina la ley; 5.º, el derecho a no ser compelido al cumplimiento de las obligaciones, sino por la Autoridad y por los medios que señaló anteriormente la ley; 6.º, la facultad de reclamar ante el Rey y demás Autoridades competentes, y en su caso ante las Cortes, cualquier transgresión que coarte derechos que concede la ley.” Cf. LORENTE SARIÑENA, M.: Las infracciones a la Constitución de 1812, Madrid, CEC, 1988, pp. 210-211. 7 FLÓREZ ESTRADA, A. (1809): Constitución para la nación española, en Obras de Álvaro Flórez Estrada II, Madrid, BAE, Atlas, 1958, p. 316.

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ciudadanos; o bien a las mismas leyes que regulan los derechos y facultades de los individuos.

Con respecto a la primera perspectiva, nuestros revolucionarios reconocen que una

Constitución libre debe cumplir básicamente dos requisitos: primero, debe ser expresión de la

voluntad de los ciudadanos, lo cual equivale a decir que el pueblo soberano detenta el poder

constituyente (autolegislación); y, segundo, debe establecer la separación de poderes como

principal medio para conservar la libertad política. Pues bien, estas dos condiciones se

cumplen en nuestra Constitución de 1812.

1.2.1. Soberanía nacional: el problema del poder constituyente. Para Canga Argüelles o

Flórez Estrada, los dos publicistas que hemos tomado como modelo de revolucionarios, la

unión en sociedad es un acto libre de los que la componen (pacto social);8 y la Constitución no

es más que la expresión de este pacto social, o sea, la ley solemne que recoge los derechos y

deberes de ciudadanos y gobierno.9 En virtud del pacto social, la soberanía o poder

constituyente reside “en todos y cada uno de los ciudadanos que componen” el cuerpo social.

Este punto de vista revolucionario se impone en las Cortes de Cádiz, como demuestra el

artículo 3, que dice así: “la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo

pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. El

concepto constitucional de nación equivale aquí simplemente al conjunto de los españoles.

Son los individuos, y no una nación comprendida en un sentido romántico, o sea, como una

realidad cultural superior y transcendente a las personas que la integran en cada momento,

quienes se reunen para darse una nueva ley fundamental.10

Los moderados o realistas, capitaneados por Jovellanos, deseaban restar carácter

constituyente al sujeto nacional, y que las Cortes se limitaran a restaurar y mejorar la

constitución histórica. Lejos de propugnar una ruptura revolucionaria, defendían la vigencia de

8 “Como la unión –escribía Canga Argüelles– en sociedad es un acto libre de los que la componen, sólo ellos podrán señalar las reglas de su conducta.” (o.c., p. 21). 9 Según Flórez Estrada, la Constitución “fija y establece los derechos y deberes del gobierno para con la nación” (o. c., p. 316). Para Canga Argüelles es la “ley solemne con que una nación declara los derechos y los deberes de los hombres, y las obligaciones y derechos de las personas encargadas del gobierno, o sea del cumplimiento de sus pactos” (o. c., p. 23). 10 En este sentido se expresaba un escrito anónimo de 1805, Teoría de una constitución política para España: “la nación española es la reunión de todas las personas que voluntariamente y libremente viven dentro del [...] terreno español”, y, por tanto, contiene “las mismas ideas que la palabra Pueblo.” (Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 153).

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las antiguas leyes fundamentales, en cuyo carácter estamental u orgánico veían un serio

obstáculo contra el despotismo.11 Para ese sector partidario de modestas reformas en la

Constitución histórica, el de Jovellanos, Capmany o Borrull, la España de las Cortes de Cádiz

no era una “nación constituyente” sino una nación constituida, cuya esencia radicaba en la

religión católica y en una monarquía de carácter hereditario y estamental. Los moderados

añadían, en una línea muy parecida al pensamiento reaccionario expuesto poco más tarde en el

Manifiesto de los persas, que la nación no podía modificar los derechos del rey Fernando VII,

por cuanto la traslación de poder al príncipe, la translatio imperii, ya había tenido lugar en

épocas pasadas. Razón por la cual los diputados de las Cortes debían ser considerados simples

depositarios de la soberanía monárquica. Asimismo, los realistas, tras sentenciar que la antigua

Constitución se remontaba a la Edad Media, al pacto entre dos sujetos iguales, el príncipe y el

resto del cuerpo político, pensaban que la nación no constituía una realidad anterior a la

monarquía. Pues sin pacto de gobierno o de dominación no podía hablarse de una comunidad,

sino, como señalaba Inguanzo, de una “reunión de hombres en confuso”.12

En cambio, los diputados más revolucionarios o rupturistas negaban, basándose muchos de

ellos en los estudios históricos de Martínez Marina, que la Constitución tradicional española

siguiera vinculando a las nuevas Cortes. Por ello, a juicio del revolucionario Espiga, el primer

artículo de la ley fundamental de 1812 no definía “la nación como constituida, aunque lo

esté”, sino “en aquel estado en que, usando de los grandes derechos de establecer las leyes

fundamentales, está constituyéndose o, lo que es lo mismo, está mejorando su constitución”.13

La nación, y no el reino de España o los reinos históricos, se convertía ahora en el nuevo

titular de la soberanía. El organicismo medieval, según el cual el reino se identificaba con un

cuerpo cuya cabeza era el rey y cuyos miembros, los estamentos o los territorios, eran órganos

heterogéneos, cedió su lugar a la idea revolucionaria de una nación homogénea compuesta por

11 A pesar de esta apología de las tradiciones constitucionales, los realistas, siguiendo el modelo inglés propuesto por Lord Holland y por el libro Insinuaciones sobre las Cortes del escocés John Allen, deseaban introducir la novedad de dos cámaras: la cámara alta de los privilegiados, donde estarían representados la nobleza y el clero, y la cámara baja de los comunes. Sin embargo, la opción revolucionaria se impuso al final sobre la realista, dado que las Cortes ni fueron estamentales ni se dividieron en dos cámaras. 12 Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 374. 13 Ibidem.

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individuos libres e iguales.14 Las Cortes dejaron de ser una reunión de los tres estamentos o de

los distintos territorios históricos y se convirtieron en una reunión de voluntades,15 tal como

declaraba el artículo 27 de la Constitución: “Las Cortes son la reunión de todos los diputados

que representan la nación, nombrados por los ciudadanos.”

Los revolucionarios también subrayaban la anterioridad y superioridad de la nación soberana

sobre el monarca, el cual había dejado de ser soberano y se había convertido en un

representante sometido a la Constitución.16 Canga Argüelles, en contra de la tradicional teoría

patriarcal, escribía a este propósito que “los hombres y no la naturaleza hacen los reyes, y

éstos deben a la voluntaria sujeción de aquellos su existencia y poder”.17 Por eso, el monarca

ya no continuaba siendo gobernante y rey en virtud de un histórico derecho de sucesión, sino,

como exponían unos Preliminares a la constitución para el reino de España de 1810, por

elección especial y nombramiento nuevo de la nación. El mismo proyecto de Constitución

manifestaba que a la nación soberana le corresponde “adoptar las formas de gobierno que más

le convenga”. Y Flórez Estrada, en su Constitución para la nación española, indicaba que

cuando ésta se apruebe “será un crimen de estado llamar al rey soberano”, o que éste altere la

Constitución, pues no hay más cuerpo soberano que la nación.18

1.2.2. Separación de los poderes políticos. En segundo lugar, la libertad constitucional

requiere separación de poderes.19 Flórez Estrada, como Montesquieu, veía en la legislación de

Inglaterra el modelo más perfecto de Constitución,20 y utilizaba también el criterio del francés,

14 En opinión de Canga Argüelles, la representación estamental no tenía sentido cuando “todos los individuos de la sociedad, como que son iguales ante la Nación”, disfrutan “sin distinción ni diferencia alguna del derecho de concurrir con sus votos al establecimiento de las leyes”, y pueden “desempeñar las funciones atribuidas a los poderes que componen el gobierno” (o. c, p. 37). 15 DE DIOS, S.: “Corporación y Nación. De las Cortes de Castilla a las Cortes de España”, en AA. VV.: De la Ilustración al Liberalismo. Symposium en honor al profesor Paolo Grossi, Madrid, CEC, 1995, p. 285. 16 El monarca está sometido “a cuanto previene la Constitución” (FLÓREZ ESTRADA, A.: o. c., p. 328). 17 CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., p. 28. 18 FLÓREZ ESTRADA, A.: o. c., pp. 322 y 328. 19 Canga Argüelles hablaba de seis poderes esenciales (legislativo, ejecutivo, judicial, defensivo, instructivo y subventivo), y de la necesidad de su absoluta separación (o. c., p. 24), pero casi todos los revolucionarios se centraron en la habitual separación entre los tres primeros. 20 “Si los gobiernos obrasen de buena fe, a falta de luces hubieran consultado y adoptado la política y legislación de las naciones que han sabido ser felices y poderosas. En nuestros días hubiéramos

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la división del poder, para distinguir entre el gobierno libre y el despótico: “el gobierno

despótico es el que reune en sí toda la autoridad y poder posible y por lo mismo el más libre

será aquel que más divida la autoridad y poder, dejando, sin embargo, el suficiente para que no

caiga en el extremo opuesto a que propende todo gobierno libre, a saber: la anarquía, el mayor

de los males que puede sufrir toda sociedad.”21 Por supuesto, durante el período

revolucionario y constitucional lo que más preocupaba era la reunión despótica de todos los

poderes en la persona del monarca. Los revolucionarios españoles veían en esta concentración

del poder, en la ausencia de un poder legislativo independiente, la principal causa de las

injusticias y extravio del reinado de Carlos IV y –en palabras de Estrada– de su “estúpido

privado” Godoy.22

1.3. La libertad en relación con los ciudadanos. Para que la libertad del ciudadano sea

completa no sólo se requiere poder constituyente en manos de la nación y separación de

poderes; también se precisa que las leyes fundamentales reconozcan todos esos derechos

individuales, naturales e inalienables, que ya habían sido sancionados en los Estados Unidos y

en Francia por sus famosas Declaraciones.23

1.3.1. La corta Declaración de derechos individuales. El artículo 4 de la Constitución de

1812 contiene un escueto reconocimiento de los derechos individuales: “La Nación está

obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los

demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. A algunos historiadores

estudiado la legislación de Inglaterra y hubiéramos hallado que la perfección de sus artes, el progreso de sus ciencias, el poder de esta nación, en una palabra, que todas las ventajas que disfruta sobre las demás naciones es debido únicamente a la libertad de que gozan sus individuos.” (FLÓREZ ESTRADA, A.: Reflexiones sobre la libertad de imprenta, en Obras de Álvaro Flórez Estrada II, cit., p. 348). 21 Constitución para la nación española, cit., p. 321. 22 Reflexiones sobre la libertad de imprenta, cit., p. 349. “De la falta –escribe Canga– de un cuerpo legislativo estable, que representase a la Nación, ha nacido el recaer en manos del rey estas funciones, porque disueltas las Cortes no había quien desempeñase sus funciones: una vez puestas en sus manos la facultad de hacer las leyes, la execución y la fuerza; se siguió el abuso [...]” (o. c., p. 48). 23 La comisión constitucional española hacía referencia a la necesidad de esa doble libertad en los siguientes términos: “El íntimo enlace, el recíproco apoyo que debe haber en toda la estructura de la Constitución, exige que la libertad civil de los españoles quede no menos afianzada en la ley fundamental del Estado, que lo está ya la libertad política de los ciudadanos.” (Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 424).

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esta declaración no les parece suficiente garantía. No obstante, resulta indudable que la

Constitución ordenaba garantizar los derechos individuales; derechos que, a diferencia de la

pactada comunidad nacional, se caracterizan por su índole natural, universal o preexistente.

Son, por tanto, anteriores a la constitución de la nación y del Estado, como, por lo demás,

reconoce el mismo artículo 4 cuando ordena conservarlos y protegerlos, mas no crearlos.24

Ciertamente, los diputados de las Cortes de Cádiz pensaron elaborar, inspirados por las

declaraciones francesas de 1789 y 1793, un segundo capítulo del Título I en donde, bajo el

encabezamiento “De los españoles, sus derechos y obligaciones”, debía reconocerse “la

libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad” como los principales derechos de todo

español. Pero, al final, se limitaron a especificar la libertad civil y la propiedad, mientras la

seguridad y la igualdad, como aclaraba el proyecto de Código Civil de 1821,25 quedaban

englobadas dentro de la fórmula “los demás derechos legítimos”.

Desde luego, algunos liberales como Valentín Foronda se quejaron de esta breve

referencia,26 mas nunca protestaron porque les pareciera erróneo el artículo 4. En cualquier

caso, su localización, dentro del primer título y capítulo, y su efectividad material durante el

breve periodo de vigencia de la Constitución, nos obligan a admitir el papel fundamental,

básico y determinante que en esta Carta Magna juegan los derechos de los individuos.

Por lo demás, el carácter liberal de nuestra Constitución de 1812 resulta evidente cuando

notamos que los únicos derechos nombrados expresamente son los dos más genuinos del

liberalismo: la libertad civil, que solía desglosarse en libertad de movimiento, libertad personal

y, sobre todo, en libertad de imprenta y de comercio, y la propiedad. También el tratamiento

de la igualdad resulta propio del pensamiento liberal, pues los constituyentes sólo hicieron

referencia a una igualdad formal o legal. Por esta razón, el proyecto de Código civil de 1821

24 Aunque Lord Holland se quejó porque nuestra ley fundamental no establecía las garantías procesales adecuadas para hacer efectivos los derechos y libertades individuales, los españoles sí pudieron reclamar ante diversas instituciones estatales la protección de los derechos subjetivos mencionados de forma tan genérica por el artículo cuarto. 25 El proyecto de Código Civil de 1821, una de las consecuencias de la Constitución gaditana, establecía en su artículo 34 que “la libertad civil, la propiedad, la seguridad judicial y la igualdad legal componen los principales derechos legítimos de los españoles.” De este modo también se expresaba en 1820 el Catecismo político arreglado a la Constitución de la Monarquía española, el cual establecía que, según el artículo 4, los derechos de los españoles son la libertad, la seguridad y la igualdad. 26 FORONDA, V.: Ligeras observaciones sobre el proyecto de la nueva constitución, La Coruña, 1811.

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admitía la amarga verdad de la desigualdad económica, y que todo cuanto podía hacer la ley

era “neutralizar el funesto influjo del rico sobre el menesteroso, del superior sobre el

dependiente”.27

1.3.2. La legislación penal y las libertades religiosa y de pensamiento. Entre las leyes que

garantizan la libertad o los derechos naturales de los individuos es necesario prestar atención a

las leyes que regulan los juicios criminales, a la libertad religiosa y a la libertad de

pensamiento o de imprenta.

Ya Montesquieu decía que “la libertad del ciudadano depende principalmente de que las

leyes criminales sean buenas”.28 De acuerdo con esta máxima, Canga Argüelles indica en sus

Reflexiones que la libertad dejará de ser una quimera cuando los ciudadanos sólo sean

arrestados en los casos previstos por las normas penales; cuando concurran pruebas o

documentos fiables, y no meros indicios; y cuando se supriman las penas atroces.29 Todos

ellos son principios que, junto al de la inviolabilidad del domicilio o a la prohibición de allanar

la casa, recoge la Constitución del 12 en su Título V.

En cuanto a la libertad religiosa, la mayoría de los revolucionarios intentaron hacer

compatible la tolerancia con el reconocimiento de la confesión católica como religión estatal.30

Pero la Iglesia católica a la que se refería Canga o Flórez Estrada era una Iglesia nacional,

sometida a una serie de artículos que garantizaban la fidelidad del clero a los intereses

27 Cit. en LORENTE, M.: o. c., p. 211. Diversas fuentes políticas y jurídicas prueban el tratamiento liberal dado a la igualdad: el diario de sesiones de 16 de junio de 1813 afirma claramente la igualdad ante la ley de todos los españoles; en el número sexto del Duende Político se puede leer que “la igualdad civil delante de la ley no es ni puede ser otra cosa que la protección igual que deben gozar indistintamente todos los ciudadanos”; y, según el artículo 51 del Código civil del trienio liberal, “todos los españoles son iguales ante la ley para reclamar derechos y cumplir obligaciones, sin diferencia de nacimiento, de calidad o de fortuna. Esta igualdad constituye el derecho que se llama igualdad legal”. 28 MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos, 1995, p. 129. 29 CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., pp. 31-32. 30 Flórez Estrada escribe que “ningún ciudadano será incomodado en su religión, sea la que quiera, pero será castigado como perturbador del sosiego público cualquiera que incomode a sus conciudadanos en el ejercicio de su religión o por sus opiniones religiosas, y el que en público dé culto a otra religión que la católica.” (Constitución para la nación española, o. c., p. 335). En una prudente línea, Canga Argüelles, aun reconociendo que el catolicismo era la religión del Estado, hacía referencia a la posibilidad de examinar si esta religión debía “ser como hasta aquí tan dominante que excluya el exercicio de otras.” (o. c., p. 61).

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estatales antes que a los de Roma.31 En concreto, la nación había de tener la facultad de exigir

a la Iglesia católica la aceptación de determinados preceptos relativos a su disciplina exterior,

y de revisar las actas de los Concilios antes de su publicación.

Según el conde de Toreno, el artículo 12, en donde se establecía el catolicismo como la

religión de la nación española, no suponía, a pesar de chocar con los principios de la tolerancia

y de la libertad de cultos, un obstáculo insalvable para lograr con el tiempo mayores cotas de

libertad religiosa. A su juicio, en las Cortes de Cádiz los diputados más afectos al principio

ilustrado de la tolerancia decidieron que lo más prudente era no hurgar en un asunto que

levantaría una excesiva oposición entre los sectores más conservadores de España, e impediría

la adopción de otras reformas.32 No obstante, para las generaciones posteriores éste sería uno

de los puntos más discutibles del liberalismo doceañista. A este respecto, merece la pena

contrastar la tesis del conde de Toreno con la opinión del republicano radical Álvaro de

Albornoz, quien, un siglo más tarde, señalaba que el gran error de los liberales del 12 fue el

negar la libertad religiosa por temor a la guerra civil: “les faltó la cuerda audacia de provocarla

oportunamente; al hacer todo lo posible por impedirla, sólo consiguieron retrasarla. Y vino

después [se refiere a las guerras carlistas], tarde y con daño, puesto que se encendió en las

turbias llamaradas del encono dinástico, y no en las ascuas vivas de la conciencia religiosa”.

Además, Albornoz, en la línea de Jellinek, señalaba que la libertad religiosa era el origen de

todas las libertades civiles: “Por no haber sido planteado y resuelto a tiempo el problema de la

libertad religiosa se hallan –escribía en la década de los veinte– en España sin resolver todos

los problemas políticos. La libertad civil no nace de la Revolución, sino de la Reforma”.33

31 Los artículos a los cuales se refería Canga son los necesarios para crear una Iglesia nacional. Por eso señalaba que la Iglesia española únicamente ha de poseer los bienes imprescindibles para la manutención del clero, debiendo enajenar los bienes raíces sobrantes; debe limitar su jurisdicción a los asuntos espirituales o relativos al fuero de la conciencia; debe suprimir el derecho de asilo y otras inmunidades de los clérigos; e incluso ha de admitir que las Cortes reduzcan el excesivo número de eclesiásticos seculares y regulares. Por supuesto, las antiguas regalías, como el patronato real, seguían siendo irrenunciables. Cf. CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., pp. 61-62. 32 En un país donde se destruye la Inquisición, donde existe la libertad de imprenta y “se aseguran los derechos políticos y civiles por medio de instituciones generosas” difícilmente podía imponerse el fanatismo y la intolerancia religiosa. Por todo ello –concluye Toreno, fue muy cuerdo “no provocar una discusión en la que hubieran sido vencidos los partidarios de la tolerancia religiosa.” (CONDE DE TORENO: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, Madrid, 1872, libro XVIII, p. 385). 33 ALBORNOZ, A.: La tragedia del Estado español, Madrid, Caro Raggio, 1925, pp. 133-134.

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Finalmente, la libertad de imprenta, reconocida por el artículo 371 de la Constitución de

Cádiz,34 si bien sólo se refería a materias políticas porque los escritos religiosos debían ser

sometidos a la aprobación y licencia de los obispos,35 constituye uno de esos derechos

individuales que sirven para conectar la sociedad civil con el Estado. Los publicistas de la

época, y en especial Flórez Estrada, en Reflexiones sobre la libertad de imprenta, solían

atribuirle tres funciones básicas: la primera consistía en la formación y difusión de la opinión

pública; la segunda en controlar e impedir las arbitrariedades de las autoridades públicas, en

especial las del ejecutivo;36 y la tercera, en instruir al pueblo y elevar su nivel cultural.37

En principio, esta libertad debería encuadrarse dentro de los derechos civiles. No obstante,

también se relaciona indirectamente con el poder legislativo, en cuanto éste tiene la misión, si

quiere convertirse en el portavoz de la voluntad popular, de ajustar sus leyes a la variable

opinión pública. Si a ello unimos que la publicidad, realizada a través de la imprenta, cumple

una función de control de los órganos de gobierno, no resulta extraño que esta libertad contara

con una garantía adicional, el artículo 131, que ordenaba a las Cortes su protección.

2. El concepto católico y contrarrevolucionario de libertad. En la época de las Cortes de

Cádiz también encontramos presente una concepción católica de libertad. Desde esta posición,

la libertad no es una facultad de hacer; más bien coincide con el libre albedrío, esto es, con la

potencia de todos los hombres para obedecer o desobedecer la ley natural. Para estos autores

católicos, la libertad civil de los revolucionarios sigue siendo absoluta, pues el límite

establecido por las leyes, en la medida que éstas dependen de la voluntad de los ciudadanos,

no constituye una auténtica limitación del querer individual. En el fondo, la libertad católica se

alza contra la idea de autolegislación y soberanía del pueblo, o lo que es lo mismo, contra la

34 “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes” (art. 371). 35 “En vano un diputado liberal, el americano Mejía, propuso que fuera suprimida también la censura religiosa. Diputados liberales de la importancia de Argüelles y Muñoz Torrero combatieron la proposición del diputado americano, rechazada casi por unanimidad de los representantes del país.” (ALBORNOZ, A.: o. c., p. 133). 36 Con este propósito, Flórez Estrada aludía a la conveniencia de que los debates constitucionales se hicieran públicos a través de la imprenta, pues veía en las sesiones secretas un nuevo camino para convertir a los diputados en déspotas. 37 PORTILLO, J. M.: o. c., p. 437.

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autonomía completa de la esfera política. Frente a la concepción revolucionaria que acaba

relacionando la libertad con el derecho subjetivo y con el autodominio y poder de los

ciudadanos, el concepto católico subraya la relación, por paradójica que parezca en principio,

de la libertad con el deber, la obediencia o la subordinación. Las obras de Torres Flores,

Villanueva, Martínez Marina y, ya entrado el siglo, la de Donoso Cortés, constituyen un buen

ejemplo de esta tradición. Me voy a servir de estos cuatro publicistas para reconstruir

brevemente la teoría católica de la libertad.

A finales del siglo XVIII, José de Torres Flores, en su Disertación sobre la libertad natural

jurídica del hombre (1788), distingue dos tipos de libertad, una superior, absoluta y sin límites

y otra inferior, circunscrita o limitada. La primera, la infinita, sólo reside en Dios, mientras

que la segunda, la limitada, es propia del hombre, pues la acción libre de la criatura está sujeta

a la ley que le prescribe su legislador; o en otras palabras, sus actos siempre han de ser justos,

rectos y santos. Sólo en los actos indiferentes posibles, aquellos que no son prohibidos u

ordenados por leyes divinas o humanas, el hombre goza de la mayor libertad.38 En el segundo

y tercer capítulo de la Disertación, el jurista polemiza con los filósofos modernos o libertinos

que, como Mably, defienden la “absoluta libertad del hombre”. A esta libertad ilimitada, cuyo

origen podría remontarse hasta la libertad cristiana defendida por Lutero,39 opone la católica

libertad jurídica y legal; la libertad que, además de estar acotada por la ley Natural, esto es,

“por la ley suprema, que el Divino Legislador grabó” en el corazón de cada hombre, lo está

38 TORRES FLORES, J. DE: Disertación sobre la libertad natural jurídica del hombre, León, Universidad de León, 1995, pp. 42-43 y 57. 39 Para los juristas católicos, Lutero, al defender que la libertad del cristiano implica la liberación de toda sujeción debida a la ley, estaría suministrando una base teológica al pensamiento de los filósofos libertinos: “Los enemigos de nuestra sagrada religión todo lo truecan, todo lo confunden y lo que se dice con certeza de una libertad [la del cristiano], lo apropian a aquella, que si gozara de este carácter se opondría al bien de la sociedad, como de facto contradice y repugna aquel principio fundamental que de la libertad social presenta Lutero en su tratado de Libert. Christ. [...]: “... nullo opere, nulla lege Christiano homini opus esse ad salutem, cum per fidem sit liber ab omni lege”. Principio del que los nuevos filósofos de nuestros días han deducido y con sofismas han intentado sostener la libertad absoluta del hombre, que no debe estar sujeto a ninguna ley, permaneciendo todos sin distinción en una perfecta igualdad.” (Ibidem, p. 46). En contraste con esta versión protestante y libertina, el católico Torres Flores sostiene que la libertad espiritual del cristiano, que la liberación de la esclavitud de la culpa o del pecado original, no se tradujo en una absoluta libertad, ya que “Jesucristo libertó a su Pueblo Cristiano, pero no le libertó de la [ley] divina, que obliga siempre y por siempre a toda humana criatura. Esta ley es la que prescribe la sujeción y dependencia que debe haber entre el superior por Naturaleza, o ley, y el inferior. Y de esta prescripción dimana la sujeción a las leyes positivas de los supremos Príncipes terrenos.” (Ibidem, p. 48).

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por la ley civil del príncipe que, de acuerdo con el iusnaturalismo tomista, dimana de la

natural. Para Torres Flores, la libertad natural jurídica coincide, en realidad, con el libre

albedrío, el cual, a su vez, se identifica con el deber del buen cristiano, dado que “dio el Señor

al hombre el libre albedrío para su bien, no para su mal”, para que usase, y no abusase, de la

“jurídica legal libertad”.40 Por lo demás, Torres considera que el mayor peligro no procede,

como podría pensarse inicialmente, de los autores protestantes o ateos, sino de aquellos

católicos que, como Gaetano Filangieri y otros pensadores próximos a los presupuestos

jesuíticos, intentaban adaptar la confesión romana al iusnaturalismo protestante de un

Heineccius o a la nueva filosofía.41

También el jansenista Joaquín Lorenzo Villanueva, en su Catecismo del Estado según los

principios de la religión de 1793, critica la libertad civil de los libertinos o revolucionarios

que “se opone a la subordinación a la legítima autoridad, y por otro nombre se llama

independencia”. El jansenismo de este primer y contrarrevolucionario Villanueva se puede

apreciar en la acentuación de la corrupción original del hombre, en la defensa de la sumisión

de la Iglesia a toda autoridad civil, aunque el príncipe sea un tirano, y en el aprecio

demostrado en todo su catecismo por Agustín de Hipona. No sólo –escribe Villanueva en el

capítulo VII– los discípulos de este padre de la Iglesia son los “mayores defensores de la

independencia y soberanía de los príncipes”, sino que, además, Agustín de Hipona es el mayor

valedor de “la autoridad divina de las supremas potestades”, de la dependencia de la Iglesia

con respecto a la autoridad temporal, y quien más ha luchado por “hacer entender a los

miembros del Estado que no tienen poder para desatar el lazo que los une con su cabeza”.42 A

40 Ibidem, p. 52. 41 Ibidem, pp. 94 ss.; pp. 132 ss. 42 En el prólogo del catecismo, Joaquín Lorenzo Villanueva señala que “la Religión no sufre ni puede sufrir en sus miembros independencia de la autoridad temporal: mándales que veneren las potestades, que se sometan a ellas, y las obedezcan en lo que no se opone al orden ni a la voluntad de Dios: y que por conciencia se sujeten a la constitución del Estado [...] tan leales quiere a los Fieles bajo el yugo de un tirano, como en el gobierno de un buen Príncipe.” (Catecismo de Estado, Madrid, Imprenta Real, 1793). Y en el capítulo VIII añade lo siguiente para demostrar la necesaria subordinación de la Iglesia a los mandatos civiles: “Tenían los Príncipes aun en la infidelidad toda la autoridad necesaria para hacerse obedecer en las cosas que de ella dependían. Debían sujetárseles todos, no sólo por temor del castigo, sino obligados por la conciencia. Nadie podía oponerse a su potestad sin resistir al orden y al autor del orden, que es Dios. Y aunque los Príncipes no lo conocían, antes bien eran enemigos declarados de su culto, no por eso dejaban de ser ministros de Dios [...] porque aun cuando los Reyes no hubiesen salido de la noche de la infidelidad, y hubieran perseguido siempre la Fe, no fuera menos digna de respeto la potestad que habían recibido de Dios para gobernar el Estado.”

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este respecto, al clérigo español no le basta con desautorizar a los nuevos filósofos y

revolucionarios franceses; como buen jansenista, también rechaza el laxismo católico –y

evidentemente está pensando en los jesuitas– que se halla en la raíz de la doctrina que

“autoriza al pueblo para juzgar al Príncipe”.43 Mas frente a la libertad revolucionaria o a la de

los católicos más laxos se alza tanto la “libertad esencial del hombre que consiste en la

naturaleza del libre albedrío”, como “la libertad de servidumbre que se opone a la esclavitud”.

Estas dos libertades, libre albedrío y libertad de servidumbre, son las únicas libertades que,

según Villanueva, son compatibles con “la sumisión y obediencia de los súbditos a las cabezas

del Estado”.44

Las obras de Martínez Marina Discurso sobre el origen de la monarquía (prólogo de la

Teoría de las Cortes de 1813) y Principios naturales de la moral, de la política y de la

legislación (1824) constituyen otro buen ejemplo de este concepto de libertad católica. Para

Marina, la libertad, en contraste con la tradición protestante y con el emergente liberalismo

europeo, “no podía en su concepto quedar reducida a una decisión voluntaria de adquisición

de una condición política, individual o colectiva. No podía fundamentarse en el verbo querer

sino en el verbo deber”. Por tanto, “ser libre no consiste en hacer lo que se quiere, sino lo que

se debe y es capaz de contribuir a la consecución de un bien sólido y permanente”.45 La

divinidad –concluye Marina– “dio al hombre la razón para conocer el bien, la conciencia para

promoverlo, y la libertad para adoptarlo”.46 De este modo, la libertad más natural es un satélite

de la razón,47 y el ciudadano goza de ella cuando puede seguir los dictados de la recta razón o

lex naturalis. Enseguida veremos que Donoso apenas se aparta de este esquema, y que el

ciudadano es libre para obedecer a un gobierno desempeñado por quienes más saben, y, por

tanto, se ajustan al derecho natural racional.

43 “[...] algunos Católicos han tenido atrevimiento para enseñar este error [...]: enseñan doctrinas contrarias a la seguridad y a la vida del Príncipe que abusa de su potestad [...] Que el Príncipe legítimo que abusa de su potestad, si amonestado no quiere enmendarse, puede ser depuesto por su pueblo, aun cuando le hubiese jurado obediencia perpetua; y que dada esta sentencia, puede quien quiera ponerla en ejecución.” (Ibidem, cap. VII). 44 Ibidem, cap. I. 45 Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 445. 46 Cit. en ibidem, p. 446. 47 “Quede –escribe Marina en un fragmento de su obra, pues establecido como un principio que la libertad satélite es de la razón, en cuyo torno debe rodar y describir la órbita de sus movimientos, como los satélites en derredor de su astro principal.” (Cit. en ibidem, p. 450).

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Marina no nos habla de libertad natural48 porque se desarrolle plenamente, como piensa

Bentham, en el estado natural, allí donde no hay leyes ni deberes sociales, sino porque el

hombre ostenta por naturaleza la capacidad suficiente para seguir el derecho natural positivo

que, por lo demás, ha de influir materialmente en las Constituciones humanas. Incluso, en caso

de contradicción, el deber del hombre católico siempre primará sobre el del ciudadano.49 Por

eso, el sabio legislador católico, si desea la paz social, tiene la misión de armonizar la libertad

civil con la libertad natural, lo permitido por las leyes del Estado con lo exigido por la ley

natural preceptiva.

Martínez Marina pertenece a esa tendencia moderada cuyo principal objetivo residía en

integrar catolicismo y revolución, Tomás de Aquino y Rousseau. Ya en su Discurso sobre el

origen de la monarquía sostenía que había sido el Aquinate quien estableciera, cinco siglos

antes que el ginebrino, el contrato como fundamento de la sociedad política.50 Pero

probablemente sea Joaquín Lorenzo Villanueva quien, una vez superada su anterior etapa

absolutista, nos proporcione con Las angélicas fuentes o el Tomista en las Cortes (Cádiz,

1811) la obra más representativa de esta tendencia.51

48 Para Marina, la libertad es natural “porque precede a todas las instituciones humanas, a todas las leyes positivas, a todos los pactos y convenciones facticias, y a todos los gobiernos políticos; natural, porque es inseparable del hombre y le acompaña en todas las circunstancias y situaciones de su vida.” (Cit. en ibidem, pp. 447-448). 49 “El hombre libre –escribe Martínez Marina en otro fragmento– no siempre puede hacer lo que las leyes positivas no prohiben, pues hay muchas cosas y acciones toleradas y positivas por la ley política, que reprueban y condenan la razón y la moral.” (Cit. en ibidem, p. 449). 50 MARTÍNEZ MARINA, F.: Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español, Madrid, CEC, 1988, p. 103. 51 En este libro, en donde el autor recrea una conversación entre un obispo, un fraile y un abogado, el primero de estos personajes, haciéndose eco del pensamiento de Villanueva y basándose en la autoridad de Tomás de Aquino, defendía la labor constitucional de las Cortes de Cádiz. En cambio, el personaje de fray Silvestre, en representación de la escolástica más rancia, temía que “de esas palabras mal entendidas se quiera colegir que Santo Tomás defendió también el contrato social de Rousseau”. Mas no había peligro, pues el obispo de Villanueva no se apartaba de la ortodoxia católica cuando decía que “no le basta a la ley civil ser expresión de la voluntad del legislador, sea quien fuere, sino que además debe ser justa y ordenada al bien común de la sociedad para quien se sanciona” (cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 334). Como era de prever, el obispo sólo encontraba en el Evangelio los criterios adecuados para decidir la justicia de la ley. Ahora bien, resultaba muy difícil conciliar catolicismo y liberalismo doceañista mientras la voluntad del soberano estuviera limitada por unas Escrituras cuyos más autorizados intérpretes siempre habían sido los prelados. Villanueva, más allá de su defensa de los cambios constitucionales y de su firme política regalista a favor de la lectura de la Biblia en la lengua del pueblo, y en contra de la Inquisición, del reconocimiento del Papa como obispo universal, del pago de dinero a Roma en concepto de bulas o de las injerencias de la curia papal, acababa otorgando a la Iglesia nacional una influencia decisiva, si bien indirecta, en el nuevo Estado.

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El Donoso Cortés de su etapa liberal o doctrinaria, el de las Lecciones de derecho político de

1836-37, será el último ejemplo que voy a exponer de esta concepción de libertad católica

ajena al sentido liberal o ilustrado de la Constitución de Cádiz. Si enunciamos la tesis de

Donoso Cortés sin ninguna explicación, puede parecer absurda: la libertad hace al súbdito, y

no al soberano. Pero esta completa inversión de la libertad revolucionaria adquiere sentido

cuando seguimos la argumentación de Donoso. El liberal doctrinario parte así de la esencial

distinción en el ser humano entre razón y voluntad, entre entendimiento y libertad. La

inteligencia es universal y sirve para comprender a Dios, al mundo, a los demás hombres y a sí

mismo; la voluntad es lo particular de cada ser, lo que lleva a la libertad, pero también al

individualismo y al aislamiento. Esta tensión entre razón y voluntad explica el eterno combate

entre la autoridad, en la cual se encarna la inteligencia, y la libertad individual generada por la

voluntad.

Según Donoso, “para la existencia de la sociedad dos condiciones son absolutamente

necesarias: que sea posible el Gobierno y que sea posible el súbdito”.52 La misión del gobierno

consiste en defender a la sociedad contra las invasiones de la individualidad humana que

conduce a la anarquía, sin que ello suponga caer en el despotismo. Pues bien, mientras “la

inteligencia hace posible el Gobierno, la libertad hace posible el súbdito”; o en otras palabras,

“el hombre manda porque está dotado de inteligencia y obedece porque está dotado de

libertad, porque la libertad no es otra cosa que la facultad de obedecer”.53 Una vez más nos

encontramos con una noción de libertad afín a nuestra tradición católica, pues coincide con el

libre albedrío para obedecer y desobedecer el ordenamiento jurídico creado por los más

inteligentes. Digámoslo con las palabras de Donoso Cortés: “un ser libre es el que

desobedeciendo puede prestar obediencia, el que prestando obediencia puede desobedecer”;54

el hombre –añade un poco más adelante– “como ser libre, nunca es más que un súbdito

sumiso o un súbdito rebelde”.55

Si la inteligencia está relacionada con el mando, y la voluntad o la libertad con la obediencia,

lógicamente la soberanía, el mando supremo, no puede localizarse en la voluntad, pues ello

52 DONOSO CORTÉS, J.: Lecciones de derecho político, Madrid, CEC, 1984, p. 64. 53 Ibidem. 54 Ibidem. 55 Ibidem, p. 66.

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significaría fundar la soberanía en la insurrección.56 Y, sin embargo, esto hace tanto el

despotismo como el liberalismo democrático o revolucionario: “los que han localizado –

vuelvo a citar a Donoso– la soberanía en la voluntad de los pueblos o en la voluntad de los

reyes han confundido en el hombre la soberanía con la desobediencia y en los pueblos la

soberanía con la insurrección”. Aún más: “todos los hechos que sirvan de base para localizar

la soberanía en la voluntad del hombre han de ser forzosamente crímenes morales o crímenes

políticos, crímenes públicos o crímenes privados”.57

Donoso Cortés distingue entre la soberanía de derecho y la de hecho, entre la divina y la

humana. La soberanía de derecho es ilimitada, absoluta u omnipotente y sólo la posee

inicialmente la divinidad. Se caracteriza esta soberanía por su espontaneidad e infalibilidad. La

acción del soberano de derecho es espontánea porque mientras el súbdito debe cumplir con un

precepto del soberano, la acción de este último no está determinada por ninguna otra norma. Y

resulta infalible porque “es ley del mundo moral que todo poder ofrezca al súbdito en su

constitución una garantía proporcionada a la importancia de las atribuciones de que se halla

revestido”.58 En cambio, la soberanía de hecho, la que existe entre los hombres, es relativa

porque la inteligencia humana ni es infalible, sino tan sólo un pálido reflejo de la razón

absoluta, ni espontánea, sino un poder sometido a la ley divina. Donoso rechaza de esta forma

tanto el derecho divino de los reyes como la revolucionaria soberanía popular, ya que, cuando

se atribuye a un sujeto mortal, que carece del don de la infalibilidad, las facultades ilimitadas

de la soberanía de derecho, tal gobernante se convierte inevitablemente en un déspota.

Pero Donoso también admite en situaciones excepcionales la omnipotencia social, esto es,

una soberanía humana semejante a la de Dios. En los períodos de revolución, “cuando los que

obedecen se insurreccionan con los que mandan”, “cuando el poder constituido y limitado

desaparece de la sociedad”, o “cuando el soberano y el súbdito se confunden”, “un poder

omnipotente es entonces necesario para que pueda decir a la revolución como Dios a la mar

embravecida: «No pasarás de aquí...».”59 Esta es la situación en la que hace su aparición el

dictador soberano, quien, dotado de la mayor potestad, esto es, del poder constituyente, ha de

56 “La voluntad –sentencia Donoso– no es soberana nunca: ni cuando obedece, porque la soberanía no puede fundarse en la obediencia, ni cuando desobedece, porque la soberanía no puede fundarse en la insurrección.” (Ibidem, pp. 65-66). 57 Ibidem, p. 65. 58 Ibidem, p. 67.

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poner fin a la crisis social y devolver a la sociedad a su estado normal. En estos casos, “sólo la

victoria confiere el derecho y legitima el poder”, pues el hombre fuerte e inteligente, el

dictador soberano provisto de un poder espontáneo, es alguien que las Constituciones no

pueden prever.60

Donoso Cortés concluye manifestando, de modo similar a Martínez Marina, que la voluntad

debe estar subordinada, ha de obedecer, a la razón. Por ello, el poder soberano de hecho ha de

predicarse forzosamente de la inteligencia; o lo que es igual, tan sólo “los más inteligentes

tienen derecho a mandar”.61 Esto, a comienzos del siglo XIX, significa que “las clases

propietarias, comerciales e industriosas”, en la medida que encarnan el principio de la razón,

son quienes deben gobernar. Si ser conservador es –como señalaba Cánovas en un discurso

parlamentario de 1872– “defender los intereses de la propiedad en general y los especiales de

las clases propietarias”, así como “los intereses de la religión”,62 está claro que la noción de

libertad de Donoso, más que liberal, es conservadora.

Esta noción católica o conservadora de libertad y de soberanía se acerca bastante al

absolutismo expuesto dos décadas antes de las Lecciones de Donoso en el Manifiesto de los

Persas. Pues en este famoso texto contrarrevolucionario, la monarquía absoluta “es una obra –

leemos en el parágrafo 134– de la razón y de la inteligencia: está subordinada a la ley divina, a

la justicia y a las reglas fundamentales del Estado”. El gobierno absoluto del Manifiesto, en

contraste con el decisionismo protestante de Hobbes, es tan limitado como el soberano de

59 Ibidem, p. 71. 60 “Él no pertenece al dominio de las leyes escritas, no pertenece al dominio de las teorías filosóficas; es una protesta contra aquellas leyes y contra estas teorías [...] El poder constituyente no puede localizarse por el legislador ni puede ser formulado por el filósofo, porque no cabe en los libros y rompe el cuadro de las Constituciones.” (Ibidem, p. 72). 61 “[...] pero no todos deberán gozar de derechos iguales, porque no todos están dotados de un grado igual de inteligencia, y no estando dotados todos de un grado igual de inteligencia, no pueden ofrecer todos una misma probabilidad de acierto, un grado igual de garantía. Si esto es así, señores, los más inteligentes tienen derecho a mandar; los menos inteligentes tienen obligación de obedecer.” (Ibidem, p. 70). 62 CÁNOVAS DEL CASTILLO, A.: Diario de Sesiones del Congreso de 11-6-1872, en ESCUDERO, J. M. (estudio y antología): Cánovas. Un hombre para nuestro tiempo, Madrid, Fundación Cánovas del Castillo, 1998, p. 85. También para Cánovas libertad quiere decir libre albedrío, pues sólo así se puede armonizar libertad y orden: “La libertad, que, rectamente interpretada, quiere decir respeto al libre albedrío, de donde se deriva la responsabilidad humana, así como el reconocimiento de la individualidad que aquél constituye en todo hombre y el ejercicio de la actividad espontánea con que Dios nos ha dotado a todos para cumplir altísimos fines peculiares a la par que imprescindibles fines

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hecho de Donoso, ya que “en un gobierno absoluto las personas son libres, la propiedad de los

bienes es tan legítima e inviolable que subsiste aun contra el mismo Soberano que aprueba el

ser compelido ante los tribunales, y que su mismo Consejo decida sobre las pretensiones que

tienen contra él sus vasallos. El Soberano no puede disponer de la vida de sus súbditos, sino

conformarse con el orden de justicia establecido en su Estado”.63 Con este peculiar

absolutismo, el Manifiesto de los persas rechaza la unión, tan esencial para la tradición

republicana y revolucionaria, de libertad política y derechos naturales del ciudadano.

A modo de conclusión, quisiera subrayar que en las páginas anteriores he pretendido poner

de relieve que en la época de las Cortes de Cádiz convergen dos tradiciones sobre el concepto

de libertad: la revolucionaria, que, a mi juicio, es sancionada por el texto constitucional, y una

concepción católica o conservadora, de la cual tenemos una versión liberal moderada, la de

Martínez Marina, que conecta con los doctrinarios católicos españoles, y otra absolutista, la

del Manifiesto.64 Sin duda, son dos conceptos de libertad que jugarán un papel esencial en la

vida política del siglo XIX, e incluso, me atrevería a decir, más allá de él.

comunes.” (Extremadura en el reinado de Isabel la católica, Disc. en la Academia de la Historia (1872), cit. en ibidem, p. 109). 63 El Manifiesto de 1814, en DIZ-LOIS, M. C.: El manifiesto de 1814, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1967, p. 265. 64 El manifiesto de los persas utiliza, pese a todo, la Teoría de las Cortes (1813) de Martínez Marina como una de sus principales fuentes históricas. Así lo han visto Miguel Artola y M. C. Diz-Lois (o. c., pp. 146-161).

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