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– 59 – GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. CAPITULACIÓN DE DUPONT EN BAYLÉN nueva solicitud de cruzar por el pueblo fue nuevamente rechazada por sus habitantes, alineados en las afueras de la localidad en pie de guerra. El general Liger-Belair, acompañado por su ayudante de campo y por el teniente Tascher, se acercó a pedir paso libre a las autoridades para atravesar Valdepeñas. Fue recibido por el cura de nombre Calao y por su edecán, un singular sujeto, apodado el «Contrabandista». Belair, solicitó hablar con la autoridad de la villa, pero el cura Calao y el «Contrabandista», le contestaron que el pueblo no quería ver pasar sus tropas por medio de Valdepeñas. Que si querían podían acampar en las afueras donde les lleva- rían víveres. Pero el general francés insistió en hablar con el alcalde mayor. Finalmente y después de una larga espera, el alcalde don Francisco Osorio, acudió al lugar. Acobardado, confuso y balbuceando don Francisco, sólo conseguía decir que era un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Que tenía la espada sobre su cabeza y que ya no podía hacer nada. El general pedía histérico la rendición de los insurgentes. El alcalde no le contestó, pero en su lugar lo hizo con coléricos gritos el cura Calao, en presencia de todo el pueblo que permanecía en el más absoluto silencio expectante a los acontecimientos dijo: «Por Valdepeñas no pasa ningún francés, que la falta de armas la suple el corazón». El general francés, indignado al ser retado por el cura del pueblo, dio media vuelta a la grupa de su caballo al que apretó las espuelas dándole un golpe seco en el vientre, y al galope regresó hasta situarse delante de sus tropas. Las campanas de la iglesia sonaban sin cesar mientras los escuadrones formaban en orden de ataque: Los dragones se si- tuaron a la derecha, mientras que los coraceros lo hacían a la izquierda y un escuadrón de cazadores avanzó hasta situarse frente a la calle principal. En la villa un continuo trasiego de un lado para otro: tumultos, gritos, carretas de un lado para otro... Cuando los dragones llegaron a la villa encontrando las calles re- pletas de barricadas desde donde los paisanos abrieron fuego, consiguiendo hacerlos retroceder. Los cazadores entraron en el pueblo por la calle prin- cipal al galope, mientras que los dragones y coraceros lo hacían por otra lateral libre de obstáculos. Cuando entraron en la localidad, los vecinos que previamente habían sido organizados y dirigidos por el Cura, les tenían

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Demostración del libro "Capitulacion de Dupont en Baylen" escrito por Raimundo Muñoz García

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Page 1: Capitulación de Dupont en Baylen

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GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. CAPITULACIÓN DE DUPONT EN BAYLÉN

nueva solicitud de cruzar por el pueblo fue nuevamente rechazada por sus habitantes, alineados en las afueras de la localidad en pie de guerra.

El general Liger-Belair, acompañado por su ayudante de campo y por el teniente Tascher, se acercó a pedir paso libre a las autoridades para atravesar Valdepeñas. Fue recibido por el cura de nombre Calao y por su edecán, un singular sujeto, apodado el «Contrabandista». Belair, solicitó hablar con la autoridad de la villa, pero el cura Calao y el «Contrabandista», le contestaron que el pueblo no quería ver pasar sus tropas por medio de Valdepeñas. Que si querían podían acampar en las afueras donde les lleva-rían víveres. Pero el general francés insistió en hablar con el alcalde mayor. Finalmente y después de una larga espera, el alcalde don Francisco Osorio, acudió al lugar. Acobardado, confuso y balbuceando don Francisco, sólo conseguía decir que era un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Que tenía la espada sobre su cabeza y que ya no podía hacer nada. El general pedía histérico la rendición de los insurgentes. El alcalde no le contestó, pero en su lugar lo hizo con coléricos gritos el cura Calao, en presencia de todo el pueblo que permanecía en el más absoluto silencio expectante a los acontecimientos dijo: «Por Valdepeñas no pasa ningún francés, que la falta de armas la suple el corazón». El general francés, indignado al ser retado por el cura del pueblo, dio media vuelta a la grupa de su caballo al que apretó las espuelas dándole un golpe seco en el vientre, y al galope regresó hasta situarse delante de sus tropas. Las campanas de la iglesia sonaban sin cesar mientras los escuadrones formaban en orden de ataque: Los dragones se si-tuaron a la derecha, mientras que los coraceros lo hacían a la izquierda y un escuadrón de cazadores avanzó hasta situarse frente a la calle principal. En la villa un continuo trasiego de un lado para otro: tumultos, gritos, carretas de un lado para otro...

Cuando los dragones llegaron a la villa encontrando las calles re-pletas de barricadas desde donde los paisanos abrieron fuego, consiguiendo hacerlos retroceder. Los cazadores entraron en el pueblo por la calle prin-cipal al galope, mientras que los dragones y coraceros lo hacían por otra lateral libre de obstáculos. Cuando entraron en la localidad, los vecinos que previamente habían sido organizados y dirigidos por el Cura, les tenían

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una buena preparada. Una vez dentro de Valdepeñas, fueron recibidos por un sin fin de disparos procedentes de los más diversos lugares: ventanas, tejados, barricadas, esquinas... Seguidamente comenzó a caer sobre los ji-netes una lluvia de: piedras, vasijas, muebles y todo objeto capaz de hacer daño a las cabezas de los cazadores. Los caballos comenzaron a clavarse agudos clavos previamente puestos y cubiertos de tierra por los vecinos. También pusieron un gran número de cuerdas tendidas al través. Los ca-ballos tropezaban, caían e intentaban incorporarse doloridos y nerviosos por el dolor producido al clavarse los punzantes clavos hincados entre las herraduras sin poder ser controlados por sus jinetes ciegos por el humo y polvo. Levantaban las patas delanteras una y otra vez relinchando, mientras giraban la cabeza a uno y otro lado. Pinchos puestos convenientemente para causar el mayor daño posible a los invasores, se hallaban bajo la tierra por todos lados. Caían al suelo los coraceros y cazadores, sufriendo tam-bién las mismas consecuencias que los enfurecidos animales. Heridos, al levantarse y querer dirigirse hacia algún lugar en busca de refugio, volvían a caer sobre otras puntiagudas púas quedando inmovilizados por las heridas en pies, manos y otras partes del cuerpo doloridas y ensangrentadas, mo-mentos aprovechados por los paisanos para atacarlos y rematarlos con una sarta de navajazos. Algunos eran arrastrados hasta las casas más cercanas, donde recibían una muerte atroz. Los disparos se sucedían sin descanso produciendo un ruido ensordecedor que incitaba aún más a los paisanos. Mientras tanto, las campanas redoblaban sus toques; por todas partes se oían gritos contra los franceses y vivas a la Virgen de la Consolación. Los jinetes caían con facilidad lesionados por toda clase de proyectiles: balas, piedras, tejas..., mientras que los caballos enredados por las cuerdas y do-loridos relinchaban y daban coces con los ojos que parecían salírseles de las órbitas, lo mismo que las de sus montadores.

Los franceses pronto comprendieron que habían caído en una trampa. Ideada por el cura Calao y previamente dispuesta por los paisanos organizados y dirigidos por el clérigo. Los jinetes a la vez que tiraban, giraban de las riendas en un intento de retroceder para salir de aquella ratonera, por el mismo sitio que habían entrado, pero ya era demasiado

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tarde: las calles habían sido cortadas con carretas después de acceder el último francés. Entre disparos de uno y otro lado, la caballería de Belair retrocedía abriéndose paso para salir de aquel infierno, desorientados y confusos. Ya todo el pueblo era un clamor, hasta las mujeres tomaron parte en el combate arrojando agua y aceite hirviendo desde ventanas y tejados, desesperando aún más a las caballerías e intrusos que perdían su control. Otras mujeres con garrotes y maderos escondidas tras las puertas de sus casas, salían para apalear furiosamente a los soldados que caían cerca: Ya sólo importaba morir o vencer.

A medida que los coraceros y cazadores conseguían superar el aturdi-miento producido por el duro golpe de la emboscada, el furor los enaltecía como a lobos hambrientos. Cuando pudieron, se dirigieron hacia las barri-cadas para abrirse paso en las calles y poder salir de aquel infierno. A me-dida que pasaba el tiempo, las tropas conseguían recuperarse poco a poco del brutal ataque inesperado. Esta situación, hacía que los vecinos se enva-lentonaran dando muestras de heroicidad. Hombres a pecho descubierto, armados con una simple navaja, se enfrentaban a los militares enaltecidos por sus oficiales. Sin ningún complejo entre el estruendo producido por los disparos, humo y polvo, rodeaban a los caballos para asaltar a sus jinetes que degollaban. La sangre se esparcía manchándolo todo de rojo: manos, rostros, pechos, uniformes y ropas de los paisanos. La sangre derramada en el suelo oscurecía la árida tierra que empapaba y absorbía.

Pronto fue enviada la infantería en apoyo de la caballería. La primera maniobra que hicieron fue rodear el pueblo. Después fueron tomando las calles una por una y seguidamente entraban en las viviendas. Hombres, mujeres, niños y ancianos fueron degollados sin piedad. Prendían fuego a las casas. La artillería disparaba desde sus posiciones en las afueras de la lo-calidad. Poco a poco, el pueblo se demolía. Valdepeñas era un auténtico in-fierno. Cuando los franceses consiguieron dominar la situación y restablecer el paso por la calle principal, ya libre de obstáculos, los escuadrones pasaron a galope sableando y arrasando cuanto se interponía en su camino. El terror se apoderaba de los paisanos que comenzaron a huir hacia las afueras bus-cando el campo para refugiarse. Fue entonces cuando la infantería, recibió

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cientos infantes, doscientos jinetes y dos cañones. Frente a la ciudad de Jaén se presentaba al día siguiente 20 de junio. Baste tenía órdenes de castigar la ciudad, de donde muchos de sus ciudadanos se habían desplazado días antes hasta Andújar para matar a los componentes del destacamento que Dupont había dejado, mientras que él con su división se dirigían a Córdoba con el fin de proveerse de víveres.

Los paisanos de Jaén formados en partidas, esperaban apostados en los puntos por donde debía pasar el enemigo en los alrededores de Jaén, lugares que tuvieron que ceder debido a la superioridad de las tropas fran-cesas, después de disparar el primer cañonazo. Cuando las tropas de Baste llegaron a Jaén, no pudo impedir que sus soldados saquearan la ciudad. El saqueo duró dos horas y arrasaron con todo. La mayor parte de la población había huido a las montañas y finalmente, Baste, consiguió terminar con la matanza de los que no pudieron o no quisieron huir.

El capitán de fragata Baste, posicionado frente a las murallas, envió un parlamentario exigiendo víveres y cuantas armas hubiesen en la ciudad. Cuando el pueblo conoció las verdaderas intenciones de Baste, corrió a las armas oponiéndose a la entrega de suministros y abriendo fuego contra los invasores desde distintos puntos de la ciudad, resultando muerto uno de los soldados que acompañaba al parlamentario, lo que provocó la ira de los franceses. Un tropel de paisanos armados salió a enfrentarse a las tropas enemigas, pero pronto fueron dispersados sin apenas dificultad por las disciplinadas descargas de los franceses, corriendo a refugiarse en las alturas de la sierra.

La resistencia puesta por los jiennenses, fue la excusa para que los franceses se entregaran al pillaje en la ciudad durante dos largas horas sin que su jefe pudiera evitarlo. Degollaron niños, viejos y religiosos enfermos en los conventos de Santo Domingo y San Agustín.

Al siguiente día 21, entrababan en Jaén el resto de tropas con su jefe a la cabeza entregándose igualmente al pillaje y desórdenes como lo habían hecho sus compañeros de armas, sin que hubiera sido suficiente para conte-nerlos la estipulación que después de una heroica resistencia firmó la Junta,

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en la que acordaron la entrega de víveres si se ponía fin a tan horroroso saqueo. Era el mediodía cuando los franceses abandonaron la ciudad. Sin embargo los víveres no se los habían entregado debido a la rotunda nega-tiva y tajante oposición del pueblo de Jaén, en la entrega de alimentos al invasor francés. El capitán Baste los reclamó impetuosamente amenazando con volver nuevamente sobre la ciudad.

Conociendo la Junta las intenciones de los franceses y los males que amenazaban a la ciudad, hizo salir hacia la sierra a las religiosas y familias que quisieran acompañarlas, dándoles protección durante la salida con al-gunos paisanos armados.

En la tarde del 21, el jefe de las tropas francesas hizo avanzar parte de sus fuerzas hacia Jaén abriendo fuego de cañón y fusilería por las calles. Entregados al saqueo, cometían los mayores desórdenes y atrocidades. Ante el desastre desatado, la Junta de Jaén trató en vano de contener la capacidad del enemigo y el inútil furor de sus inexpertos defensores.

Finalmente el capitán de fragata Baste, consiguió reunir quince mil raciones de pan, vino y carne, llevándoselas a Andújar donde llegó el día 22 de junio. Suministros con las que apenas tuvieron comida para un día y medio.

El 26 de junio se presentaba Vedel frente a Despeñaperros con los generales Roizer, Liger-Belair..., entre otros, para unirse a Dupont. Pero el principal problema que se le presentaba a Vedel, era el paso por Despeña-perros para acceder a la provincia de Jaén, debido a la presencia de partidas españolas en Sierra Morena.

Efectivamente, los españoles intentaron impedir el paso a los nuevos refuerzos solicitados por Dupont en el desfiladero de Despeñaperros cuando se dirigían al Sur, con algunas tropas que mandaba el coronel don Pedro Valdecañas y partidas de paisanos, pero no consiguieron detener el avance de los franceses. Valdecañas obstaculizó con troncos el camino a la altura de Los Órganos, en lo profundo del desfiladero escarpado, donde situó con-venientemente las piezas de artillería. Cuando llegó el momento decisivo de hacerle frente a Vedel, el coronel español abandonó sus posiciones y dis-

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persó sus fuerzas por lo escarpado de la sierra. La artillería fue tomada por los franceses que consiguieron cruzar el estrecho sin ninguna resistencia. Vedel, para mantener las comunicaciones con Castilla, dejó guarnición en la garganta de Despeñaperros y en Santa Elena. Después de este ligero en-cuentro con las tropas de Valdecañas, había atravesado Despeñaperros con su división, y el 27 de junio llegaba a Bailén, donde recibió la orden de destacar al general Cassague con una brigada para ocupar la ciudad de Jaén. Cuando Vedel atravesó Sierra Morena, se acababa de producir un nuevo aislamiento: Si antes no llegaban las noticias de Dupont a Madrid, ahora tampoco lo harían las de Vedel.

Aumentaba la preocupación al paso que avanzábamos hacia Despeña-perros. La llegada al Viso fue espeluznante. El pueblo estaba desierto, el silencio se imponía con espanto. Se le ordenó a la tropa derribar las puertas para entrar en las casas. La falta de víveres se imponía al pillaje y el ansia del dinero al horror. En las casas no había de nada, ni alimentos, ni botín..., aunque en las bodegas se encontró aguardiente. Pronto los barriles de todas las compañías se llenaron de licor. Apenas habían pasado unas horas, ya se encontraban casi todos los soldados embriagados.

El lamentable espectáculo era observado por el teniente Tascher. Lleno de tristeza, pensaba en cuanto debían odiarles ¡Es como la invasión de Roma por los galos! Después se dirigió al palacio donde encontró a un anciano al que preguntó por qué no había ido con sus paisanos.

–Creo que aunque franceses también sois hombres. Por otra parte mi vida casi está acabada y no tengo nada que se me pueda robar, contestó el anciano.

Después observó en la distancia lo que le parecían las terribles montañas...

El día 26 de junio llegaron a Venta de Cárdenas. El camino que cruzaba Despeñaperros se hallaba bordeado de precipicios y todo hacía pensar que era el lugar idóneo para ser atacados en una emboscada, por ello, el general Poinsot dio orden de detener la marcha. El general con cuatro dragones se adelantó hasta que los disparos de fusilería provenientes de las alturas acabaron con la vida de tres de ellos y con la de su propio caballo. Enseguida se ordenó abrir fuego: los suizos a la izquierda, la caballería ligera a la derecha, mien-tras la artillería y un batallón avanzaban por el Camino Real. Después de

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varias horas de disparar a las montañas pudieron los franceses llegar hasta el paso de Despeñaperros, donde los españoles esperaban. La artillería española abría fuego desde detrás de las rocas; la fusilería disparaba desde al menos un centenar de sitios. Durante el combate, un cura con sus hábitos al viento recorría las posiciones exhortando a los combatientes, pero ya todo era inútil, ante el avance de los franceses. Las posiciones españolas caían una a una; otras abandonadas presurosamente. Finalmente el cura también desistió y se dio a la huída retenida por el valor de un hombre que desde su posición resistía sin dejar de disparar. Allí mismo murió trinchado por las bayonetas.

La nueva columna de castigo se formó con tres batallones de la Pri-mera Legión y con el Destacamento de Marinos de la Guardia del capitán Baste, bajo el mando del general Cassague. La totalidad de la expedición estaba formada por tres mil cuatrocientos infantes, cuatrocientos caballos y algunas piezas de artillería. La columna compuesta por dos mil infantes y quinientos caballos, al mando del general Cassague, salió durante la tarde del

El capitán Baste, cuenta en sus memorias: «El día 1 de julio la ciudad estaba desierta, sin víveres y sin carros. Tuvimos que ir a buscarlos a unos siete u ocho kilómetros de Jaén».

El soldado francés Gille, cuenta en sus memorias: «Los Batallones Uno y Dos de la Primera Legión habían expulsado a los españoles que estaban en unos jardines (delante de la mu-ralla, en la parte Norte de Jaén), los persiguieron y acosaron hasta las montañas y se apoderaron de la fortaleza. Los españoles mataron a bayonetazos a un tambor de unos ocho o nueve años de la Primera Legión. Dos granaderos dieron muerte a sus agresores. Una mujer española mandó a su hijo de cuatro o cinco años ir a dar una rebanada de pan a un soldado francés, momentos en los que éste mató al niño de un disparo con su fusil a quemarropa. La madre se lanzó sobre el soldado, pero el miserable también iba a matar a la madre, momentos en los que llegamos varios soldados justo a tiempo para impedirlo. Mi teniente no pudo dominarse y corrió al encuentro del soldado que acababa de matar a la madre del niño al que golpeó con su espada, aunque la herida que le produjo, no fue lo bastante grave como para matarlo en el momento, aunque si le permitió darse a la huída no muy velozmente. Cuando volvíamos a nuestro campamento por las calles de Jaén, situado en la parte norte de los jardines, pasamos cerca del cadáver de un francés al que reconocimos por la herida que mi teniente le había causado. Era el soldado que mató al niño cuando se dirigía a darle un trozo de pan».

Gille también cuenta: «Cuando huyeron los habitantes de Jaén el día 1 de julio, dejaron extendida la pólvora que contenían unos barriles en una llanura situada delante de la ciudad. Después la cubrieron con paja que había cerca del lugar donde habían dormido los soldados franceses. La pólvora se incendió bajo los pies de los soldados provocando una explosión que cogió de lleno a los componentes de la Segunda Compañía francesa. Murieron varios soldados, unos setenta resultaron heridos graves y muchos de ellos quedaron ciegos».

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fiadas por si los franceses mantenían otras fuerzas ocultas. El frente español intensificaba el fuego, resistiendo a los incesantes disparos producidos por los franceses desde el refugio de sus posiciones resguardadas.

Bajo el cielo azul, los efectos del Sol pronto se hicieron sentir en las carnes de los soldados bajo los recios uniformes. Los disparos de la artillería francesa prendieron fuego a los campos sembrados de trigo seco que aún no había sido segado. Rápidamente comenzaron a extenderse las llamas, dejando la tierra cubierta por una fina capa negra de cenizas y espigas cal-cinadas humeantes. De vez en cuando, un suave ventorrillo aviva las llama-radas de los distintos frentes abiertos, dándoles mayor velocidad al avance del fuego que se acercaba peligrosamente a las primeras casas de Mengíbar. Del cielo caía una intensa lluvia de pavesas por todos sitios abriendo nuevos frentes de fuego. Ante esta situación, los zagales, mujeres y ancianos que no participaban en la batalla dando auxilio al ejército, no dudaron en movi-lizarse en un incesante ir y venir acarreando cubos de agua con el afán de sofocar las depredadoras lenguas de fuego, que prendían los amarillentos trigales haciendo desaparecer en unos instantes, todo lo que iban encon-trando en su avance y que tanto esfuerzo había costado al hombre.

Mientras los paisanos se afanaban en la extinción de las devastadoras llamaradas, el combate llegaba al cuerpo a cuerpo en la «Fuente de los Fran-ceses», así conocida desde aquel inolvidable día. El avance de ambos frentes en líneas compactas no se detenía, los infantes de línea avanzaban con el fusil en horizontal llevando la bayoneta como punta de lanza. A medida que se acercaban, los nervios los calmaban con gritos emitidos por sus gargantas que salían de lo más profundo de ellos. Ambos frentes parecían imitarse, pero cada uno quería impresionar al contrario con gritos de «guerra» más fuertes y temerosos. Aquellos hombres sabedores de que les aguardaba la muerte con toda probabilidad, avanzaban sin cesar. Conscientes de ello, no les quedaba otra opción ni más remedio que avanzar con los nervios a flor de piel. La suerte ya estaba echada, se trataba de un simple cara o cruz. La mayoría de ellos, creyentes y no creyentes, en esos instantes si no rezaban, suplicaban al cielo porque no fueran ellos quienes dejaran sus vidas en medio de aquel árido paraje. En instantes les venía a la memoria sus mejores mo-

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mentos vividos, también recordaban a sus familiares, mujeres, novias e hijos el que los tenía. Pero sus últimos pensamientos antes de encontrar la muerte era el de sus madres. En el choque pronto cayeron los primeros hombres al sentir el hierro en lo más profundo de sus entrañas; con caras angustiadas y los ojos vueltos alzaban la cara hacia el cielo como pidiendo el perdón divino. El combate fue horrible, espantoso, estremecedor..., tanto españoles como franceses enaltecidos por sus oficiales clavaban sus bayonetas en el pecho del enemigo. Mientras dos contrarios luchaban y protegían a la vez con sus fusiles, por la espalda no faltaba quien le hundiera el filo de la bayoneta, lo que enseguida producía un gran dolor y flaqueza en las piernas del herido, produciendo el desplome del soldado sin fuerzas y angustiado al sentirse mortalmente herido, mientras el que luchaba con él aprovechaba la indefen-sión para rematarlo, volviéndole asestar otro bayonetazo en el pecho claván-dole toda la hoja de su bayoneta. Gritos de angustia y dolor salían de lo más profundo de cada hombre cuando era golpeado o lesionado. Esta escena se repetía durante la lucha entre los soldados de uno y otro lado, envueltos en una gran polvareda que indicaba el lugar exacto donde se estaba dando el combate. El colorido de sus uniformes servía para distinguirse unos de otros y el gran tamaño de sus morriones para aparentar ser más altos e intimidar a su adversario. Esta lucha de cuerpo a cuerpo duró hasta que llegaron los españoles que habían cruzado por el vado y se dirigieron hasta el lugar por la trocha del río. Después de este infierno los soldados franceses se replegaron y se dieron a la fuga, dejando tirados en el campo de batalla a todos los heridos que no podían valerse por sí mismos. A continuación los españoles revisaron el estado de los heridos y con un disparo certero terminaban con sus vidas. Las armas y otros enseres de los franceses eran incautados.

La batalla hizo que se improvisara un hospital en Mengíbar donde los heridos españoles recibían cura y cariño de las mujeres y hombres del pueblo. En este improvisado dispensario murió don José Chérif, herido cuando combatía al frente de sus piqueros o lanceros de Jerez, donde dio ejemplo y muestra de una gran valentía.

La caballería y artillería española continuaban en retaguardia, fuera de acción, hasta que recibieron la orden de ocupar un cerro a mano derecha,

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FRANCIA:1. Sargento de 1.º de Cazadores a Caballo,

que formaba en las filas del Primer Regimiento Provincial de Cazadores.

2. Coronel de Artillería a pie. 3. General de División.

ESPAÑA:Garrochista junto a Fusilero de Milicias Provinciales.

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ESPAÑA:1. Capitán de Artillería a Caballo.2. Soldado de Artillería a pie.3. Minador de Primera.

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FRANCIA:1. Jinete del 12.º Regimiento de Dragones.

2. Teniente del 5.º Regimiento de Coraceros.

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General Teodoro Reding.General Dupont.

Napoleón Bonaparte.

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Maqueta representando la llegada de las fuerzas de Dupont a Cruz Blanca, su distribución y ataques contra la 1.ª División, Centro y 2.ª División de Reding, por la parte Oeste de Bailén cuando procedían de Andújar.

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El 11 de junio se propuso por el general Moreno, primer ayudante de Castaños, el «Plan de ope-ración o movimiento que debía hacer el Ejército». En síntesis consistía en hacer salir al enemigo de sus posiciones de Andújar, flanquearlo y situarlo entre esta población y Bailén, donde sería

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atacado. («Batalla de Bailén. Primer período». Del «Atlas de la Guerra de la Independencia». Biblioteca Nacional. Madrid).

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Esta desfavorable situación, hizo que Coupigny: alto, rubio, fuerte, colorado por el calor y encendido, como si toda su cara desprendiera fuego, se acercara. Hombre de pocas palabras, con un gesto dispuso la dirección del movimiento, después miró a los hombres, todos comprendieron por donde tenían que atacar. ¡Viva España! ¡Viva el rey Fernando! ¡Mueran los franceses! exclamaron todos y; el escuadrón de caballería se puso en movi-miento. La maniobra hizo avanzar para apoyar al Regimiento de Jaén, que perdía numerosos infantes y decenas de zapadores, al Primer Batallón del Regimiento Reding y la Cuarta Compañía de Zapadores, apoyados por los escuadrones del Regimiento España y el de garrochistas.

Formados en columnas los españoles, se desplegaron en batalla sobre los costados de los franceses obligándolos a desalojar la altura del Cerrajón donde habían estado antes. Después de la maniobra se pusieron frente al flanco enemigo y, nada más dar la orden de: «a la carga», los españoles picaron espuela cayendo sobre el enemigo en avalancha.

La caballería española penetró impetuosa en la primera fila a sablazos sin piedad; los caballos bramaban de furor. Algunos caían y otros se lan-zaban con más fuerza, destrozando cuanto encontraban bajo sus poderosas manos, haciendo un gran destrozo; los de la segunda fila española tenían más dificultades en el avance quedando envueltos entre la infantería gala. Sin embargo destrozaban pechos y cráneos sin piedad.

Otro escuadrón español volvía a cargar por el mismo flanco. Los fran-ceses eran muchos y estaban hechos a esos ataques, por lo que se defendían bien de la pesadumbre de los caballos, así como de los sablazos. Después de estas cargas, los imperiales no se dispersaron, los combates parciales pronto se entablaron, siendo preciso que la caballería española, desde el Ala Iz-quierda fuera en refuerzo para no ser envueltos y perdidos sin remedio.

En estas acometidas de los escuadrones de caballería españoles, tomó parte el de garrochistas venidos de Utrera y Jerez. A los coraceros y dra-gones en el ataque contra las fuerzas del marqués de Coupingy, les salió al encuentro este escuadrón de campesinos armados de picas, que después del primer choque, espantoso para los franceses, probaron y comprendieron

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el terrible efecto de las picas y de la fuerza y maestría de los picadores. Su superioridad táctica y numérica era contrarrestada por un sistema em-pleado para derribar toros ¡Qué carnicería! les produjeron a los coraceros y dragones cuando menos lo esperaban. Los jinetes franceses confiados en su superioridad ante esos paisanos armados con varas, jamás pensaron en el terrible daño que les iban a producir esos campesinos montados a caballo, que con gran maestría y facilidad derribaban a dragones y coraceros de sus monturas en los ataques, con la garrucha en horizontal, cuando se les acercaban de frente sable en alto con la intención de decapitar a todo aquel que se les interpusiera.

Los piqueros sólo tenían que tocarlos en el pecho con la punta de sus picas para derribarlos. A la espera de los acontecimientos, para rematar la acción de los garrochistas, se hallaban los bandoleros y presos puestos en libertad con el compromiso de luchar contra los invasores. Ambos grupos, fueron situados detrás de los garrochistas con la misión de disparar o pasar a cuchillo a los jinetes franceses caídos al suelo de sus caballos.

Los garrochistas o piqueros desempeñaron un papel importante en la Batalla, neutralizando con gran habilidad los continuos ataques de la caballería imperial que Privé intentó contra el lado izquierda de la Segunda División de Coupigny, para tomar las alturas y dominar los accesos de en-trada a Bailén con el fin de poder rodear a los españoles por el flanco.

Se lucieron estos piqueros, cuyas cargas hicieron gran matanza en los famosos dragones y coraceros de Privé cuando éstos atacaban. Los piqueros con las picas al frente en horizontal, apuntaban hacia la caballería imperial permaneciendo en su formación hasta salir al encuentro del enemigo. Re-cibida la orden de ataque, avanzaban orientando las picas hacia el pecho de los veteranos dragones y coraceros imperiales, como hemos visto. Caían al suelo nada más tocarlos con gran facilidad. Los franceses, pronto compren-dieron que no tenían nada que hacer contra estos campesinos españoles, pues jamás se habían enfrentado ante una caballería semejante.

Los españoles eufóricos acababan de conseguir una gran victoria ce-lebrándola con gritos de alegría escuchados por los del Centro del campo

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y arrasaba todo cuanto se le ponía por delante; en el aire una densa nube de humo blanco y polvo.

Poco antes de las dos de la tarde, Dupont sólo contaba con unos dos mil soldados en condiciones de combatir: los dos batallones de la Guardia de París, los jinetes de la brigada Privé y los marinos de la Guardia Imperial que aún le quedaban. Por su parte, Vedel seguía sin aparecer después de un cañoneo incesante de seis horas. Dupont enfurecido y lleno de ira gritaba desesperado: ¿Dónde está Vedel? ¿Qué hace Vedel? La amenaza de Castaños seguía latente, y la línea española desplegada frente a Dupont seguía entera y compacta, sin ninguna fisura. Sus soldados extenuados, con la fatiga y el sudor, debido a la sed y los terribles efectos del aire seco abrasador, apenas podían ya manejar las armas. En esto, el Destacamento Volante de Cruz Mourgeón apareció por la retaguardia francesa a la altura del Rumblar (Zo-cueca). Fue entonces cuando el general Dupont recibió un balazo en la cadera y se le vio vacilar en su caballo, momentos en los que los infantes franceses se detuvieron creyendo muerto a su general y comenzaron la reti-rada hacia los olivos de Cruz Blanca.

El batallón de los marinos había quedado deshecho por el intenso fuego producido por los cañones españoles, lo que les obligó también a retroceder en desbandada para no quedarse aislados en el campo de batalla. Previamente (19) los suizos de la brigada Rouyer, se habían estado batiendo contra los suizos de la unidad española situada frente a ellos, que resultó ser el Regimiento Reding Número Tres. La mitad de los dragones y coraceros estaban muertos o heridos y la artillería francesa permanecía silenciosa. Los franceses no consiguieron abrir ni una sola brecha contra las líneas espa-

(19) Respecto al enfrentamiento entre los suizos de la brigada del general Rouyer contra sus compatriotas del regimiento Reding, Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales man-tiene firmemente que los suizos lucharon unos contra otros. Modesto Lafuente, dice en Historia de España, respecto a los dos batallones suizos que los franceses traían en su ejército, se pasaron a los de España con quienes antes se habían batido. Con Priego López, en Historia de la Guerra de la Independencia, encontramos que los suizos de la brigada Rouyer chocaron contra la unidad española que tenían frente a ellos, resultando ser el Regimiento Número Tres del general Reding, por lo que se negaron a pelear y confraternizaron con sus camaradas.

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ñolas. ¡Todo el sacrificio francés había sido en vano! Esta situación, produjo a Dupont pánico, por lo que no le quedó otra salida que desistir en la lucha, ordenando sacar la bandera blanca. Enseguida apareció la bandera de la capitulación avanzando hacia donde se encontraba el general Reding. Dupont, mandó a su ayudante, el capitán Villoutreys a solicitar a Reding suspender el combate y paso libre por medio del pueblo. Reding aceptó lo primero, negándole lo segundo e informándole que debía consultar con el general Castaños, para lo cual, el capitán Villoutreys sería acompañado por los coroneles don Antonio de la Cruz y don Francisco Copons hasta Andújar en busca de Castaños.

Los soldados españoles se abrazaban con júbilo. Se confundían los distintos regimientos y los paisanos advenedizos con las tropas. La gente acudía con cántaros de agua. Se agrupaban los hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los generales entre la tropa mostraban su alegría con tanta sencillez como sus hombres. Gritos de ¡Viva España! ¡Viva el rey Fernando VII!, invadían el airé como anteriormente lo hacía el estruendo de los cañones.

Los imperiales con los brazos en alto y sus generales a caballo se acer-caban hacia los españoles. Posteriormente, mientras tenían lugar las nego-ciaciones de rendición de Dupont, debió ser cuando se pasaron al ejército español mil trescientos ochenta suizos, excepto los oficiales y trescientos ocho soldados que permanecieron con los franceses, siendo contados entre los prisioneros. Otro general que también había resultado herido durante el transcurso de la ofensiva, fue el de la brigada suiza Scharmm que recibió un disparo en el mentón.

Pasadas las dos de la tarde, la vanguardia de Castaños apareció antes de llegar al puente del Rumblar disparando varios disparos de cañón sin munición, mandada desde Andújar con la misión de perseguir a Dupont por su retaguardia. Se trataba de la Tercera División al mando del mariscal de campo don Félix Jones, formada por nueve mil trescientos setenta y cinco hombres y doce cañones, reforzada con parte de la división Lapeña, al mando del primero. Jones fue informado de la suspensión del combate, por lo que tomó posesiones al otro lado del puente del Rumblar ocupando

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Cádiz. Después de haberlos tenido en condiciones lamentables, los espa-ñoles los entregaron como prisioneros a merced del gobierno inglés.

En los meses posteriores, la mitad de los prisioneros fueron recluidos a la isla de Cabrera. Durante los más de cinco años de confinamiento que sufrieron muchos de ellos, recibían víveres muy irregularmente llegando a producirse algunos casos de canibalismo.

NAPOLEÓN AL RECIBIR LA NOTICIA DE LA CAPITULACIÓN

EN BAYLÉN

Esta novedad se la comunicaron el día 2 de agosto de 1808 mientras disfrutaba de los tintos de Burdeos y el público que lo aclamaba «le creía feliz», aunque lo cierto era que, por culpa de Bailén, «un rayo de tristeza había penetrado en su temerario e intrépido corazón».

Grabado número 33. Francisco de Goya.

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Cuando el Emperador fue informado del desastre de Bailén, derramó lágrimas de sangre por sus águilas humilladas y por el honor de las armas francesas ultrajadas. Aquella virginidad de gloria que él juzgaba inseparable de la bandera tricolor, se había perdido para siempre, había desaparecido el encanto, los invencibles habían sido vencidos, puestos bajo el yugo, ¿y por quién...?, por los que en la política de Napoleón eran considerados y tratados como pelotones de proletarios insurrectos.

El enfado del Emperador hizo que a los altos, jefes y generales del Cuerpo de Ejército de la Gironda, les fueran embargadas sus posiciones. Cuando éstos volvieron a Francia, les realizó un Consejo de Guerra sumarísimo, los degradó y expulsó del ejército retirándoles todo honor civil y militar.

Napoleón, al recibir la noticia del lugar al que fueron recluidos sus soldados, no hizo nada para su rescate, siendo como una especie de castigo por la derrota sufrida.

Grabado número 39. Francisco de Goya.

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bajo la cubierta superior, cerca de las cocinas. En ese lugar, yacían en la más asquerosa suciedad unos cuarenta hombres medio desnudos y algunos sin nada sobre sus carnes, porque los sanos no esperaban hasta la muerte para quitarles los andrajos que mal cubrían sus debilitados cuerpos.

La falta de agua y comida fueron nuestras carencias. Una vez más habían pasado cinco días sin que nos dieran agua ni pan. Aún nos que-daba medio saco de arroz que no pudimos cocerlo por la falta de agua dulce. Los españoles reían cuando izaban una olla atada a una cuerda para decirnos que no tenían verduras; un tonel para el agua... Al cabo de varios días, el cielo se nubló y por fin llovió. En seguida pusimos: cubetas, ollas y todos los recipientes que teníamos disponibles para recoger toda el agua posible. Lo primero que hicimos fue cocer el medio saco de arroz que nos quedaba y lo comimos desesperadamente, lo tragábamos, lo en-gullíamos... ¡Qué hambre teníamos! Al siguiente día, nos llevaron pan. Un sargento del regimiento de Gille, dotado de una memoria formidable, contaba cuentos durante la noche en el salón del Estado Mayor, donde se habían alojado gran parte de los suboficiales. Nos contaba: Las mil y unas noches, entre otros muchos cuentos. Nuevamente pasaron varios días sin que nos dieran nada de comer, sólo tenían agua para cocer: las correas, tirantes de los pantalones y las pieles de las mochilas después de haberlas escaldado para quitarles el pelo; tampoco olvidamos hervir las cañas de las botas. Pero antes de todo esto, los perros que llevábamos los prisioneros, ya nos los habíamos comido. El horror de aquellas hambres se repetía muy a menudo, motivo por el que muchos intentaron escapar nadando durante las noches con el objeto de poder llegar a la línea del ejército francés, que nos parecía cercano. Los españoles consiguieron detener a varios de los huidos, a los que en seguida llevaron nuevamente al «Vencedor», donde tan pronto como los subieron a cubierta fusilaron, alegando que los pri-sioneros tenían que ser responsables unos de otros. Este fue el motivo, por el que pusieron en los pontones una orden responsabilizando a los prisioneros de las tentativas de fuga, bajo pena de diezmarnos. Esta nueva orden dada, fue el motivo por el que los oficiales del «Castilla» remitieran a la Junta de Sevilla una queja que no tuvo ninguna consecuencia.

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– (1) Febrero de 1809: La Junta de Sevilla, ordenó preparar el em-barco de prisioneros para trasladarlos a las Baleares.

– (2) François: El 23 de febrero de 1809, habíamos pasado varios días sin comer. En Cádiz se produjo un tumulto, por que los vecinos querían matar a los prisioneros de los pontones. El 3 de marzo de 1809, dieron orden para que los oficiales prisioneros fueran provistos de víveres para un mes. Trasladaron a los oficiales de los marinos de la Guardia Imperial a la fragata «Neptuno». El 10 de marzo, autorizaron el traslado de los enfermos a los hospitales de La Guardiana, cerca de Cádiz, pero antes de llevárselos arrojaron a todos los muertos al mar, que pronto fueron arrastrados y espar-cidos por las olas en las playas de la isla de León.

Los españoles empezaron a sentirse satisfechos después de la muerte de tres o cuatro mil franceses, de un total de dieciséis mil ochocientos cin-cuenta y ocho prisioneros. Todos los días venía la misma barca para recoger los cadáveres de los pontones, se llevaba entre veinte y cuarenta muertos en cada viaje. De entre los mil quinientos y mil ochocientos reclusos que alojaba cada pontón, en algunos de ellos, los muertos alcanzan la cifra de setecientos. En tres meses, se calcularon unos tres mil los enfermos y en otros tantos el número total de muertos, permaneciendo sanos alrededor de diez mil ochocientos u once mil. Los prisioneros de los pontones, que estaban en el sur de la bahía, eran frecuentemente insultados por los vecinos de Puerto Real.

En varias ocasiones el populacho se acercó hasta el hospital con ánimo de hacer carnicerías de los heridos, pero por suerte el gobernador lo había dejado bien protegido con una considerable guardia.

– (5) Wagre: En el mes de marzo de 1809, a bordo del pontón nu-merado con el número dos, se encontraban principalmente los marinos de la Guardia Imperial. Estos se sublevaron y tomaron como prisioneros a los marineros españoles. Una de las fragatas, lo persiguió y al cabo de dos días lo trajo detrás de ella.

– (11) El gobierno local, posiblemente temiendo brotes de epidemias o a la llegada de alguna expedición francesa para liberar a los prisioneros,

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Navío «Santa Ana», remolcado por fragata francesa «Themis». (J. M. Izquierdo. Museo Naval. Madrid).

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fueron a Gibraltar, otros a Málaga, Almería y hasta Alicante llegó alguno. En el mar se quedaron siete navíos. Yo iba en el Dos. El barco se empapó de agua y luego se estrelló contra un escollo, pero felizmente pudimos llegar a Gibraltar donde permanecimos diez días que duraron las reparaciones. Después nos reunimos con otros navíos escoltados por dos fragatas, una inglesa y otra española.

El 17 de abril de 1809, el convoy se encontraba en la alta mar de Palma de Mallorca. Se produjeron negociaciones tensas entre los ingleses y las autoridades de Palma, que se negaban al desembarco de los prisio-neros, motivo por lo que el convoy se vio obligado a partir hacia la isla de Mahón donde llegamos al día siguiente. En este caso, las autoridades de Menorca sí dieron permiso para que desembarcásemos los cuatrocientos o quinientos prisioneros de dos barcos. Después, el convoy regresó a Palma de Mallorca.

La totalidad de los navíos no llegaron el mismo día a Palma de Ma-llorca, la entrada en su bahía se hizo entre los días 19 y 25 de abril. El 22, negociaron el intercambio de entre mil quinientos y dos mil prisioneros espa-ñoles y franceses, pero finalmente no se llegó a llevar a cabo el ansiado canje.

CABRERA

El 2 de mayo, la Junta de Palma dio orden para que los oficiales con graduación de capitán y superiores permanecieran en la isla, mientras que los suboficiales y soldados tenían que ser trasladados a Cabrera. A las tres de la tarde del día 5 de mayo de 1809, llegamos a la bahía de Cabrera dos mil novecientos setenta y siete hombres (Wagré también llegó el mismo día). A las seis de la tarde, habíamos desembarcado y a las siete los regimientos nos distribuimos. Era una isla desierta donde había una fortaleza abandonada. El nombre de Cabrera, se debía a las cabras que los vecinos de Mallorca sol-taban en la isla para que se alimentasen sueltas sin recibir apenas cuidado de sus amos. La mayor parte de los soldados éramos quintos de 1808 y pensá-bamos que volveríamos pronto a Palma, por lo que hicimos unas pequeñas chozas de un metro de altura para dormir con ramas y follaje. Yo, me hice una con ramas, en la que sólo podía estar sentado o acostado. Este abrigo lo