bullrich silvina - la tercera version

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LA TERCERA VERSION Silvina Bullrich I Mi madre se llamaba Claudia, como tú. No me cuesta ningún trabajo recordarla. Por el contrario, la tengo fija en la memoria como si hubiera vivido un solo día, un solo instante, como se recuerda a la gente que se ha visto una sola vez, o en una fotografía, con un solo ademán, un solo gesto, un solo peinado, un vestido único. Era como tú, rubia. Pero más pálida. Casi no puedo creer que tuviera labios rojos y quizás, en las mejillas, un tinte rosado. La recuerdo casi blanca, con ojos celestes; el pelo, que empezaba muy alto sobre la frente, era también excesivamente claro y fino. A veces lo amontonaba en un pesado rodete que doblaba su cabeza hacia atrás y exageraba el arco de su cuello, tan frágil que parecía poder quebrarse como un tallo. Otras veces lo dejaba desparramarse sobre su espalda y sus hombros, y yo me imaginaba que así se me aparecería después de muerta, con sus vestidos negros o su batones blancos. Resignada a ser fantasma, parecía amortajarse diaria- mente para evitar ese trabajo a las manos impías, y ya todas las manos del mundo eran para ella impías. En la persona de mi madre no había casi colores. Por eso la evoco a la vez esfumada y precisa, como una actriz muy dueña de sí que estuviera muriéndose en escena sin gritos ni estertores de agonía, serena, condescendiente y grave, como mueren las actrices serias, haciendo de la muerte un abandono digno, casi envidiable, una solemne co- quetería. Desde el día en que murió mi padre, la vida de mi madre fue un suicidio lento; lento, tan sólo, porque había resuelto vivir hasta que yo fuera hombre. Sin embargo, no me quería particularmente, por lo menos no me quería como las madres según se repitequieren a sus hijos, con bruscos accesos de ternura demostrativa, con la necesidad física, casi sensual, de sentir mi piel bajo sus labios o sus dedos, con un temor constante por mi salud o por accidentes emboscados a mi paso en cada bocacalle. Buscaba en mí a mi padre, y creo que vivía desolada porque no conseguía hallarlo. Pero su busca no era muy paciente ni muy porfiada; le faltaba fe; sabía que yo era un accidente de ese amor y que no me incumbía prolongarlo. En- contraba en mí rasgos de ella y de otras personas de su familia; rasgos sacrílegos, intrusos, que se atrevían, a deformar al ser perfecto y furiosamente querido. Mi madre era francesa por rama paterna; mi padre era español. Tu padre hubiera sido el mejor músico de su época decía mi madre. Durante muchos años creí que ese "hubiera" significaba "si hubiera vivido". Yo nací a los cuatro o cinco años de... En realidad, creo que se casaron porque yo iba a nacer. Conociéndolos, es

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LA TERCERA VERSION Silvina Bullrich

I Mi madre se llamaba Claudia, como tú. No me cuesta ningún trabajo recordarla. Por el contrario, la tengo fija en la memoria como si hubiera vivido un solo día, un solo instante, como se recuerda a la gente que se ha visto una sola vez, o en una fotografía, con un solo ademán, un solo gesto, un solo peinado, un vestido único. Era como tú, rubia. Pero más pálida. Casi no puedo creer que tuviera labios rojos y quizás, en las mejillas, un tinte rosado. La recuerdo casi blanca, con ojos celestes; el pelo, que empezaba muy alto sobre la frente, era también excesivamente claro y fino. A veces lo amontonaba en un pesado rodete que doblaba su cabeza hacia atrás y exageraba el arco de su cuello, tan frágil que parecía poder quebrarse como un tallo. Otras veces lo dejaba desparramarse sobre su espalda y sus hombros, y yo me imaginaba que así se me aparecería después de muerta, con sus vestidos negros o su batones blancos. Resignada a ser fantasma, parecía amortajarse diaria-mente para evitar ese trabajo a las manos impías, y ya todas las manos del mundo eran para ella impías. En la persona de mi madre no había casi colores. Por eso la evoco a la vez esfumada y precisa, como una actriz muy dueña de sí que estuviera muriéndose en escena sin gritos ni estertores de agonía, serena, condescendiente y grave, como mueren las actrices serias, haciendo de la muerte un abandono digno, casi envidiable, una solemne co-quetería. Desde el día en que murió mi padre, la vida de mi madre fue un suicidio lento; lento, tan sólo, porque había resuelto vivir hasta que yo fuera hombre. Sin embargo, no me quería particularmente, por lo menos no me quería como las madres —según se repite— quieren a sus hijos, con bruscos accesos de ternura demostrativa, con la necesidad física, casi sensual, de sentir mi piel bajo sus labios o sus dedos, con un temor constante por mi salud o por accidentes emboscados a mi paso en cada bocacalle. Buscaba en mí a mi padre, y creo que vivía desolada porque no conseguía hallarlo. Pero su busca no era muy paciente ni muy porfiada; le faltaba fe; sabía que yo era un accidente de ese amor y que no me incumbía prolongarlo. En-contraba en mí rasgos de ella y de otras personas de su familia; rasgos sacrílegos, intrusos, que se atrevían, a deformar al ser perfecto y furiosamente querido. Mi madre era francesa por rama paterna; mi padre era español. —Tu padre hubiera sido el mejor músico de su época —decía mi madre. Durante muchos años creí que ese "hubiera" significaba "si hubiera vivido". Yo nací a los cuatro o cinco años de... En realidad, creo que se casaron porque yo iba a nacer. Conociéndolos, es

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fácil comprender que el casamiento les parecía un formulismo innecesario, molesto por sus trámites, algo, además de superfluo, un poco mezquino para dos personas que no precisaban garantías para saber que formaban una sola. Por otra parte, mi padre y mi madre eran capaces de echarse a llorar ante un papel sellado, ante una ventanilla de banco, ante una libreta de cheques, ante un empleado del registro civil. Debo agradecerles el sacrificio que hicieron por darme una legitimidad que, como todo hijo legítimo, no sé apreciar en su valor. Deben de haberse sentido muy humillados, esos dos líricos, buscando su fe de bautismo, la libreta de casamiento de sus padres, todo el fichero de nuestras vidas que llevan las sociedades civilizadas. Y sé que mi padre fue a visitar al cura de su parroquia para ver si no era posible decir sus nombres en voz más baja y no, con el pretexto de las amonestaciones, ventilar un asunto que ellos consideraban estrictamente privado; el cura sospechó que en todo eso había algo extraño, y al domingo siguiente los nombró tres veces en la misma misa, consultando con la mirada, desde el pulpito, a los fieles azorados ante tal insistencia. Pero yo vine al mundo: había que quererme y era preferible esperar algo de mí. Mi madre esperó de mí lo único que el mejor de los hijos no puede dar con buena voluntad: el talento, quizás el genio; ese genio que mi padre "hubiera" sido. No olvides el "hubiera", Claudia: encierra la clave de mi vida, de mi resistencia al amor, tan débil, tan esporádica ahora, pero tiránica en un momento; la clave de mi forzada vocación de soledad y de sacrificio. No quiero anticiparme. Sólo con orden podré hacerte comprender qué clase de hombre soy en realidad, qué clase de hombre logro hacer de mí una madre iluminada, visionaria, perdida en el recuerdo ardiente de un hombre a quien quería... como si estuviera vivo, con un amor de mujer que no se resigna a calmar sus recuerdos o a cederlos a la muerte, a permitir que la muerte los vuelva sagrados. Por la noche mi madre se encerraba en la habitación que había compartido con mi padre y que nunca dejó de ocupar. El lado izquierdo de su ropero de tres cuerpos conservaba la ropa que había sido de él: los zapatos que nunca olvidan la forma del pie; el frac de los conciertos; el saco de fumar de la intimidad; los trajes grises, pardos, azules que usan los hombres, que parecen anónimos, iguales entre sí, pero que ninguna mujer confunde cuando han sido usados por un hombre amado. Mi madre solía poner alguno de esos sacos sobre el respaldo de una silla, lo cruzaba con una corbata, y yo siempre fingí no verlo, siempre fingí no comprender lo que evocaba. En las paredes de ese cuarto había retratos de mi padre, desde aquellos borrosos de su infancia, que lo representaban rodeado de hombres y mujeres sin rasgos ni edad, o solo sobre un intempestivo recli-natorio, hasta las fotografías de los últimos años y esbozos a lápiz hechos en el Café del Levante o en el "Lapin Agile" por algún amigo bohemio que no sabía si regalaba un papel inútil o una fortuna: las firmas, estampadas al pie, parecían un tímido interrogante planteado al destino.

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En un panel sus violines, todos, aquel que se había hendido en un choque de trenes, un supuesto Guarnerius, un auténtico Stradivarius. Y había cajones cerrados. Más tarde, al morir mi madre, me enteré de lo que contenían: cartas de mi padre, facturas de compras, recibos, una libreta con direcciones, sus obras inéditas, su reloj, sus gemelos, sus botones de cuello, sus ligas, su navaja, un mechón de pelo, unos sellos que él tomaba, su tijera de uñas; y francos, liras, marcos, pesetas, restos de giras gloriosas; mil objetos que debían de tener para ella un sentido cálido y preciso. En un umbral de ese cuarto, apenas alumbrado por una lámpara, mi madre me daba las buenas noches. Estaba de pie, con el cabello suelto, envuelta en su largo batón blanco. Rozaba rápidamente mi frente y me despedía con cierta impaciencia, como si yo le impidiera ser puntual a una cita. Y yo huía sin mirar hacia atrás, po-seído por un miedo irrazonado. Ese cuarto convertido en mausoleo me causaba tanto miedo que aún hoy me estremezco al recordarlo. La presencia familiar de mi madre no lograba confortarme. Presentía todo un mundo de fantasmas, noches habitadas por un misterio apasionado, doloroso, por una felicidad cruel; presentía que algo se desgarraba en ese cuarto, presentía la impotente rebeldía de mi madre, sus gemidos, quizá sus blasfemias. Yo corría a mi dormitorio, y nada ni nadie, ni amenazas, ni promesas, me habrían hecho volver, atravesando el corredor sombrío, hasta la puerta de mi madre. Tenía miedo de esos retratos que podrían cobrar vida sin dificultad a medianoche; de ese violín que seguramente lanzaba notas largas y quejumbrosas, sin que ningún arco cruzara sus cuerdas; de esa mujer que durante el día era mi madre y en las horas sin sol era una aparición que extenuaba su naturaleza, ya en-deble de por sí, en la busca infatigable de un amante muerto. En mi temor no había nada consciente ni morboso; mi madre era demasiado distante para que un niño la supusiera capaz del más ingenuo de los abandonos. Entre ella y yo había una molestia indefinida. Nunca nos besábamos, y cuando lo hacíamos llevados por algún acontecimiento ex-cepcional, nos separábamos en seguida, mirábamos hacia otro lado y hablábamos con precipitación de cualquier cosa para hacer retroceder en el pasado ese beso que no cuadraba con cierta indiferencia ya instalada entre los dos. Esa indiferencia, lo supongo ahora, era otro homenaje a mi padre, como si ella quisiera hacerme notar que, por muy hijo suyo que fuera, sería absurdo de mi parte pretender reemplazarlo, ocupar un verdadero lugar en su vida, convertirme en una importante y agradable razón de vivir. Yo me había impuesto, él había sido elegido. Yo era un deber, una responsabilidad, una sucesión de anginas, de tos convulsa, de niñeras, de profesores, de ropa que va quedando chica... Él había sido su felicidad. Aun al nombrarme lo recordaba: —Paul... —y quedaba pensativa, y agregaba con la condescendencia con que se

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comprueba la picardía inofensiva de un hijo — ¡Con qué gracia decía Paul tu padre! ... Con ese acento tan español, con ese francés que nunca consiguió pronunciar en forma comprensible. Yo la miraba estupefacto. Me parecía Imposible que hubiera dos acentos para pronunciar Paul. Hoy sé que es posible, pero entonces era tonto y sensato. Pensaba que un negro del África no podía tener al pronunciar Paul, mi nombre tan categórico, un acento muy diferente del más puro de los franceses de París. Y a veces me pasaba horas enteras intentando decir Paul con diversos acentos, sin lograrlo, claro está. Aún no comprendía el ardid de mi madre, su necesidad de buscar cualquier pretexto para hablarme de él. Yo, en general, desviaba el tema, un poco cansado de tener que vivir en éxtasis ante un muerto que ocupaba demasiado lugar en la casa, que entristecía a mi madre, nos aislaba del mundo, y cuyos rasgos apenas podía recordar, pues había desaparecido cuando yo tenía cinco años. Ahora vivíamos ella y yo con tres personas de servicio en una casa oscura y fría, atravesada por malignas corrientes de aire que nunca supe bien de dónde provenían. Quizá de las soldaduras defectuosas que unían los vidrios lila, verdes y blancos de la claraboya, o de alguna rajadura, o, quizá, hasta de la ausencia de cualquiera de esos vidrios. Tal vez el aire se filtraba por la cancel que daba directamente al vestíbulo o por esa infinidad de puertas y ventanas innecesarias de las casas de antes. Las habitaciones se sucedían, y la última, la mía, desembocaba en un patio bordeado de plantas raquíticas. Al otro extremo del patio estaban los cuartos de la servidumbre, la cocina, el la-vadero. En los días de lluvia o de frío, los budines, las gelatinas, llegaban rotos a la mesa a causa de la precipitación de la sirvienta en cruzar ese tramo desamparado de la casa. Para evitarlo, mi madre llegó a excluir ciertos platos de las comidas de invierno, y aún me asombro, con un asombro irrazonado y pronto reprimido que me arranca una sonrisa incomprensible para los demás comensales, cuando veo llegar a una mesa, en un día de lluvia, un budín decorado e intacto. Para calentarnos teníamos un brasero , en la sala, un gran brasero de cobre rodeado de un marco octogonal de madera claveteada; cerrando los ojos siento todavía el olor que despedían las brasas cuando yo me divertía en raspar la leve capa de ceniza que las cubría; era un olor ocre, desagradable, que armonizaba con la sombría soledad de mi casa. Tengo, al recordarlo, nuevamente miedo de los ladrones y de los aparecidos, de las largas tardes de invierno, de los difíciles problemas de aritmética que nadie me ayudaba a resolver; miedo de los sabañones, de mi nariz siempre húmeda por un resfrío que duraba todo el invierno y extendía desde sus cavidades hasta mi labio superior dos rieles rojos de paspaduras. Y siento mis movimientos trabados por las mangas demasiado estrechas y cortas del sobretodo del año anterior, que mi madre conservaba para que yo lo usara al año siguiente dentro de la casa. Además del brasero de la sala había una salamandra en el comedor.

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Cada uno de esos artefactos que servían para calentarnos remueve en mí una sensación nítida y autónoma que surge, fugaz, y se incorpora por un instante a mi presente. Muchas veces me quemé los dedos por querer despellejar los rectángulos de mica (¡ah, el olor inconfundible del óleo cal-cáreo!). Al final terminaba por romper alguno, y el obrero que entonces venía a reemplazarlo me regalaba un trozo compacto de mica, pesado como una piedra. Yo miraba feliz, deslumbrado, mi extraño juguete, pensando que podría divertirme durante largo rato, cada día, sin quemarme los dedos. Pero había demasiadas hojas, era demasiado fácil separarlas. . . y casi sin darme cuenta atentaba de nuevo contra los finos rectángulos de la salamandra. Nuestro instinto busca desde la infancia juegos que entrañan riesgos y ponen nuestra paciencia a prueba. Dos caloríferos a kerosene, altos, tubulares, completaban nuestro equipo de calefacción. Uno estaba siempre en el cuarto de mi madre; otro, en el mío. El cuarto de roperos, los pasillos, la biblioteca con su chimenea misteriosamente inutilizada, eran fríos y húmedos como sepulcros. He dicho que nadie me ayudaba a hacer mis deberes, que tenía que debatirme, solo, con dificultades que los maestros nunca enseñan a resolver. Esto no se debía a un egoísmo de parte de mi madre, sino, sencillamente, a su altivo y terco desdén por ciertas ramas de la enseñanza. Mis notas no le interesaban. Ella tenía su idea, una de esas ideas fijas que tienen los solitarios y los dementes: quería que yo fuera artista. Artista como había sido, como "hubiera sido" mi padre... cada vez que se hablaba de mi porvenir, y se hablaba casi todos los días a la hora de almorzar, me clavaba los ojos, y yo gritaba: —Voy a ser artista. Lo mismo habría gritado "voy a ser verdugo", de haber creído así librarme de su mirada. Como ya te lo he dicho, esto sucedía a la hora del almuerzo. Todos los días se sentaban a nuestra mesa, a las doce y media, tres comensales a quienes tratábamos como a miembros de la familia. Uno era nuestro médico, el doctor Braulio, un hombre sereno, inteligente, alto, de cara plácida y sienes canosas; en él pensaba para tranquilizarme, antes de dormirme, cuando ya no me sentía con fuerzas para soportar solo mis temores nocturnos. El otro era el padre Fidel, un sencillo sacerdote de parroquia, traído a casa sabe Dios por qué viento, pues mi madre no pisaba una iglesia desde el día de sus bodas. La otra era la señorita Tomasa, tía Tomasa, como yo solía decirle para enternecerla y atraerme su buena voluntad, una prima de mi padre, soltera, fea, tímida, supongo que virgen, y plagada de manías extraordinarias. Aseguraba que le bastaba un vistazo para conocer a la gente, que nunca se equivocaba; y no corría riesgo alguno de ver refutada su teoría, pues no entraba en sus costumbres admitir errores. Tomasa tenía un gran desdén por los pobres y por los argentinos; esto último se debía a la influencia que había ejercido sobre ella, treinta años atrás, un polaco,

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profesor de griego, a quien había considerado su novio sin que mediara la menor promesa de amor. Por lo demás, sobra decir que era pobre y era argentina. Estas tres personas y mi madre se sentaban a la mesa cuando calculaban que yo estaba a punto de llegar de la escuela; la costumbre había hecho que el cálculo fuera infalible. Cuando la sirvienta entraba con la sopa por una puerta, yo entraba al comedor por la otra. —¡Hola, caballero! —exclamaba el jovial doctor Braulio—. Venga a sentarse a mi lado. La invitación era innecesaria, pues no quedaba otro asiento disponible. Yo obedecía y él continuaba: —¿Y? ¿Ya habrás resuelto seguir mi ejemplo y ser un buen médico sin clientela? Un largo escalofrío me recorría el cuerpo ante ese tenaz afán de martirizarme que tenían las personas mayores. Adivinaba que los ojos alucinados de mi madre se dirigían hacia mí, los sentía pesar en mi frente inclinada sobre el plato de sopa. —¿Médico? —exclamaba el padre Fidel—. Sacerdote, amigo, sacerdote; dígame usted si ha conocido un niño más reposado, menos travieso, tan amigo del silencio y de la meditación, más dispuesto a la obediencia. Todas las condiciones para ser un buen sacerdote. —Cállese, hombre —decía el doctor Braulio, que, como todos los médicos de su época, blasonaba con mesura de librepensador, quizá para sobrestimar la flaca ciencia que poseía o había poseído en los años de Facultad—, cállese, no soy "come-frailes", pero por uno santo como usted . . . sí, no se defienda... hay cien que... bueno, mejor no hablar... Aquí la señorita Tomasa alzaba los brazos al cielo y exclamaba: —¡No sea irrespetuoso, doctor Braulio. Además, de política y religión no se habla en la mesa. El doctor continuaba sin inmutarse: —Por otra parte, un hijo único no es sacerdote en ningún país del mundo; debe continuar el apellido, la estirpe. . . Y aun suponiendo que no sea médico. . . ya ve, admito que no lo sea, pero una carrera liberal, eso sí. . . Una carrera liberal; no hay otro camino para hacer camino. Reía de su triste juego de palabras, y mientras la señorita Tomasa, tomándonos por testigos, decía: "¡Qué chistoso es este doctor!", continuaba: —Mire, con una carrera liberal un hombre puede hacerse rico, famoso, formar un hogar, ser libre, tenerlo todo a la vez. Pero la señorita Tomasa, animada ya por la discusión, terciaba, feliz de encontrar una oportunidad para exponer sus conocimientos de caracterología: —Nada en este chico permite creer que vaya a tener vocación religiosa. Fíjense ustedes bien: los futuros santos o sacerdotes, que para el caso lo mismo da, sienten desde chicos el llamado imperioso de la vocación. Conocí a

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un niño que, con las monedas que le daba su padre el domingo, o quizá con el peso, no puedo asegurarlo, probablemente con el peso, porque era de una familia acomodada, el padre era abogado de varias compañías y la madre era hija de un estanciero de Bahía Blanca ... Bueno, ¿por dónde andaba? ¡Ah, sí! Pues ese chico, en lugar de comprar chocolatines, compraba medallitas y luego corría a la iglesia a hacerlas bendecir. Era muy devoto de san Rafael. Y llegó a pasar un año entero sin postre a fuerza de hacer sucesivas promesas. Pablo, en cambio, nunca hace promesas, no me discutan, lo sé. Lo he observado bien; nunca lo he visto rechazar un postre, salvo el flan de naranja, porque lo detesta; lo cual a mi entender, prueba que no es por devoción. Ni siquiera tiene, como todos los niños, una caja de estampas. Yo le di una estampita muy delicada, de encaje plateado, con un ángel vestido de rosa en el centro... No me atrevía a levantar la vista. Los ojos de mi madre estaban clavados en mí y su mano temblaba ligeramente al romper un pedazo de pan que no se llevaba a la boca. El padre Fidel y el doctor Braulio se hacían guiñadas y a veces, para no echar-se a reír, mordían la servilleta. Todos ignoraban el drama mudo que se desarrollaba entre mi madre y yo. —Por otra parte —continuaba imperturbable la señorita Tomasa—, los futu-ros hombres de ciencia hacen experimentos desde la infancia. Un sobrino de una parienta de la dueña de mi pensión provocó un incendio que, afortunadamente, pudo ser apagado en el acto, para comprobar a qué temperatura puede llegar el alcohol sin encenderse, y ahora está en primer año de medicina. Mi primo, desde chico... Pero aquí mi madre se impacientaba; trémula, con una voz aparentemente suave, pero amenazadora para mí, exclamaba: —¿Por qué no lo dejan opinar a él? Ya tiene once años. ¿Cuál es tu vocación, Paul? ... ¿Cuál? ... ¿Cuál? ... Piensa bien antes de contestar. ¡ Qué iba a ponerme a pensar! Conocía la consigna y no veía el momento de que terminara la discusión. Aullaba: —¡Artista! ¡Voy a ser artista! El doctor Braulio se encogía de hombros. —Usted está sugestionando a este chico, Claudia, y le facilita, además, un excelente pretexto para ser mal estudiante. Ya conozco el axioma: "Todos los genios son malos estudiantes". Pero ¿cree usted acaso que todos los malos estudiantes resultan genios? —Paul tiene a quién salir. El doctor reía entre dientes; luego agregaba, dirigiéndose a mí: —¿Y qué clase de artista piensas ser? ¿Payaso, malabarista, cantor de tangos? —No sé. . . —¿Cómo no sabes? —Y la voz de mi madre vibraba desesperada y sus ojos perseguían los míos para incrustar en ellos su pensamiento. —¡ Músico! ¡ Músico! —clamaba yo.

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Y pensaba en mi falta de oído, en mis dedos rígidos que golpeaban torpemente las teclas, en el violín abandonado por consejo del mismo profesor. Conversaciones como esta, con ligerísimas variantes, se repetían en todos los almuerzos, hasta que un día, por fin, todavía ignoro cómo sucedió, tuve el coraje de rebelarme. ¡Quién iba a decirme que de esa rebelión dependía la paz relativa de mí futuro inmediato, y que gracias a ella y al doctor Braulio iba a enterarme de mi verdadera vocación! Yo había llegado al comedor al mismo tiempo que la sopera de porcelana; como siempre, el doctor Braulio me había señalado mi asiento; como siempre, todos arreglaban mi porvenir a imagen del propio, y los ojos de mi madre buscaban mis pupilas tras los párpados obstinadamente bajos. Ella dijo al fin, como siempre: —Pero Paul va a ser músico, no hay discusión. ¿No es verdad, hijo mío? El día anterior me había levantado del piano llorando, y ese recuerdo me perseguía, así como las palabras iracundas del profesor: —Ensaye el dibujo, la escultura... ¡qué sé yo!..., lo que se le antoje, pero deje la música en paz. Es inútil engañarse, nunca distinguirá una sonata de una ópera. ¡Estas madres que martirizan a sus hijos y los vuelven idiotas por querer sacar genios! Y había rezongado que, para confirmar su opinión, ni siquiera volvería a cobrar el sueldo, y eso que sabía Dios si la vida era difícil, que le había costado un ojo de la cara la operación de su mujer. . . Yo me escapé reteniendo las lágrimas con dificultad, mientras él abría la cancel explicando a un auditorio ausente que a Rosa le habían hecho un tajo enorme, que había estado cerca de dos horas en la mesa de operaciones y que el médico... Entonces, al día siguiente, en el almuerzo, estallé: —No puedo ser músico, mamá, no puedo. Seré pintor o escultor o no sé qué otra cosa se puede ser cuando uno quiere ser artista, pero ni siquiera tengo oído, nada. Hasta creo que detesto la música. Las lágrimas corrían, me hacían arder las paspaduras de encima del labio. Mi madre quedó muda, más pálida que nunca, e instintivamente apretó con su mano derecha el medallón de oro, colgado de una cinta atada a su cuello, que encerraba la fotografía de mi padre y unas hebras de su pelo. Hubo un instante de pánico. Todos presentían que acababa de suceder algo trascendente. El doctor Braulio fue el primero en reaccionar. —Tienes razón, Pablo —dijo con la voz firme de un general que ve llegada la hora de impedir que sus tropas dispersas se subleven o huyan—. Así habla un hombre. La vocación no se fuerza, llega sola y es irresistible. Es un mandato. La vocación se cumple aun en el fracaso. Tú cumplirás la tuya. ¿Te gusta la pintura? Yo estaba nuevamente aterrorizado; no comprendía cómo había tenido valor

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para decir esa frase monstruosa; habría dado todo por borrarla y continuar la comedia que alimentaba en mi madre, ya que no un deseo, por lo menos una vaga paciencia de vivir. Iba a mentir; el doctor Braulio lo presintió y me detuvo. —No mientas, Pablo. Espero de ti la verdad. El único recurso era echarse a llorar, y lo empleé sin demora, ruidosamente. La señorita Tomasa se levantó de su silla, corrió hacia mí, me estrujó entre sus brazos flacos, un poco torpes para las caricias, de mujer soltera y virtuosa. —No llores, Pablito, no llores; tú serás de todas maneras un gran hombre, el orgullo de tu madre, el sostén de su vejez. Vi entre lágrimas a mi madre, altiva, mirando nuestra escena con una sonrisa irónica. No pensaba llegar a vieja ni precisaba sostén. Dijo, cortante: —No necesito un hijo para lucirme ante amigas que no tengo, ni para que me mantenga en la hora del reumatismo. Titubeó, y luego agregó con voz ya más blanda, más desolada: —Esperaba que cumplieras lo que tu padre no pudo cumplir... por mi culpa. Dijo esas tres últimas palabras en voz tan baja que creí haberlas inventado. Los demás no repararon en ellas. El padre Fidel, a pesar de su discreción, creyó llegado el momento de intervenir: —Hija mía, los designios de Dios son inescrutables. Tu hijo será lo que Él haya dispuesto en su sabiduría. Ten la humildad de creer que sabe más que tú. —Amén —dijo mi madre, feroz. El padre Fidel continuó: —No desesperes; a veces una vocación llega tarde y por vías inesperadas. ¡Qué fácil sería la vida si los deseos de nuestros padres hicieran las veces del talento, de la voluntad, de la vocación! Créeme, hija mía, que no habría sino hombres perfectos. Pero el doctor Braulio, que, desde hacía algún tiempo, presentía mi tortura, no quiso que esa escena tan dolorosa fuera estéril. Ya que lo más difícil había sido dicho, lo mejor era aprovecharlo para fijar las bases de mi personalidad. Me preguntó: —¿Tienes ahí tu libreta del colegio? —Sí. —Dámela. Me levanté, corrí hacia mi valija, que había quedado como siempre en la percha del vestíbulo; la abrí, saqué la libreta, volví con ella al comedor y se la entregué al doctor Braulio. Él la miró, la estudió, volvió las páginas para enterarse de las notas de los meses anteriores. De pronto me clavó una mirada curiosa. —Cuando estás solo en tu cuarto, ¿qué haces, Pablo? Enrojecí, no sé bien por qué, pero casi todos los niños se sonrojan cuando les hacen esa pregunta a quemarropa. Él insistió : —¿Juegas?

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—No mucho. —¿Lees? —Sí. —¿Mucho? —Siempre. Entonces agregó la pregunta fundamental : —¿Nunca escribes? Quiero decir, además de hacer tus deberes, ¿ no escribes por placer? Enrojecí aún más. Ese era mi secreto. —Sé franco, Pablo. Había una gran expectativa. Confesé. —Sí, doctor, escribo. El doctor Braulio sonrió triunfante. Después se volvió hacia mi madre: —Usted está ciega, Claudia, ciega a fuerza de tener una obsesión. Este chico tiene una vocación fija, salta a la vista con sólo hojear su libreta. Todos los meses es más o menos lo mismo: aritmética 3—, matemática 3—, geometría 4—, historia 5, geografía 5—, ortografía 10—, gramática 9—, declamación 10—, composición 10—, literatura 10—; en las demás materias, química, instrucción cívica, etcétera, vuelven los 4 y 5. Y así todos los meses. No creo que pueda existir un gusto más definido. Este chico es un futuro escritor. La noticia no pareció alegrar a mi madre en forma excesiva. El golpe anterior había sido demasiado fuerte. La señorita Tomasa, en cambio, triunfaba ruidosamente y desarrollaba por milésima vez sus teorías respecto al carácter y a sus manifestaciones en la infancia. En su fuero íntimo, pasado el primer júbilo, lamentó siempre no haber descubierto, en vez del doctor Braulio, esa carrera más conforme a mis gustos, hasta que empezó a transformar imperceptiblemente los hechos y, diez años más tarde, después de haberlos transformado por completo, contaba a quien quisiera oírla cómo se había dado cuenta un día, al hojear por casualidad mi libreta de calificaciones, que yo había nacido para escritor. Y se habría sentido injustamente ofendida si alguien hubiera osado contradecirla o tratarla de mentirosa. Lo cierto es que ese día nadie la escuchó y pudo recitar a gusto todas sus anécdotas. Yo, envalentonado, hablaba con el doctor de mis lecturas, de mi amor a la poe-sía, de mis autores predilectos. Le prometí mostrarle al levantarnos de la mesa una "Oda a la oscuridad", que había escrito recientemente, y varios cuentos que pintaban, en su mayoría, las angustias de algún escolar pobre o enfermizo, y que estaban directamente influidos por Daudet y por Dickens, lo cual no impidió que el doctor tuviera el tacto de extasiarse ante ellos. Sin embargo, el rostro de mi madre se animaba poco a poco. —Un escritor es también un artista —exclamó de pronto—. Mi marido decía siempre... ahora recuerdo... sí, decía: "La música y las letras son lo más digno que ha inventado el hombre; nos apartan de la mediocridad de la vida diaria, nos llevan al terreno de lo ideal o de la idea". Y también decía: "La poesía es música y la música es poesía". Y un día me dijo: "Fíjate si ese violín

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no habla como una página magistralmente escrita..." o quizá fuera al revés... sí, es más natural que fuera al revés. "Esta página está tan magistralmente escrita que habla como un violín... casi como un violín". Y otra vez... Arrugaba la frente en el esfuerzo que hacía por recordar y fijaba los ojos en la pared como si allí estuvieran escritas las palabras memorables de mi padre. "Para saber si algo está bien escrito hay que leerlo en voz alta... La música es todo... Es la suma de todas las armonías, es el corazón en donde desembocan todas las corrientes de armonía de la naturaleza... Un escritor que no se oye es como un escritor que no se relee". El comedor adquiría un aspecto de fiesta; cada cual decía lo que había oído o lo que se le ocurría en ese instante sobre la estrecha relación entre la música y las letras. Y yo, por primera vez en once años de vida, me sentía libre, a la vez solo y amparado frente a mi destino.

II Casi todos los artistas cuentan con amargura la lucha que han tenido que sostener contra un medio hostil. Mi lucha fue la contraria. Crecí en un ambiente donde todos se habían confabulado, unos por convencimiento, otros por solidaridad, para enseñarme que el arte es la única actividad elevada del hombre, que el trabajo sin más fin que ganarse el sustento no es sino un castigo (citaban la Biblia), y que aquellos que se dedican a juntar riquezas pasan por la vida sin dejar rastros, sin haber merecido el don excepcional de la inteligencia y del espíritu. Estas dos palabras llevaban mayúsculas. En nuestra casa no se hablaba nunca de dinero. No había hombre que lo ganara, ni que se enorgulleciera de ello, ni que tuviera ascensos, ni que hiciera negocios brillantes o desastrosos, ni que protestara por los gastos excesivos o asegurara que ya estaba en condiciones de proporcionarnos un mayor bienestar. El haber de mi madre era más que suficiente para nues-tras necesidades, muy elementales, por cierto, dada la vida retirada y austera que llevábamos. Yo crecía silencioso y solitario. Ya era resueltamente un mal estudiante. Las bajas notas obtenidas en las materias que aborrecía, no sólo no me perjudicaban ni me atraían reprimendas, sino que cimentaban mi prestigio de futuro escritor. No faltaría más que un escritor supiera calcular como un contador o pudiera repetir sin equivocarse la fecha de tal o cual batalla como un vulgar maestro. Retener el nombre de las capitales de todos los países perdidos por el mundo, tampoco entraba en mi misión. Mi madre, en su ignorancia, fomentaba mis limitaciones, considerándolas otra prueba de mi vocación, y acaso creía de buena fe que el escritor no precisa más armas que un papel, una pluma y su imaginación desenfrenada. Hasta se asombraba de que yo dijera, tímidamente, que la filosofía parecía nutrir mis ideas. Muchas veces, más tarde, sentí la angustia de tropezar en mi camino con esas lagunas de mi niñez y vi más de una sonrisa en el rostro de algún lector inteligente, ante mi prosa huera y mis citas vacilantes.

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En ese entonces, nadie, con excepción del doctor Braulio, que aunque me quería no deseaba disgustar a mi madre, podía decirme que estaba haciendo una religión de un disparate. Yo tenía pocos amigos. De tanto en tanto algún compañero de colegio venía a jugar conmigo, pero nuestros gritos en el patio y el ruido seco de los puntapiés dados a la pelota de cuero turbaban el recogimiento contemplativo de mi madre. Cuando mi compañero se había ido, ella me decía suavemente, pero con un reproche en la voz: —El ejercicio es sano, pero no olvides que la literatura exige soledad y concentración. Eso bastaba para que durante un mes yo no invitara amigos a mi casa. El doctor Braulio seguía con interés mis secretos progresos literarios y hasta había reanudado algunas viejas amistades pensando que podían ayudarme en el porvenir. Pero también seguía, con mayor interés y marcada inquietud, la lenta declinación de la salud de mi madre. Creo que estaba enamorado de ella, que lo estuvo siempre, aunque si me lo hubieran dicho entonces me habría echado a reír. Pero hace tres años, en el entierro del doctor, conocí a uno de sus sobrinos, más o menos de mi edad, que exclamó al oír mi nombre: —Pero claro... ¡ Usted es el famoso Pablo ! ¡ Si lo habremos odiado en la infancia mi hermano y yo! Y ante mi asombro, continuó: —Tío Braulio lo ponía constantemente de ejemplo. Pablo no hace esto, Pablo haría aquello... Ustedes tendrían que aprender de Pablo... Y cuando ya se nos había creado la obsesión de Pablo y deseábamos, a la vez que imitarlo, pegarle una paliza, mi padre nos dijo riendo: "No se preocupen, ya les llegará el turno de creer firmemente que el único niño perfecto es el hijo de una mujer bonita". Y un domingo que tío Braulio había tomado el té con nosotros y unas señoras le pintaban las dichas del matrimonio sin obtener más respuesta que su eterno: "Nací solterón y moriré solterón", mi madre dijo cuando estuvimos solos: "¡Pobre Braulio, qué no daría él por casarse con Claudia!" Y mi padre contestó: "Sí, es una lástima, ya ni su carrera le importa; se está convirtiendo en médico de barrio. Nada estropea tanto a un hombre como un amor imposible". Cuando oí estas palabras, comprendí el porqué de la presencia de un hombre todavía joven y lleno de vida entre una viuda inconsolable, un niño, un sacerdote y una solterona. Aunque en la adolescencia ya lo había presentido sin detenerme a pensar en ello. En ese entonces, es verdad, mi madre estaba cada vez más pálida y sumida. Por su rostro, por sus brazos descarnados, pasaban tenues reflejos azules debidos a la transparencia de la piel tras la cual se acusaban las venas. Salía dos o tres veces al año. Iba al cementerio. Pero, a diferencia de otras viudas, siempre se negó a llevarme; no quería mezclarme a un dolor que yo no podía compartir. Mi presencia habría sido tan inoportuna como la de cualquier indiferente; yo tenía trece años y aún no conocía la

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tumba de mi padre. Mi madre volvía extenuada de esas visitas, se encerraba en su cuarto y no recibía a nadie hasta la noche; ni siquiera almorzaba. Cuando yo llegaba del colegio y veía su asiento vacío, ya sabía a qué atenerme. El doctor suspiraba y el padre Fidel meneaba la cabeza. Pero la señorita Tomasa no dejaba pasar la ocasión de hablar de la influencia que ejercen los cementerios en las almas sensibles y de hacer consideraciones sobre el culto a los muertos. Con excepción de esas salidas, mi madre no pisaba el umbral. El doctor intentaba tomar a broma su malsano aislamiento, pero siempre terminaba retándola. Una tarde de verano, después del almuerzo, habíamos pasado a tomar el café a la sala de persianas cerradas. El doctor, mirando un rayo de sol oblicuo que se filtraba por las celosías, dijo: —Le haría falta tomar un poco de sol, Claudia. ¿Por qué no vamos a sentarnos al patio? Ella contestó suavemente, pero con firmeza: —No, me gusta la penumbra. —Eso es lo malo. Está usted flaca, demacrada, parece un espectro. —Lo soy. Él se irritó: —Se empeña en serlo —y agregó con forzada picardía—: Necesita sol y un marido. El padre Fidel tosió y me señaló, pero el doctor no quería perder la oportunidad de insistir en su proyecto. —Usted ha nacido para mujer... ¿me comprende? Para mujer casada y feliz. —Lo fui. —Sí, pero esa no es una razón para renegar de la vida desde los veintiocho años, como lo ha hecho. —Tengo treinta y seis. —La plenitud de la mujer —dijo él con firmeza, y ahora pienso que con emoción; después agregó con voz grave, insinuante—: Usted sabe que tengo razón, lo sabe y lo siente, por eso vive encerrada, se debilita y se mata. La fidelidad hacia los muertos tiene un límite; usted lo ha pasado hace mucho. El padre Fidel opinó con suavidad: —La Iglesia registra muchos casos de viudas que no han necesitado seguir su consejo, doctor. —Claudia no podría contarse entre ellas. A la prueba me remito. —Su vida y su decisión demuestran lo contrario —insistió el padre Fidel sin in-mutarse. —¿Demuestran? ¿Qué demuestran? Que se está suicidando, eso es todo. Que está viviendo un recuerdo que ya es morboso y anormal. —Quizás esté viviendo así por exceso de de dolor y no por afán de felicidad —continuó suavemente el padre Fidel; y luego, como le gustaba conciliar opiniones—: Pero estoy con usted; un poco de aire y de sol no hacen mal a

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nadie. —Claro, es lo que yo digo, está siempre encerrada en esta casa húmeda, entre objetos amontonados que parecen hechos para crear polvo ... Por vez primera observé mi casa con los ojos de una visita. Estaba, sin duda, abarrotada de adornos. Había floreros isabelinos, lámparas de opalina floreada, copias de esculturas célebres hechas en similimármol, terracotas, abanicos, daguerrotipos de familia apagándose, resignados, en turbios tonos ocres que contrastaban con los marcos de felpa roja; cortinas de macramé, porcelanas de Saxe o de Sévres, cuya vejez no les concedía un lugar de preferencia; vitrinas con tabaqueras, miniaturas sin firma y pequeños objetos de hueso simulando marfil. Como único mueble sólido y representativo, en medio del juego de sala, cuyas molduras doradas parecían grises a causa de su facilidad para retener el polvo, el gran piano de cola, mi antiguo instrumento de tortura, hoy silencioso e inútil, probablemente desafinado. Un abigarrado mantón de Manila lo cubría. Encima, un gran marco de carey oscuro con el retrato de Gounod dedicado a mi padre. Pero el doctor me arrancó de mi contemplación, preguntándome bruscamente: —¿Qué edad tienes ahora, Pablo? —Acabo de cumplir trece años. —¡No ven ustedes! —exclamó—. Trece años, la edad en que más se necesita de un padre. A este muchacho le falta alguien que lo guíe y lo proteja ... —Yo sabré protegerlo —dijo mi madre—. Sólo yo sé de qué hay que prote-gerlo. Y en sus labios se dibujó una sonrisa enigmática. El doctor Braulio la miró extrañado: —¿De qué hay que protegerlo? Ella no contestó. Él se acercó a su oído y le dijo en voz baja: —¿ No pretenderá hacer de él un asceta ? Llegará un día en que sentirá deseos... naturales. —Lo sé y no me preocupa. —¿Entonces? Ella se encogió de hombros. —Es mi secreto, doctor. Por aquella época, yo empezaba a tener conciencia de que mi madre se consideraba depositaría de un secreto que debía transmitirme en un momento dado, y que de ese secreto dependía mi porvenir. Entonces resolví acercarme a ella o más bien dicho obligarla a que se acercara a mí; penetrar más adentro en su pasado y en el de mi padre; saber a punto fijo por qué mi padre "hubiera" sido un genio, por qué no lo fue; saber cuáles habían sido sus triunfos, qué hondura tenía su vocación; saber, en resumen, quién era mi padre, si un hombre célebre detenido por la muerte en su ascensión merecida o un bohemio que se alimentaba de ilusiones y alimentaba con ellas el amor y la admiración de su mujer. Para saberlo no le pediría a mi

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madre datos precisos; suponía que su pasión la había privado de todo discernimiento; la haría hablar, y comprendería. Una noche, mientras comíamos (todos mis recuerdos están unidos a las comidas, únicas horas en que nos juntábamos), fingiendo estar preocupado por mi porvenir, abordé cautelosamente el tema: —Madre, ¿a qué edad crees que un hombre puede ser famoso? —Tu padre lo era a los treinta años. Como yo lo había supuesto, ella entraba por su propia voluntad en el tema, el único. Yo resolví atacar de frente. —¿Estás segura de que era tan famoso? Me miró primeramente sorprendida, luego indignada y por fin, comprendiendo mi idea, dijo con una suavidad que no solía emplear al dirigirse a mí: —No creas que me engaño, Paul. Sé muy bien lo que estás pensando, es natural. Supones que mi amor por tu padre, acaso su muerte, han agigantado en mi recuerdo su talento y su gloria. Pero no es así. Su gloria... ¿qué necesidad tenía yo de su gloria para saberlo excepcional? Para mí, entiendes, lo era independientemente de ella. Sin embargo, sería absurdo afirmar que había en ese entonces un violinista más famoso en Europa; triunfaba en los más rígidos centros musicales. Hasta en Leipzig, la ciudad de la música, donde fra-casó el mismo Liszt. Al decir esto mi madre se levantó y se dirigió a su dormitorio, abrió uno de los cajones inviolables del ropero, sacó de él una carpeta y, volviéndose hacia mí, me la tendió. La abrí con respeto. Cuidadosamente recortados y pegados sobre grandes hojas de papel blanco, estaban los sueltos que los diarios de la época habían dedicado a mi padre. Empecé a leerlos. Mi madre observaba el asombro en mi cara y sonreía triunfante. Me enteré de que mi madre no exageraba; hablaban de mi padre como del "nuevo Paganini", decían con ese florido rebuscamiento de fin de siglo que "en el horizonte de la música se había alzado una nueva estrella", contaban que al verlo entrar en escena el público entero se había puesto de pie y que durante diez minutos los aplausos le impidieron empezar su concierto, comentaban detalladamente su programa, publicaban su fotografía, y esto en los diarios de París, de Londres, de Viena, de Berlín, de Leipzig. Muchas notas estaban firmadas por reputados críticos musicales. No obstante, en los últimos recortes encontré reparos que no figuraban en los primeros: "La ejecución del célebre virtuoso fue hoy, después de un largo aislamiento, más fría y más mecánica que en años anteriores". "Faltaba alma". "El público, que antes se le entregaba sin reservas, ahora se le resiste". "Entre el ejecutante y el público ha nacido una extraña desarmonía". "Aunque su ejecución fue perfecta, faltaba ese apasionamiento contagioso a que nos tenía acostumbrados". Todo esto se refería a sus dos últimos conciertos; después no había nada más. Alcé los ojos. —¿Qué piensas ahora? —preguntó mi madre.

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—No sé, estoy sorprendido. Yo ya sabía... pero no creía. —Te entiendo, Paul. —Pero, madre, ¿qué pasó después? Ella pareció no oír mi pregunta. —Yo lo conocí en el apogeo de su gloria. Estaba viajando con mi padre. Tu abuelo amaba la música y todas las noches me llevaba a un concierto. Puedes creerme que había oído en esos días a los mejores pianistas y violinistas del mundo; sin embargo, cuando lo vi en escena, me dije: "Nunca querré a otro hombre", y así fue. Yo tenía diecisiete años, pero muchas mu-jeres de más experiencia me han dicho después que era irresistible. Quizá la fama, que ejerce tanto poder sobre las mujeres, era su arma inconsciente de seducción. Eso me lo dijeron... yo también lo pensé... ¡Ojalá nunca lo hubiera pensado! Pero yo no lo quería por su fama, sino por él mismo... Tú lo sabes, nadie quiere a un muerto por su fama. —Claro —contesté molesto al entrar en un terreno del cual mi pudor me había mantenido siempre alejado. Y después de un silencio volví a insistir: —Pero ¿qué pasó después? Mi madre me miró con gravedad y me dijo en el mismo tono amistoso que empleaba aquel día por primera vez: —No me lo preguntes ahora, Paul; te prometo que lo sabrás algún día. Te contaré todo lo que se refiere a tu padre. ¿Ves? Ya he empezado. Pero aún eres muy joven; espera tres o cuatro años más. —Pero no más —dije desconfiado. Sonrió. —No, Paul, no más. Se desprendía tal encanto de ella, estaba tan natural, tan poco mórbida, que pensé, ingenuamente, que podía cambiar y convertirse en una amiga, en una madre, y sentí impulsos de abrazarla y besarla como cualquier hijo a cualquier madre. No lo hice por temor a su habitual lejanía, que podía renacer a mi contacto. Durante el año que siguió, mi impaciencia me hizo emplear una estratagema para enterarme, antes de la fecha fijada, de la causa del fracaso de mi padre. Es verdad, también, que aquella conversación me había obsesionado y que ya sólo podía pensar en los dramas que acechan a los artistas. Escribí varios cuentos sobre ese tema. En uno había un escritor que, después de alcanzar la fama con algunos libros inspirados en su propia vida, se había sentido irreparablemente estéril. En otro, un músico sufría un accidente que le dejaba sin movimiento la muñeca derecha. Alguno narraba la terrible historia de un pintor que se sentía de pronto atacado de daltonismo, y había reuniones de los mejores oculistas mundiales para estudiar el fenómeno de esa enfermedad, hasta entonces considerada como un mal de nacimiento. Otro músico se quedaba sordo; un poeta perdía el habla, y sus versos sobre el papel, sin la ayuda de su voz, no le decían nada; un director de orquesta fracasaba injustamente ante un público frívolo y se dedicaba a la bebida. Estos

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relatos no eran del todo malos para un adolescente de catorce o quince años, pero mientras el doctor Braulio se extasiaba ante ellos y aseguraba que eran la prueba de mi poderosa imaginación, mi madre, sin entusiasmarse, decía: —Es inútil, doctor, no sé si Paul tendrá o no tendrá talento, pero no podrá probarlo hasta que haya vivido. La vida es más sencilla que todo esto. Yo registraba esas palabras en mi cabeza. El doctor se indignaba: —No discutamos sobre literatura, por favor. Sé lo que le digo. Justamente, lo que asombra en todo esto es la creación, es lo que Paul saca de su cabeza y no de sus experiencias; no me venga a mí con esos escritorzuelos que no saben sino contar sus aventuras. Mi madre continuaba escéptica. —No discutamos, si no quiere, pero aquí faltan las lecciones que da la vida. No digo que haya que contar sus experiencias punto por punto; al contrario, detesto el costumbrismo y, todavía más, la psicología al estilo de Tomasa; pero hay algo que sale de adentro, algo que, si no se ha vivido, se ha podido vivir... se ha estado a punto de vivir. ¡Qué sé yo! No encuentro las palabras. Hay algo que nos enseña que la vida es más sencilla y por eso mismo es tan terrible; las complicaciones se arreglan; por lo menos podemos ocuparnos en buscarles solución. Pero lo sencillo, eso es irremediable, ¡La muerte es tan sencilla! El doctor y yo quedábamos callados. No sabíamos cómo podían salir esos pensamientos ordenados de un ser que parecía vivir en una alucinación ininterrumpida; cómo habían madurado tras esa frente lisa, en esa cabeza demasiado frágil para soportar el peso de una idea.

III Acababa de obtener dificultosamente mi título de bachiller. En ningún momento se trató de hacerme seguir una carrera. Desde aquel imborrable almuerzo había quedado fijado mi destino de escritor. Mi madre había vuelto a su reserva atormentada y yo no me atrevía a recordarle su promesa de contarme la vida, el triunfo y el fracaso de mi padre. A pesar de tener diecisiete años no lograba despojarme de ese miedo que, en la infancia, me causaba su habitación; por el contrario, a veces recrudecía. Como ya no conciliaba el sueño en cuanto colocaba la cabeza sobre la almohada, sino que leía en la cama, y a menudo escribía de noche, pude comprobar que en su cuarto había luz hasta la madrugada. A veces me parecía oír voces y sollozos y un día advertí con asombro que en su mesa de luz había un candelero con una vela. ¿Para qué ? En casa, naturalmente, había luz eléctrica; junto a su cama un velador. ¿Entonces? Y una tarde de verano, cuando escribía con la ventana abierta, oí, en un descanso que me había tomado para fumar, que la cocinera decía a la mucama: —¿ Pero está usted segura de que la señora no es sonámbula? —Vaya si estoy segura; hace quince años que trabajo en la casa. —¿Y el niño?

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—El niño, esa alma de Dios, qué va a ser sonámbulo, si duerme como un ángel. Nunca dio trabajo, ni de hiquito, vea, nunca. No recuerdo haberlo oído llorar. —Pero ahora puede ser sonámbulo. —¿El niño? —O la señora o alguien. Pero en esta casa alguien se pasea de noche. —No me diga eso, mujer, que me corren escalofríos —respondió la pobre Justina—. ¡No vaya a ser que tenga usted razón! —¿No ve? Usted también ha observado algo. —¿Yo? ¡Válgame Dios! Yo a la noche duermo y de día trabajo; las cosas de los patrones no me interesan. —Como quiera, pero me dijo que a lo mejor yo tenía razón. —No, no es eso ... pero aquí hay tanto retrato, tanto traje, tantas; cosas de un muerto ... Bueno, pensé que... Dios nos guarde y la Santísima Virgen María, pero quién sabe si el señor no vuelve por la noche. —Eso mismo pensaba yo, pero no podía decirlo. A los fantasmas es mejor no nombrarlos. —El señor no es ningún fantasma —dijo Justina, ofendida, nuevamente leal a pesar del miedo—. ¿Por qué no va a volver si se le ocurre? Esta es su casa, ¿no? —Pero si vuelve después de muerto es porque es un fantasma, y por muy patrón que sea, le tengo miedo. —¿Por qué va una a tenerle miedo? En mi pueblo se apareció la Santísima Virgen y eso no asustó a nadie. ¡Yo tenía unas ganas que se me apareciera a mí!... Y ya ve usted, no me va a decir que Nuestra Señora es un fantasma. —¡ Qué cosas tiene, Justina! La Virgen es la Virgen, pero un señor cualquiera que vuelve por la noche a su casa tiene que ser cosa del diablo. —Y bueno, eso de que vuelve es idea suya. —Usted lo dijo primero. —Usted me asustó y dije cualquier cosa. —Pero en el barrio, cuando vine a tratar, me dijeron que esta casa no era como todas. —¡ Que no lo es y por suerte! Es mucho mejor. Aquí le pagan a una el primero justo y a veces el treinta y uno; no siempre, sino en los meses en que hay treinta y un días. Y aquí le dan a una de comer, y no le andan atrás, ni pasan el dedo por debajo de los muebles. ¡Claro que no es una casa como todas! En la que yo estuve antes de venir aquí, hace diecinueve años, me debían ocho meses y todavía me echaron. ¡Hay cada patrón! Yo ya no quería oír. Cerré mi ventana. Estaba perplejo y humillado. ¿Tendríamos fama de locos en el barrio? El prolongado encierro de mi madre ¿habría dado lugar a leyendas terroríficas? No lo sé; pero desde aquel día empecé a sentir una necesidad de aire, de gente, de abandonar esa casa que los vecinos creían embrujada. Me dejé arrastrar a canchas de deporte, a cinematógrafos, a teatros. Al

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principio lo hacía con temor, creyendo que mi madre me lo reprocharía, pero ante su silencio multipliqué mis salidas. A veces ella misma me recomendaba algún espectáculo, como si volviera a interesarse en lo que sucedía en el mundo de los vivos. —Hay una buena compañía francesa, Paul; debes ir. Sobre todo cuando representen obras clásicas. El doctor, por su parte, me recomendaba tal conferenciante famoso que pasaba una corta temporada en Buenos Aires y hasta solía acompañarme. Mi madre leía los programas de los conciertos, y me obligaba a asistir. Era tan condescendiente, que un día le propuse que me acompañara. —No —dijo—, tú debes conocer un poco el mundo antes de ponerte a escribir. Yo debo olvidarlo. Para morirse no es necesario saber lo que se deja. Y presentí, de pronto, que su encierro no era completamente voluntario, que tal vez, cumplía un castigo, una condena que sólo ella podía haberse impuesto. Pero por mi cuerpo corrían ansias inconfundibles. Había en mis noches pesadillas e insomnios. Todo me parecía hueco, a veces hasta los mismos libros. Adivinaba lo que después hice mal en olvidar: que en mi vida lo único imprescindible era una mujer. Aquí empezó mi madre a tener una actitud que yo nunca hubiera supuesto. Cuando sospechó mis primeros ensayos amorosos, me lo hizo notar preguntándome simplemente: —¿Ahora necesitarás más dinero, Paul? —Sí; a mi edad uno gasta más —contesté cohibido. Y ella me dio una cantidad que me dejó asombrado. No había tenido tanto dinero en toda mi vida. Quise decirle que era demasiado. Mi madre me lo impidió. Y crucé por la época estúpida que no se repite en la vida de los hombres un poco espirituales. Mis trasnochadas alarmaron al doctor Braulio, que miraba con reprobación mis ojeras, mis siestas, mis gastos excesivos. Temía por mi salud y por mi inteligencia. Un malhadado champagne de cumpleaños le sirvió como pretexto para reprobar mi conducta y la actitud no ya prescindente, sino cómplice de mi madre. —Usted está echando a perder a su chico —dijo—. Está bien que lo deje salir un poco, todos hemos sido jóvenes. Pero, ¿con qué objeto llenarlo de dinero, empujarlo a la disipación, para hablar claro? Ella se encogió de hombros. El padre Fidel lo apoyó. —Yo ya se lo he dicho, doctor. No me escucha. Nunca hubiera creído eso de ella. La señorita Tomasa se alejó castamente. El doctor insistió. —Pero, ¿en qué cree usted que gasta el dinero Pablo? —En mujeres. Mi madre había contestado con calma, hasta con voluptuosidad. El padre y

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el doctor la miraron azorados. —Pero entonces —dijo el doctor—, entonces usted no tiene derecho... Si por lo menos su enclaustramiento le hubiera hecho perder el sentido de la realidad... Pero no es así; usted sabe, y permite, y ayuda. —Usted no es partidario de la pureza, doctor —respondió mi madre con sorna. ¡Si lo habré oído desarrollar la teoría contraria! Y con datos científicos, irrefutables. El doctor le dirigió una mirada de reproche. —Es la primera vez, Claudia, que le oigo una frase de mal gusto. —Y vulgar, doctor, ¿por qué no decirlo? —respondió mi madre sin inmutarse. —E irreparablemente vulgar —confirmó él en el mismo tono. —Piensen lo que quieran todos; usted, doctor; usted, padre; tú también, Paul, si se te antoja, pero sé lo que hago. Sé que los amores venales no constituyen un peligro para ningún hombre. Dejan su espíritu libre y eso es lo único que precisa un artista para seguir adelante. —¿Adelante? ¡Qué optimismo maternal! Por el momento Pablo no ha hecho sino borronear cuartillas y al paso que va me parece que su carrera de escritor va a quedar en agua de borrajas —dijo el doctor, feroz. Mi madre se levantó en silencio y salió del comedor. Nunca volvió a tratarse ese tema y yo seguí viviendo placeres agónicos que ni siquiera me proporcionaban el orgullo pueril, que acicatea a los jóvenes, de tener que ocultarlos y valerme de tretas para conseguirlos. Fueron años sórdidos y opacos. Sordidez de rico, la peor de todas. Sólo en la vida holgada puede darse una completa sordidez. Y mi madre, tranquila como si estuviera asistiendo al florecimiento de mi su-puesto genio, continuaba gozando el mórbido placer de ser incomparablemente desdichada.

IV Entonces cruzó por mi vida la primera mujer, la única que para mí ha contado aparte de ti, Claudia, si es posible comparar el amor de un hombre de treinta y tres años con el amor de un chico de diecinueve. Se llamaba Margarita, trabajaba de vendedora en una tienda de artículos de hombre. Al salir de su trabajo se juntaba conmigo, y como vivía en Flores con sus padres y no tenía tiempo de llegar a comer, se contentaba con tomar té con leche y comer unos sandwiches comprados en la confitería de al lado, y traía a mi departamento algo de la enternecedora tibieza del hogar modesto. Yo me sentía lleno de remordimientos cuando me sentaba a la mesa y pensaba que ella estaba sola, frente a su comida frugal, por no haber querido perder un instante de mi presencia. Afortunadamente, no pertenezco a la raza de hombres que maltratan a las mujeres que los quieren. He sentido siempre, ante el amor, una gratitud desolada; me ha parecido, siempre, que retribuía

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con avaricia ese don tan grande y tan sencillo de la mujer. La parte física, claro está, es el cumplimiento de un instinto en donde no puede entrar la generosidad. Pero me refiero a ese don de todo lo pequeño, de unos instantes que no se quieren perder, de un absoluto desdén por todos los placeres que puede proporcionar el mundo, de esa alegría franca, sin reservas, que nos demuestra alguien al oír nuestra voz; no sé si entiendes: una gratitud hacia el destino y hacia esa mujer que hace de nuestra inutilidad y de nuestros desalientos, de nuestra ociosidad, de nuestros defectos y de nuestras discutibles cualidades, el centro del universo. Después me sentí feliz como un privilegiado por haberlo comprendido, por no pertenecer a la raza de los egoístas en el amor. Margarita cambió poco a poco mi manera de vivir. Tiempo antes, el doctor Braulio me había hecho publicar un ensayo en una revista literaria; más adelante me llevó a los diarios, donde entraba saludando a todo el mundo y provocando alegres demostraciones de amistad, en parte por sus dotes naturales y en parte porque atendía gratis a todos, desde los tipógrafos hasta el secretario de redacción. El desinterés de un médico a la antigua fue mi ayuda literaria. Margarita nunca había supuesto que un escritor pudiera estar vivo y pasearse por las mismas calles que ella, y miraba deslumbrada mi nombre —el de ese muchacho que la besaba y la ayudaba a preparar su té— impreso en letras de molde. Me incitaba a escribir y creía seriamente que era famoso. Cuando me reía, ella exclamaba: —¿ Cómo es posible ser escritor y no ser famoso? Yo le explicaba que había jerarquías, que también era preciso haber escrito una obra, algo de aliento... Entonces ella exhclamaba que tenía que irme rápido a casa a escribir y que seguramente dentro de un año sería famoso; que era cuestión de publicar cinco o seis artículos como ese, o si no, de hacer un libro completo. ¡Qué lindo sería si yo pudiera escribir algo como Amalia o como María! ¡Algo que hiciera llorar a sus amigas, que la llenara de orgullo a ella! Su ingenuidad me encantaba y me enternecía, me envolvía en esa suavidad femenina que no había conocido hasta entonces. Además me gustaba no tener nada que recelar junto a ella. Yo era demasiado lúcido para no tener miedo a la crítica y demasiado sensible para no descubrirla en el halago; por eso no podía encontrar mejor descanso ni mejor refugio que esa muchacha deslumbrada que me pedía, tímidamente, que pusiera algo de ella, sus ojos o su pelo, en mi Amalia o en mi María. Ya no salía de noche; escribía, leía, maduraba mis ideas que antes surgían a borbotones sin que yo pretendiera encauzarlas. Mi madre, al principio, no adivinó la causa de mi cambio de carácter. Creía que eran los años, que era la vocación. Decía triunfante, dirigiéndose al padre Fidel o al doctor Braulio: —¿Ven ustedes como yo tenía razón? Hay que dejar a los jóvenes que se cansen de ser jóvenes. Los dos hombres comprendían que había llegado el momento inevitable del amor más digno y más sereno, pero una secreta intuición los llevaba, sin haberse

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consultado, a ocultar esta suposición a mi madre. La apoyaban ruidosamente; el doctor Braulio decía que eso lo había adivinado él cuando yo tenía once años, que ahora no vinieran a decírselo como una novedad. Creaba a mi alrededor un ambiente de estudios y de libros que el sacerdote secundaba a su manera. Gracias a estos dos hombres oscuros pude aprender que la in-teligencia no es siempre un arma brillante que nos depara el triunfo, que esos éxitos pasajeros que despiertan tantas codicias en los hombres son, la mayor parte de las veces, ramos de fuegos artificiales que cuando, obligados por la curva que trazan en el aire, vienen a caer sobre uno de nosotros, suele ser por obra de un azar benévolo que nos condujo a ese lugar. El doctor Braulio llegaba con un libro de Maupassant debajo del brazo; al día siguiente, el padre Fidel con uno de Lacordaire. Nunca en mi presencia hubo una palabra ni una discusión sobre mis lecturas, nunca el uno desautorizó al otro; ambos sabían que no era hora de crearme conflictos. Acaso adivinaban que me quedaba poco tiempo de paz y no querían turbarla. Cada cual se limitaba a que sus autores predilectos trajeran a mi espíritu las ideas que mi madre, en nombre de la libertad de conciencia, les había prohibido inculcarme. A veces la señorita Tomasa, que no entendía sutilezas, exclamaba: —¡ Mire usted, padre, el libro que el doctor Braulio ha traído a Pablo! Le aseguro a usted que ha de ser inmoral. No puede imaginarse el libro que le trajo el lunes; yo se lo pedí prestado y tuve que dejarlo en la página diecisiete. Usted debería aconsejar a Pablo. —Lo aconsejo. Pierda usted cuidado, señorita Tomasa. —¿Cuándo? Nunca lo he oído. ¿Qué dices tú, Claudia? ¿Los has oído alguna vez, o es que tienen secretos para nosotros? Y nos amenazaba con el dedo. Mi madre paseaba a su alrededor una mirada desaprobadora. —Paul no necesita más consejos que los míos. No sé qué habrá querido decir el padre Fidel. —Que entre el doctor Braulio y yo hay una rivalidad de consejeros intelectuales bien probada por las autores tan opuestos que recomendamos a Pablo. Nada más, hija mía. ¿Te molesta eso a ti? —No sé. Espero que Paul se dé cuenta solo de lo que le conviene. —¡Qué tacto tiene usted, señorita Tomasa! —decía cortante él doctor Braulio. Y esa advertencia la dejaba muda. Creo que siempre esperó casarse con el doctor y que cualquier palabra brusca de su parte le dolía como una bofetada. El domingo en que apareció mi primer artículo en el suplemento de un diario, el doctor Braulio llegó a almorzar con champagne, el padre Fidel trajo un frasco de dátiles y la señorita Tomasa un señalador que había bordado en secreto. Mi madre también parecía contenta. ¡Ah, cómo recuerdo ese día, uno de los últimos en que fui feliz hasta el día en que te encontré, Claudia! —¡Mi Pablito —decía tía Tomasa, mirándome con ojos extasiados—, qué suerte que nos dimos cuenta a tiempo de que habías nacido para escribir y que todos

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nos unimos para apoyarte en... —buscaba una frase leída sabe Dios dónde— ... en la ardua y sacrificada carrera de las letras! Esos lugares comunes no estaban hechos para mí, que había encontrado el camino allanado por un ambiente cómplice y un introductor entusiasta. —¡Ah! —gemía tía Tomasa—. Lo único que lamento es que tu talento se desperdicie en este país. —¿ Por qué, señorita ? —preguntaba con sorna el doctor Braulio—. Aquí queda más por hacer que en otras partes. Hay mucho terreno inexplorado. —Cállese, doctor, con su filantropía —solía emplear porque sí palabras cuyo sonido le parecía sugestivo o contundente—. Pablo merecería vivir en Europa; ¿por qué va a ser explorador, él? Cuando otros han abierto el camino, se adelanta más rápido y mejor. —Sí; sobre todo la rapidez es una condición esencial para el artista —afirmó el doctor Braulio, burlón. —Claro está —respondió ella sin advertir la burla—, una obra por día como Cal-derón de la Barca. —Como Lope de Vega, querrá usted decir. —Bueno, yo creo haber oído que era Calderón, pero si usted dice... Lo que yo quiero para Pablo es eso, muchos libros. Yo sonreía, benévolo, pensando en Margarita. Probablemente una hora más tarde oiría de sus labios frases semejantes. —Pero —continuaba Tomasa, imperturbable— escribir en la Argentina es un des-perdicio, créame usted, doctor. Según las estadísticas, hay aquí trece millones de analfabetos. —¿Más analfabetos que habitantes? La señorita Tomasa se mordía los labios y luego continuaba: —Y los que saben leer no leen, —Tal vez lo hagan cuando los que saben escribir escriban. —No sé lo que harán o lo que no harán; sé que ahora no leen. —Leen los que tienen un mismo espíritu, los que son de una misma raza ... Los demás, ¿qué importa? —respondía el doctor. —Una misma raza. No me venga con eso, doctor Braulio, por favor. Una misma raza en la Argentina... Pero si somos una mezcla de todas las razas del mundo. Mire usted: Pablo, por ejemplo, es francés por su madre, español por su padre. Y no hablemos de la demás gente, todos hijos de inmigrantes, que ni siquiera supieron hacerse ricos de veras; por lo menos, los norteamericanos son millonarios a destajo, pero, nosotros... No, doctor Braulio, en eso no estoy con usted. —El doctor quiere decir de una misma raza espiritual —aclaraba el padre Fidel. —Esos son sofismas —decía ella mirando al doctor de reojo para ver el efecto causado por su palabra, que no estaba segura de emplear bien. —Pero no, señorita Tomasa —insistía el padre Fidel—. Fíjese usted: ese Lito o Lalo que vino ayer a buscar a Pablo no me parece de su raza, según la

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idea del doctor; en cambio. Manuel se acerca más, me parece que hay más afinidades entre ellos. —Dios me perdone, padre, pero está usted divagando. ¿Has oído, Claudia? Decir que Manuel, que es un muerto de hambre, se acerca más a Pablo que Cacho, porque no se llama ni Lito ni Lalo. Cacho es gente como uno, es gente muy bien, hay que ver qué casa tienen y yo me di cuenta de eso la primera vez que lo vi; gracias a Dios nunca me equivoco. Me dijo señorita y no señora como ese Manuel. Es un muchacho muy fino, muy educado, a mí me parece... —No es tampoco exactamente eso —continuó el padre Fidel pacientemente y quizás, en el fondo, exasperado—. Ese muchacho será de muy buena familia, pero... —No admito peros. Mire usted que comparar a Pablo con Manuel, gente modestísima, venida a menos. Su pobre madre trabaja... —Sería mejor que se prostituyera —cortó el doctor, irritado. —Dios me guarde de decir esas cosas, pero —y se dirigió a mí— no vas a comparar a tu madre con una mujer muy buena, muy meritoria, todo lo que quieras, pero de otra condición. Ni siquiera tienen servicio, lo sé muy bien; tienen una muchacha que va medio día a hacer la limpieza y creo que le pagan unos... —¿Qué quiere que haga si es viuda y es pobre? —¡Qué sé yo, doctor! Las épocas cambian, no lo niego; ahora a ustedes todo les parece normal, pero le aseguro que en mi época... —Fue también la mía, señorita Tomasa; desgraciadamente fue también la mía. —Nadie hubiera recibido a una mujer que se ganaba la vida así, —¿ Y en qué trabaja esa señora ? —Tiene una casa de chucherías, vende cosas viejas, esas cosas que nos sobraban a nosotros, que ya no sabíamos dónde meter y que ahora están de moda. Pacotilla que un día se usa y otro día no. —Como la que hay en la sala —dijo mi madre—. Tal vez algunos de estos adornos que ni siquiera miramos pudieran ser útiles a la madre de Manuel. Dale lo que quieras, Paul. Es un chico tan bueno, le gusta la música... Está bien para una mujer vender objetos de arte... Pero debe ser terrible tener que hacer algo, algo fijo, inmediato, después de... después de quedarse sola. Aunque tal vez así sea más fácil... que no estar sin hacer nada, nada... absolutamente nada, ni de día ni de noche, nada. Y por primera vez vi una lágrima en sus ojos. Así continuaba mi vida. Libros, páginas escritas, rotas o impresas, alguna distracción, ninguna trasnochada. No hubiera podido salir sin Margarita, decir a otra mujer las cosas que acababa de decirle a ella. Jugábamos al matrimonio, me retaba cuando yo no trabajaba bastante, elegía los géneros para mis trajes, elegíamos juntos mis corbatas, mis pañuelos, mis camisas, mientras la tienda entera creía que era un simple coloquio de comprador y vendedora. A mi vez, yo también la aconsejaba, y en ocasiones le hacía pequeños obsequios: una cartera, un par de guantes, cosas de poco

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precio, pues temía que sus padres sospecharan nuestra relación. Cuando ella se atrevía a llegar tarde a su casa, comíamos en el centro; todo la asombraba, la encantaba, y me agradecía efusivamente lo que llamaba mi "gentileza". ¡Dios mío! Yo debería haberle agradecido, pues por ella puedo pensar que alguna vez hice feliz a una mujer. Salvo esa humilde dicha de Margarita, no tengo en mi haber sino esterilidad y egoísmo. Yo también, en esa época, era feliz. Me lo he repetido a menudo en mis horas de abatimiento, cuando estaba cansado de soledad, de vacío; cuando ni siquiera me atrevía a suicidarme, aterrado ante la idea de la morgue, ante la idea de ser "el cadáver de un desconocido". Tú no puedes saber lo que eso significa, no intentaré explicártelo. Y esa herencia fue la que más le enorgulleció dejarme a mi madre, la que según ella iba a serme más útil. Pero no quiero adelantarme... Vivíamos todos en paz, ignorando que nos acechaba la tormenta definitiva. Yo hasta pensaba en casarme con Margarita, y la pobre alejaba el tema por pudor, para que yo no creyera que mi amor no le bastaba. Tenía el orgullo de ciertas mujeres que no aceptan nada del hombre a quien aman, ese magnífico orgullo femenino que hace de la maternidad un gesto natural y casi egoísta: el de dar sin pedir. Yo revolvía la idea en la cabeza sin saber cómo decírselo a mi madre y, entretanto, me dejaba vivir. Por desgracia, mi madre era inteligente. Mi actitud, tan juiciosa, empezó a llamar su atención. Me observó. Se dio cuen-ta de ciertas llamadas telefónicas, de la hora invariable de mis salidas y de mis entradas; notó que solía llevar conmigo alguno de mis manuscritos o el recorte de un diario. Creo, en fin, que observó mil imprudencias más: mis gastos moderados, mi sobriedad, mi alejamiento de los amigos. La noté suspicaz y fría. Yo no comprendía la razón; me comportaba mejor que nunca y desde hacía un año era el hombre más sereno y más entregado a mi carrera, a la carrera que ella me había señalado. Perdóname si te digo algo terrible, pero los días de mi madre estaban contados, esos días enfermizos y sádicos que ella no deseaba prolongar. ¿Por qué entonces...? ¿Por qué no murió en aquellos días, antes de aquella noche, antes de aquella tarde..., antes de torcer definitivamente mi espíritu que había luchado tanto para no ser deformado por ella? Yo era un hombre sano, Claudia, sano de alma, hecho para el amor sereno y la felicidad, quizás un poco sedentario, burgués; me gustaban las bibliotecas con muchos libros, las chimeneas encendidas, las conversaciones amistosas en las horas de las comidas, la presencia de una mujer; acaso un niño o dos... un niño que hubiera tenido fiestas y juguetes y libertad para elegir su destino. Ya ni siquiera sé cómo era yo; sé, en cambio, lo que he sido durante quince años hasta que tú llegaste, tú a quien rechazo a pesar de mí. Aquella noche no lograba conciliar el sueño a causa de una novela cuyo desenlace me parecía flojo; buscaba mil maneras de solucionarlo cuando noté que la puerta se abría suavemente y, antes de haber reaccionado, vi a mí

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madre en el cuarto. Llevaba un largo camisón blanco que caía en pliegues pesados sobre su cuerpo, y, en la mano, ese misterioso candelero que debía de usar en sus andanzas nocturnas. Sentí miedo, tanto miedo que me pareció que mi padre entraba con ella; sí, me creerás loco, pero te juro que vi a mi padre a su lado, con su barba castaña, el plastrón cruzado sobre el pecho y esa levita. .. , toda, toda la indumentaria que llevaba el día en que lo encontraron muerto. Cerré los ojos. En ese momento mi madre murmuró: —Paul, Paul, ¿estás despierto? Quise contestar, pero el miedo me lo impedía. Entonces ella se dirigió hacia mi armario, sacó de entre mi ropa la llave del cajón secreto de mi escritorio, esa llave que yo creía a tan buen recaudo; luego la vi colocar su candelero sobre el diccionario y abrir el refugio de mis inocentes secretos de muchacho de veinte años. Yo esperaba anhelante. Me golpeaban las sienes, con ese temor absurdo pero inevitable que nos oprime cuando tenemos la certeza de vernos acusados por los latidos, que suponemos estridentes, de nuestro corazón. Mi madre revisaba mis papeles, las cartas de Margarita, de estilo rebuscado y pobre ortografía, esas cartas que me escribía por la noche en su cama y me entregaba al día siguiente como prueba de la constancia de su pensamiento. Y allí estaban algunos versos que yo le había dedicado, y un pequeño broche que iba a regalarle y, lo peor de todo: el contrato de mi departamento. Lo tomó entre sus manos; lo leyó. Creo que leyó todo. No sé cuánto tiempo permaneció en mi cuarto; yo estaba casi desvanecido. Por fin tomó su candelero, cerró el cajón, volvió a colocar la llave en su lugar y se fue cerrando suavemente la puerta tras de sí. Cuando recobré el sentido, mi única reacción fue echarme a llorar. ¿Por qué? No lo sé, pero creo que presentía que la paz había terminado para mí; y la felicidad no es una buena preparación para la guerra. Mi madre me parecía voluntariosa y omnipotente; yo me sabía débil y desarmado. Al día siguiente almorcé fuera de casa. Tampoco volví a comer. Temía encontrarme con ella, dejarle ver que había presenciado su indiscreción, cada vez más incomprensible, de la noche anterior. Margarita, al observar mi desazón, la confundió con hartazgo y hasta llegó a creer que había dejado de quererla. Yo la apretaba entre mis brazos como un loco, presintiendo que iban a separarnos. Y vivimos esa desesperada tarde de amor de los soldados que tienen veinticuatro horas de licencia antes de volver al frente. Era imposible seguir faltando a las comidas. Por eso aquel jueves ocupé mi sitio en la mesa después de haber saludado a mi madre con el aire más natural posible. Advertí, sin embargo, que ella había resuelto algo y deseaba comunicarme inmediatamente su decisión. Quizá mi ausencia del día anterior había acrecentado su rabia. La tormenta no se hizo esperar. —Paul. Su voz era tan autoritaria que todos se volvieron hacia ella como si

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respondieran al mismo nombre. —¿Madre? —exclamé de pronto, sereno, muy dueño de mí. —Tengo algo que decirte. —¿Algo personal? —¿Hay acaso otros intereses entre tú y yo? Su respuesta me confundió. Hice un esfuerzo y contesté: —En ese caso creo que sería mejor tratar el asunto a solas. —De ninguna manera. Son dos palabras. Mis títulos han bajado y no puedo seguir dándote la suma que te he dado hasta ahora. "Quiere cercarme por el hambre" pensé, pues no podía haber otra razón, dado que yo había disminuido mis gastos a la mitad que los años anteriores. El doctor la miró extrañado. —Me llama la atención lo que dice, Claudia. Sus títulos han subido dos puntos; me lo ha dicho mi hermano, con quien me encontré al venir para aquí y que precisamente salía de la Bolsa. Mi madre le clavó una mirada de odio. —Conozco mis finanzas mejor que usted, doctor. No lo dejé contestar. —Gasto muy poco, madre, pero si usted —instintivamente había dejado de tutearla— considera que es demasiado trataré de arreglarme con la mitad de lo que he gastado hasta ahora. ¿Le parece bien? —No puedo darte nada, ¿entiendes?, absolutamente nada; unos pocos pesos pesos para el tranvía y los cigarrillos, nada más. Si no te basta, gánate la vida. Mis puños se crispaban; sabía que todo eso era mentira, que no volvería a ser generosa conmigo hasta que yo dejara a Margarita. Y en ese instante la aborrecí con toda mi alma. Sin embargo, pude conservar mi sangre fría para contestar: —Si no me gano la vida es porque usted no lo ha querido, porque me impidió seguir una carrera y nunca me permitió emplearme. Déme tiempo para conseguir un empleo y no pesaré más sobre usted. —Lamento, no puedo darte tiempo. Yo tenía una colaboración a cobrar y pensé que todavía podría arreglarme du-rante un mes, pero ¿y después? Por desgracia no miré al doctor, que trataba de indicarme que me callara, que si mi madre me abandonaba, él me respondería. ¡Cuántas veces me dijo después: "Si me hubieras mirado, otras habrían sido nuestras vidas"! Pero no lo miré. Miré a mi madre y le dije fríamente: —¿Qué pretende de mí? Y el doctor, al ver que sus esfuerzos por tranquilizarme eran inútiles, tuvo la mala idea de terciar: —Es curioso, Claudia; cuando su hijo gastaba el doble y empleaba mal ese dinero, usted era feliz; hoy que está convirtiéndose en un hombre de provecho, usted le corta los víveres. No la entiendo.

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—Este es un asunto entre mi hijo y yo. —¿ Entre su hijo y usted ? —exclamé indignado—; no, esto es algo inconcebible en que yo no quiero estar mezclado. ¿Sabe usted, doctor Braulio, lo que le sucede a mi madre? Tiene celos, celos de una mujer que me da la felicidad y la ternura que ella nunca ha sabido darme. No le basta convertir a mi padre en un fantasma que aterroriza a la vecindad... —¡Paul! —... no le basta querer hacer de mí la réplica de un hombre muerto, el juguete de sus histéricos desconsuelos ... —¡Paul! —. . . quiere privarme de amor, de un amor sano y normal, ¿ o acaso tendré que dedicarme a la necrofilia para que ella no me persiga ? —¡ Paul! —seguía murmurando mi madre, sospechando que yo había descubierto mi visita a mi cuarto. Entonces el padre Fidel arriesgó estas palabras: —Dinos qué crimen ha cometido tu hijo y a qué se debe esta escena que nunca soñé presenciar en tu casa, hija mía. —¿Qué crimen? —contestó mi madre, nuevamente dueña de sí—. Es extraño que un sacerdote considere que no es un crimen un amor ilegal. —Creo no haber dicho eso, Dios no me lo permita. Pero no creo que hubiera más santidad en la triste vida que llevaba Pablo en años anteriores. —Para Dios es tan pecado una cosa como otra. —Dios me perdone, hija mía, si me equivoco. Soy un pobre cura de parroquia; durante doce años fui un cura de aldea; ya ves, no pretendo hablar en nombre de la Iglesia, ni siquiera en el mío como religioso. Voy a hablarte como un hombre. Yo hubiera preferido para Pablo un amor santificado por los sagrados lazos del matrimonio, según lo manda la Santa Madre Iglesia, pero si Nuestro Señor ha dispuesto que caiga antes de encontrar el verdadero camino, deseo que caiga lo menos bajo posible. Antes se arrastraba alegremente en un estercolero, sus tardes no rescataban sus noches y tú lo mirabas extasiada. Hoy Pablo salva por lo menos su dignidad de hombre, no tiene el cerebro embotado por el alcohol, no viene a la mesa en pijama y bata, bostezando, sin haberse bañado ni afeitado. Hoy Pablo escribe, estudia. Antes faltaba a Dios, a los hombres y a si mismo. Hoy, por lo menos así lo creo, solo falta a Dios..., al Único a quien no hay que faltar, ya lo sé, pero el único que no hace compartir su repudio por los hombres, el Único que espera pacientemente que volvamos a Él y cuyo deseo es perdonar. — Habla usted como un libro —exclamó entusiasmado el doctor Braulio—. Bravo, padre Fidel. Y yo voy a agregar lo que su investidura le obliga a callar: el pecado menos grave debe ser el de la carne, porque es el único que puede llegar a ser santificado, a convertirse en un mandato de Dios. ¿Hay algún sacramento que pueda santificar la mentira, el crimen, el robo? No; el amor, en cambio, puede ser santificado. El padre Fidel lo detuvo con un ademán de la mano.

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Cuidado, no me haga usted decir herejías. Yo sólo he dicho que hay males más graves que otros, pero no he buscado justificaciones; sólo he hablado de perdón. La disputa se convertía en discusión teológica, la tormenta parecía desviada. Todos lo creímos así. Entonces el doctor Braulio se dirigió alegremente a mi madre: —Vamos, Claudia, levante esa penitencia; ya encauzará el padre Fidel a Pablo en el recto camino del matrimonio. Entretanto, siga siendo con él la madre más generosa del mundo, como lo ha sido hasta ahora. Pero mi madre, al sentirse vencida, tal vez hasta ablandada, resolvió llevar la discusión a un punto donde ya no hubiera posibilidades de conciliación. Rígida, perversa, con una voz tan dura que me hizo estremecer, interpeló al doctor: —¿Y quién es usted para intervenir entre mi hijo y yo? ¿Quién? Quiero saberlo. Para empezar, sepa usted que ya estoy harta del derecho que usted solo se ha atribuido de regir los destinos de Paul. —Madre —yo ya sentía que la catástrofe no podía ser detenida. El doctor, sin embargo, contestó con calma: —Tengo el derecho que da el haberlo querido como a un hijo; no tengo otro, Claudia, ya lo sé. —Y también, quizás, el derecho que le da el haber encontrado a mi marido muerto. Porque usted fue el primero en verlo, ¿no es verdad? Tenía la nuca partida; había caído contra uno de los morillos de la chimenea; porque sufrió un vahído, un ataque al corazón, según su informe médico. Y nadie comprobó la verdad de su informe, doctor. Nadie, y ya Pablo no podía hablar. Pero usted no lo quería, ¿verdad? Tenga el valor de decirme que no lo quería. El doctor callaba, azorado, ante la inesperada imputación de un crimen. —Cállese, madre, no sabe lo que dice. —Por favor, Claudia —rogaba el padre Fidel. Y la señorita Tomasa temblaba como una hoja. —Le ruego que salga de mi casa y no vuelva a poner los pies en ella, doctor —agregó mi madre con una calma glacial. —Claudia —murmuró él, suplicante—, Claudia, ¿qué le he hecho yo para eso? Reflexione, no le guardo rencor, le perdono sus palabras monstruosas... Claudia. —Usted estaba solo —continuó ella alucinada—, usted dijo que había entrado en la biblioteca y lo había encontrado muerto. Pero él nunca había sufrido del corazón, era fuerte y sano, era el ejemplar del hombre perfecto. —Claudia, usted en ese entonces supuso otra cosa ... recuerde, Claudia. Ella se turbó; preguntó enloquecida: —¿Qué quiere usted decir? Dígame qué quiere decir. Usted lo encontró muerto, tardó en llamar..., llamó después de haberlo acostado en el sofá ... Sólo usted sabe cómo murió mi marido. —Ya lo he dicho en mi informe: de un ataque cardíaco; no tengo nada que agregar—dijo él con calma—, no creerá que lo he sacado de la tumba para

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hacerle la autopsia. —¡ Mentira! Mi marido era fuerte como un roble... Yo oía latir su corazón junto al mío ..., oía sus latidos regulares, exactos ... Yo no debí permitir que usted volviera a esta casa... Si quiere volver, digame... ¿de qué murió él? —Del corazón, señora —contestó serenamente el doctor Braulio, levantán-dose—, y puede estar segura de que no volveré a su casa. Tras él corrimos el padre Fidel y yo. La señorita Tomasa ahogaba sus sollozos con la servilleta, murmurando: —¿Qué has hecho, Claudia? ¿Qué has hecho? —Me voy con usted, doctor Braulio —le dije tomándolo de un brazo—. De ahora en adelante no tengo a nadie en el mundo sino a usted. Y dígame qué debo hacer para limpiar la infamia con que lo ha manchado mi madre. —Nada, hijo mío, ya comprenderás más tarde. —No, dígamelo ahora, o en su casa, porque me voy con usted. —Tú te quedas con tu madre, es tu lugar. —Entonces dígame por qué mi madre ha insinuado, digo mal, ha dicho que usted... —Por un temor absurdo de mujer enamorada, de burguesita francesa... por eso de que el suicidio es hereditario ... el padre de tu padre se suicidó. —¡ Ah! —quedé un minuto sin saber qué contestar, sintiendo de pronto el peso de mi sangre que me venía de tantos seres ignorados; sentía las taras, los vicios, el suicidio, la locura; pensaba que mi madre había llegado a la última frontera de la razón. Por fin agregué: —Almorzaremos todos los días juntos en el centro, doctor, si usted me lo permite, o en su casa, pero yo y usted; ya no podría soportar los almuerzos con su asiento vacío. —Almorzarás con tu madre como hasta ahora, es tu deber —y viendo que iba a protestar, agregó con voz firme—: No discutas, Pablo; el deber no es siempre agradable, tu vida regalada no te ha enseñado esto. Ni siquiera tuviste que ser un buen estudiante. No has tenido deberes; muéstrame que cuando te llega el turno, bastante tardío, por cierto, sabes portarte como un hombre. —Está bien, doctor —respondí. Él se enterneció y me dijo con los ojos llenos de lágrimas: —Gracias, hijo... gracias por no dudar de tu viejo doctor Braulio. Me eché en sus brazos llorando como un chico. —No llores, irás a verme todos los días, ¿verdad? Mira, tomaremos todos los días el té juntos, ¿verdad? A las cinco ¿te conviene? Dime, ¿no interrumpo nada,., a las cinco? —Convenido, doctor —respondí entre mis lágrimas. —Te espero mañana y todos los días a las cinco. Ves, tonto, no hay que llorar. ¿ O creías que tu padre postizo iba a abandonarte así? Le sonreí, él tosió, titubeó y por fin dijo:

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—En cuanto a eso de cercarte por el hambre ... ya sabes ... no hables más del asunto ... Eso lo arreglaremos entre tú y yo ... como lo hubieras arreglado con tu padre... No digas que no. Pablo . . . ya me han herido demasiado hoy. —No digo que no, doctor Braulio. Entonces el padre Fidel, que no había dicho una palabra, le tendió la mano, diciendo en el tono más natural del mundo: —¿Mañana a las doce y media en su casa, doctor? —No, padre, usted tampoco puede desertar. No lo deje a Pablo solo. —Entonces lunes, miércoles y viernes en su casa, doctor. ¿O prefiere martes, jueves y sábados, o el domingo, quizá? —Hasta pasado mañana, padre. Creo que es sábado —y tuvo el valor de agregar una broma—: ¡Quién iba a decirme a mí, en mis tiempos de Renán y de France, que iba a terminar almorzando frente a frente con un fraile! —¡Y quién iba a decirme a mí que iba a tener la oportunidad de convertir a un masón! Nos despedimos casi alegremente. Cuando nos sentamos a la mesa, de nuevo cohibidos, sin saber si callarnos o hablar, mi madre dijo con su tono habitual, dirigiéndose a la sirvienta, que había permanecido temblando, de pie contra la puerta: —Siga sirviendo, Justina. Y agregó dirigiéndose al padre Fidel: —Hoy hay carbonada, padre, y creo que no le sienta. ¿ Quiere que le haga traer la verdura del puchero? Y el padre contestó: —Dios tiene la bondad de no estrujarnos el cuerpo y el alma en un mismo día, hija. Hoy ni siquiera sé que tengo hígado —y agregó en tono festivo—: Que venga esa carbonada. Después del almuerzo me fui a mi cuarto y pedí que me llevaran allí el café. No pretendía leer ni escribir. Sentía el asombro que nos causan los grandes dolores cuando caen sobre nosotros. Siempre habíamos creído que esos eran dolores para los demás. Hoy me enteraba que también podían ser para mí. Era un dolor demasiado sordo, demasiado áspero para permitirme el alivio de las lágrimas; un dolor con odio, sin ternura, frío, impotente, un dolor rencoroso, que parecía mandado por el diablo. El padre Fidel se había encerrado con mi madre en la biblioteca y estaban allí desde hacía una hora. Yo me preguntaba, inquieto, de qué podían estar hablando. Del reciente drama familiar, claro está, pero ¿en qué términos? ¿Qué armas tenía mi madre para obligarme a obedecer? ¿ Qué argumentos empleaba el padre Fidel para defenderme? Y sobre todo, ¿por qué, por qué mi madre parecía dispuesta a cualquier cosa con tal de separarme de Margarita? ¿Una cuestión personal? No, ni pensarlo. ¿Qué podía saber mi madre, siempre encerrada en el pasado, entre objetos muertos, de una modesta empleada de una tienda de artículos para hombre? No, había que descartar esa hipótesis;

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pero entonces, ¿qué? La idea de un amor maternal con celos casi incestuosos rozó mi mente, pero la deseché en seguida, no sólo por la natural aversión que ese pensamiento me causaba, sino porque el amor de mi madre hacia mí estaba muy lejos de ser excesivo. Por otra parte, una madre celosa no ve con agrado los amoríos de su hijo, y, como te lo he dicho, mi madre había fomentado con todas sus fuerzas mi vida disipada. ¿Entonces... ? Y los pensamientos volvían, los rechazaba, los daba vuelta en mi cabeza, sin lograr comprender por qué una normal aventura de muchacho provocaba tanto espanto, tanta ira. Haría más o menos una hora que estaba cavilando sobre esta historia incomprensible cuando oí golpear a mi puerta. —Adelante —grité. El padre Fidel entró. Estaba muy pálido. —Tu madre quiere hablarte, hijo mío —me dijo. —Dígale que no tengo nada que hablar con ella —contesté para hacerme el fuerte. —Es ella quien tiene algo que decirte. —Gracias. Ya hemos visto en la mesa lo agradable que resulta mi madre cuando tiene algo que decirme. ¡Es de una amenidad !... —No te obceques, Pablo; es justamente sobre eso que quiere hablarte, quiere explicarse contigo. Yo vacilaba. Él agregó: —Pablo, yo preferiría qué no te hablara. Temo que te haga mal. La muerte de tu padre, a quien quiso desaforadamente, y la soledad en que ha vivido han alterado su espíritu. Quiera Dios que ella no altere el tuyo. —¿Es tan grave lo que tiene que decirme? —No, es simplemente absurdo. Pero asimismo tengo miedo. Yo también tenía miedo. —Usted sabe, padre, que no he hecho nada malo —le dije, tratando de demorar la entrevista con mi madre. —Ya lo sé, hijo mío. Pero ahora anda, no la hagas esperar. —¿Dónde está? —En su cuarto. —¿En su cuarto? —pregunté extrañado. Mi madre no solía recibirme en su cuarto, sino en un saloncito contiguo donde co-míamos a la noche, frío y ordenado como una decoración de teatro, algo así como un terreno neutral entre la habitación imbuida de recuerdos de mi padre y el comedor donde se desarrollaba una parodia de vida familiar. —Sí, en su cuarto; anda. Iba a despedirme del padre con un apreton de manos, como era mi costumbre, cuando él alzó el brazo y, solemnemente, me dio la bendición. Me alejé como un reo que va a escuchar su condena. Cuando entré en el cuarto de mi madre la vi tan agitada que me pareció, de pronto, que yo era el juez y ella la acusada. —El padre Fidel me ha dicho que deseaba hablarme —dije en el mismo tono dis-tante que su actitud durante el almuerzo me había hecho adoptar. —Sí, Paul, sí. Aunque no sé si deseo hablarte o si hay algo más fuerte que yo

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que me obliga a hacerlo, pero lo que tengo que decirte es largo y difícil. Tal vez me explique mal y no logre hacerte entender mi pensamiento. Hace tantos años que vivo recluida, diciendo todos los días a la hora de almorzar las mismas frases, consideraciones sobre la comida, el traje nuevo del doctor Braulio, tu porvenir... o escuchando, más bien dicho, oyendo apenas, las disquisiciones de Tomasa, que ya no encuentro palabras. Esto que quiero decirte necesitaría más palabras de las que han inventado los hombres. Tienes que tratar de leer por detrás de mis palabras. ¿Comprendes? —Sí, madre. Haré lo que pueda. Me preguntó tímidamente. —¿No tienes prisa? Esto es largo. Aunque ni siquiera sé sí es largo. ¿ Llevará mucho tiempo la historia de un fracaso? —No sé, madre. —Claro. ¿Cómo puedes saberlo? Tú triunfarás, Paul. —Así lo deseo, por usted más que por mí. —¿ Por mí, Paul? ¿ Qué importancia tengo yo en tu vida? Ninguna. Pensé que deseaba enternecerme. —Usted es la única persona a quien tengo, la única persona de mi familia.. . a quien conozco, por lo menos. —Tienes algunos tíos, algunos primos por el lado de mi madre, y otros por parte de tu padre. Eso te lo explicará mejor Tomasa. Yo, cuando me quedé sola, cerré mi puerta. No podía ver a nadie. Durante los primeros años intentaron hacerse presentes, dejaban tarjetas en la puerta, tarjetas con algunas palabras cariñosas. No cedí. Quería vivir sola con mis remordimientos. El padre Fidel, el doctor Braulio y Tomasa fueron los únicos constantes; los dejé entrar por ti, para alegrarte un poco la vida. Yo ni me daba cuenta de que estaban sentados a mi mesa. Pero te estoy haciendo perder tiempo. —Un poco, madre —dije con dureza, aunque mi enojo había caído y ya no sentía por ella ningún odio; creo que empezaba a inspirarme lástima. —Déjame empezar desde el principio —dijo mi madre. Cerró un minuto los ojos, como para concentrarse. Después empezó: —Te dije, en otra oportunidad, que yo tenía diecisiete años cuando conocí a tu padre, y te prometí hablarte de él cuando alcanzaras esa edad. Afortunadamente lo olvidaste, o era un tema que te interesaba poco. Eso me extrañó, pues al final de la infancia noté en ti una gran curiosidad por todo lo que se refería a él. Comprendías que la muerte no había tronchado la ca-rrera de tu padre y buscabas en tu cabeza el obstáculo que había encontrado en su camino. De eso quiero hablarte hoy. "Yo nací aquí, de madre argentina y padre francés. Mis padres se conocieron en el azar de un viaje, y como ella tenía aquí campos y propiedades, una fortuna cuatro veces mayor de la que yo tengo ahora, él aceptó radicarse en Buenos Aires para administrar sus bienes. Por otra parte, el viaje a que me refiero era una gira de conferencias que había venido a dar mi padre a

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Sudamérica; como tuvo éxito, creyó que, instalándose aquí, lo seguiría teniendo. Está de más decirte que dos años después, cuando daba una conferencia, no había en la sala sino algunos amigos abnegados que llegaban tarde, calculando que estaría a punto de terminar, y lo saludaban y felicitaban con el mayor desparpajo. Estos fracasos, que no se debían a su falta de méritos, sino a un defecto del ambiente, lo amargaron, y en cuanto tuve siete años pretextó que siempre había deseado educarme en Francia, en el mismo colegio que sus hermanas, y allí nos fuimos los tres, dejando en manos de administradores, que no podían creer en su buena suerte, los bienes que pronto se dedicarían a mermar. "Te ahorraré detalles de mi infancia que en nada pueden interesarte. Seguí mis estudios en L'Assomption durante diez años, y cuando estábamos a punto de volver a la Argentina, murió mi madre. Sentí el golpe con una fuerza insospechada. La vida se me aparecía como algo vasto y hueco, sin otro porvenir que separarme de las compañeras de tantos años y volver, junto a un hombre distraído e indiferente, a un país cuyo nombre no despertaba el menor eco en mí. Mi padre no era, sin embargo, tan indiferente como yo lo suponía. Adivinó mi desolación y, olvidando las temibles noticias que le llegaban respecto a la mala administración de su fortuna, me llevó a viajar. Recorrimos Europa: sus teatros, sus museos; frecuentábamos, sobre todo, las salas de conciertos. Ya te he dicho, creo, que tu abuelo era melómano. También creo haberte dicho que un día vi a tu padre en escena por primera vez, pero creo que te mentí. Yo ya lo conocía. No sabía que era un gran músico y su talento me tenía sin cuidado. Sólo sabía que se llamaba Pablo. Más tarde él quiso que tú lleva-ras su nombre; yo siempre te he dicho Paul, pues para mí no había en el mundo sino un hombre que se llamara Pablo. "Él vivía en los alrededores de la ciudad, junto al hotel donde yo paraba con mi padre. Pasaba largas horas en el jardín. Yo podía verlo por encima del cerco con sólo ponerme en puntas de pie. Cuando llegué, terminaba el invierno. Era uno de esos días fríos, opacos, en que yo tiritaba en mi mecedora, volvía a la sala de lectura y me cobijaba junto a la chimenea; en que me dejaba vivir con esa tristeza azorada de los que nada esperan ni nada recuerdan. Estaba cansada de esa ciudad cuyos conciertos se habían apoderado de mi padre. "El jardín del hotel era un espacio arbolado y mudo hasta que oí su paso sobre la granza del sendero vecino, hasta que se iluminó para mí la casa de al lado. Fue al comienzo de la primavera. "Yo ya no salía, estaba siempre allí para observarlo. Él leía, escribía, tocaba el vio-lín, escuchaba música y a veces recorría con algún amigo el pequeño jardín. Hablaba en voz grave y pausada, inclinaba la cabeza hacia adelante para mirar a su amigo de frente aun estando a su lado, y hacía ademanes precisos. El otro movía afirmativamente la cabeza. Mi madre se había incorporado. Ahora hablaba dándome la espalda, completamente olvidada de mi presencia. Estaba lejos, estaba en el año 1909. Por eso su crónica

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fastidiosa y escueta del principio empezaba a cobrar un tono más cálido, más íntimo. Parecía hablar con él, contarle por milésima vez el nacimiento de su amor, como suelen hacer los amantes en los momentos de abandono. Yo había olvidado el verdadero motivo que me tenía allí sentado en su diván de brocato amarillo, sin atreverme siquiera a respirar, temiendo que ella hablara demasiado y, al repararlo, no me lo perdonara. Solemos guardar rencor a los que nos han permitido cometer indiscreciones. Pero únicamente al final del relato se acordó de mi presencia; creo que ignoró cuánto lirismo había empleado al comenzar. Ahora estaba lejos, con él, con sus recuerdos... —Yo conocía su nuca. Después mi mano la hubiera reconocido entre la multitud de nucas tras de las cuales está el mundo. Conocía la leve inclinación de sus hombros angostos, su inmovilidad llena de agitación interna, de gestación, como la inmovilidad de la naturaleza. Sabía que su brazo apenas se movía al trazar las notas sobre, el papel. Sabía que llevaba siempre el cuello entreabierto, sin corbata, la camisa remangada hasta los codos. "Conocía todas las venas de su brazo; tenía una vena grande, llena de sangre, que a veces se hinchaba y se volvía muy azul, un azul de mar nocturno, y otras parecía vaciarse y se sumía bajo su piel oscura de español. Sobre su mesa de jardín colocaba un reloj de plata. Yo pensaba con obstinación que me sería más fácil olvidarlo si no tuviera ese reloj. Era un detalle mínimo, pero fijaba a Pablo en la memoria, lo hacía muy humano, muy frágil; lo hacía susceptible de enfermarse y de morir. Gracias a ese reloj de plata se veía que precisaba comer y dormir y hacer infinidad de cosas a hora fija. Después supe que ni aun ese reloj lograba hacer de él un hombre como los demás. En el hotel había otros hombres, otros músicos, gente a quien yo saludaba y reconocía antes de conocer a Pablo. A mi lado estaba mi padre, que ya empezaba a asombrarse de mi docilidad, de mi alegría, al saber que había tomado un abono para sus conciertos. Sabiendo que la música me gustaba moderadamente como a casi todas las niñas bien educadas, buscaba motivos; mi único motivo, el que yo callaba, se llamaba Pablo. Yo no sentía ningún amor por ese hotel falsamente doméstico, pero quería quedarme en él por la casa de al lado. "Por fin lo vi en escena. Yo estaba en una platea de primera fila, y él me reconoció. Aquella noche nos reconocimos. "Pablo me enseñó las noches y los días, las tormentas y los arco iris. Supe que para él había nacido yo con cabellos claros, con ojos claros, con un cuerpo claro. Yo creía conocer todos los tonos del cielo, todas las horas del día; presentir todas las caricias del hombre ... Yo no conocía nada ... no conocía a Pablo. Él me enseñó que el tiempo nuestro no se medía con su reloj ni con ningún reloj del mundo. "Ya mi padre empezaba a enojarse ante mi afán incomprensible de permanecer en esa ciudad. Era preciso seguirlo. Me ofrecía otras ciudades, me creía neurasténica. Yo ya no deseaba nada sino la presencia de Pablo.

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Entonces imaginaba lo que sería mi vida si no estuviera enamorada. Pensaba que sería mejor. Habría en ella más colorido. Tendría variados horizontes, deseos, placeres. Podría saborear como antes el placer de los viajes en lugar de estremecerme de terror ante el anuncio de cualquier desplazamiento. Sería libre, viviría todas las horas del día, todo lo que esas horas podían dar. Gozaría de todo moderadamente en vez de sufrir por todo intensamente y de sólo gozar con intensidad los momentos pasados junto a Pablo. Pensaba todo lo que aprendería del mundo y de la gente si pudiera escuchar las conversaciones, prestarles atención; si pudiera saber que, apar-te de mí y de Pablo, había otros seres en el mundo. Había miles de cosas deliciosas que todos menos yo podrían conocer. Los brazos de Pablo cercaban el mundo que yo había elegido para vivir. Era un mundo hecho justo a mi medida, un mundo horizontal y tibio, sin cambios de estaciones ni posibles sorpresas. Era un mundo de penumbra, de sonrisas, de voces muy bajas, de ademanes armoniosos y lentos, de los cuales desaparecían las salientes, las torpezas, las rodillas, los codos, todo lo que sobra en los cuerpos humanos librados a sí mismos, todo lo que los hace agresivos y burdos. ¡Pobres las demás mujeres, las que tenían que soportar hombres con rodillas y codos y huesos inclementes! Pero ellas podían gozar, en cambio, de las noches y de las mañanas, de las vanidades y de los objetos. Yo sólo tenía ese lento deslizarme, ese desfallecer junto a Pablo, junto al único hombre sin aristas en el cuerpo ni en las palabras ni en las horas. Todas ellas sabían lo que sucedía en el mundo y hasta parecían saber lo que iba a suceder. Esa gente tenía normas de vida; en las casas de esa gente había objetos nítidos, con formas, con colores. A toda esa gente le parecía normal, casi necesario, ausentarse por dos o tres días, partir, volver, despedirse; no eran personas desgarradas a diario por el último beso, deslumbradas a diario por el primer contacto. "Por fin me atreví a comunicarle a Pablo que mi partida era impostergable. Me dijo que no me afligiera, que una semana más tarde él se juntaría conmigo en París, donde tenía que cumplir un contrato. Invoqué ante mi padre el deseo natural de pasar junto a mis amigas las últimas semanas de Europa, y volvimos a Francia, "Las torturas que sufrí durante aquel mes que pasé en París no puede comprenderlas ninguna mujer que no haya asistido desde la sombra a los triunfos de su amante. Todo el mundo hablaba de sus conquistas amorosas, contaba detalles de su aventura con una señora italiana y se hubiera dicho que una mujer para ser elegante en el París de entonces necesitaba tener o haber tenido relaciones con Pablo. Yo me acostaba, sola, en mi cuarto del hotel, sacudida por los celos, mientras él asistía después de la función a comidas que le daban las mujeres más lindas de París, lo que antes de la guerra equivalía a decir las mujeres más lindas del mundo. Nunca le hice una escena de celos, pero estaba dispuesta a actuar. Casi sin saberlo, por lo menos así lo creo hoy para justificarme, elaboraba mis planes de mujer enamorada. Si lo hubiera odiado no habría

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encontrado planes que pudieran hacerle tanto mal. Sólo aquellos que nos quieren pueden hacernos verdaderamente mal. Sólo para ellos somos vulnerables. Con una mujer indiferente, Pablo hubiera sido un genio. "Pero había llegado la hora ya impostergable de volver a la Argentina. Me ne-gué rotundamente, lloré, le pedí a mi padre que me dejara unos meses más, que quería iniciar un curso en el Conservatorio. Mi padre era débil; además, no veía en mi afán de quedarme en el país que era casi mi patria nada sospechoso. Accedió. Cuando me despedí de él tuve ganas de pedirle perdón, de no seguir engañándolo con la promesa de embarcarme en julio. Afortunadamente me callé. Le habría causado un dolor inútil que no hubiera mejorado en nada mi vida. Al volver del puerto di al coche la dirección del hotel de Pablo. Desde ese día estaba resuelta a vivir con él. "En el asombro de tu padre al verme llegar no había reproches ni desagrados. Por el contrario, me dijo que nada había deseado tanto como vivir conmigo. Se rió de mis temores de ser una carga en su vida, y desparramó a mis pies, para tranquilizarme, las flores que le habían enviado todas esas señoras cuyas joyas y pieles, cuyos gestos y ademanes seguros me hacían sentirme tan pobre, tan chica en mi platea. "—Si ellas saben que vivo contigo no van a invitarte más —dije temerosa. "—¡ Qué felicidad, Claudia! Así que además de tenerte a mi lado, me veré libre de todos los fastidiosos. Iremos a los bistrots de la Bive Gauche, comeremos por tres francos, seremos libres, tomaremos vino rosado. No me digas que se acabaron los banquetes porque son demasiadas alegrías para un solo día. "Ni la sombra de una nostalgia; no había en él la menor vanidad de hombre. Nunca había mirado el amor como un juego excitante. Sabía lo que era el amor, hablaba de él con respeto, casi con veneración. Y, a ese hombre, yo estaba dispuesta a retribuirle privándolo de lo que hasta mi llegada había sido su razón de existir. "La música le daba fama, mujeres, distracciones que borraban mi imagen. Yo me sentía capaz de reemplazarlo todo. Sabía que para él ya no contaba nada fuera de mí, que estaba en mi poder, pero que no había que desperdiciar ese momento de omnipotencia porque fuera de un instante, exacto, siempre es demasiado tarde. "Dicen que hay dos clases de mujeres: las que alientan a los hombres y las que los detienen. Yo conozco a una sola, me conozco a mí misma. "¿Para qué necesitaba yo la gloria de Pablo ? Por el contrario, precisaba escamoteársela para ahuyentar rivales, para tenerlo para mí sola, como únicamente se puede tener a un hombre oscuro. A las mujeres les gusta encontrar en el hombre lo que quizás ellas hubieran deseado ser. Viven de afuera para adentro; yo vivía de adentro para afuera. Las demás se apreciaban a sí mismas, apreciaban a sus amigos, no por lo que salía de ellos, sino por lo que llegaba a ellos: necesitaban el apoyo del mundo exterior. Yo empezaba a reparar en ese hecho monstruoso, en la necesidad de los seres humanos de prestarse cualidades los unos a los

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otros para poder amarse, para poder tolerarse. Yo quería amar a Pablo únicamente por sus valores reales, no quería que me encandilaran las luces del escenario. Las demás necesitaban aferrarse a condiciones y a defectos. Amar a alguien por su inteligencia, por su hermosura, por su segu-ridad de triunfador era fácil, tan fácil como amarlo por su fealdad, por su pobreza enternecedora, por su fracaso injusto. Amar era amar así como yo amaba a Pablo, sin cualidades ni defectos, sin triunfos ni fracasos, sin puntos de referencia, sin palabras precisas para catalogarlo. Yo no amaba en Pablo, no aprovechaba ni su imagen ni su nombre para amar en él al artista, al conquistador, al ministro o a la mala cabeza; yo lo amaba sin explicaciones, como al aire, a la tierra, con el éxtasis a la vez frágil y estable que nos proporciona una tarde de sol. Y quería que también así me amara Pablo, sin alhajas ni ropas vistosas, ni reuniones que despiertan celos y acicatean todo lo innoble que hay en el amor. Que me amara porque yo conocía el hueco de su hombro, porque conocía su nuca y la vena que se hinchaba y se vaciaba en su brazo. Yo no hubiera sabido buscar palabras inteligentes, ademanes que enardecen, gestos que conmueven. ¡Ah! ¡Qué laborioso hubiera sido un amor así! Siempre habría una mujer más hábil en sus ademanes o en sus palabras, siempre habría una mujer más hermosa. Lo único insustituible, lo único que escapaba a la comparación, era que fuéramos simplemente Pablo y Claudia, un solo ser perfecto, a la vez lánguido y ardiente, posesivo y entregado. "Confieso que me sentía débil; sólo la conciencia de mi debilidad podía hacerme pensar que mi única misión en la vida era llevar a Pablo hasta el anonimato. Si otras mujeres me lo disputaban, ¿qué tendría yo para retenerlo? Mi cuerpo frágil, simplemente el cuerpo de cualquier mujer; mis ojos, en la intimidad ni mis ojos, sino apenas mis párpados, esos párpados obstinados; mi voz, que tomaría inflexiones falsas; mi cuerpo, erizado de huesos; mi boca, erizada de dientes; encuentros precisos, despedidas precisas, horas, fechas, relojes, todas las incalculables trabas, las incalculables flaquezas de los hombres y de los elementos. Y no ignoraba que Pablo ni yo sabríamos medirnos, ser tan pronto amigos, tan pronto adversarios. Éramos demasiado débiles, demasiado vulnerables; habíamos aprendido a deslizamos el uno junto al otro, no temamos armas ni tácticas estudiadas. "Yo quería en él la imagen que me permitía escuchar, sin rebelarme, las conversaciones de los amigos de mi padre, de los huéspedes de los hoteles. Quería en él el permiso de desdeñar a la demás gente; me quería a mí misma redimida de esas frases ásperas, rígidas, que se entrechocaban alrededor de mi mesa, que se cruzaban sobre el plato de cristal cubierto de rosas trémulas y pacientes. Quería en él a un mundo sin cargos, ni decretos, ni gabinetes, ni crisis ministeriales; a un mundo sin actos de heroísmo o de cobardía; a un mundo que ni se vende ni se compra, ni se sa-crifica, ni tiene virtudes ni tiene defectos; a un mundo de seres ya salvados, sin pecado original; un mundo en el cual bastara ser Claudia, ser rubia, ser

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lánguida, el único mundo que estaba destinado a los hombres y que los hombres perdieron. Dios no nos había preparado un mundo con fracasados ni triunfadores; nos había preparado un mundo natural y estático, un mundo para dos, y cuando ese mundo se poblara empezaría a dividirse milagrosamente, para que todos pudieran creer, siempre, que les habían hecho un mundo sólo para ellos dos. Quizás amaba a Pablo en el atavismo de ese mundo perdido." Yo miraba azorado a esa mujer de espaldas, delirante, que decía cosas que yo nunca había sospechado. Y esa mujer que había llevado el amor hasta alturas inconcebibles me impedía vivir mi humilde amor de muchacho; ese amor tan sensato, tan entrado en razón, que no pretendía destruir las ciudades, desdeñar a los hombres públicos ni a las mujeres ataviadas, que había olvidado por completo a sus primeros padres y no les guardaba rencor alguno por el paraíso que le habían hecho perder. Todo eso me parecía contradictorio, aunque ya empezaba a vislumbrar algo. Mi madre continuaba: —No, mis celos no eran absurdos; eran un instinto de posesión; cada palabra de Pablo que otra mujer recogía era una palabra que me robaba a mí. Cada sonrisa de Pablo dirigida a otra mujer era indiscutiblemente una sonrisa de Pablo dirigida a otra mujer. Cuando Pablo no estaba conmigo, pero estaba solo, no estaba ausente; la ausencia presupone un principio de no existencia, de olvido. Pablo, solo, pensaba en mí. La ausencia de Pablo empezaba cuando la poblaban otras presencias, cuando pronunciaba otro nombre de mujer, y no hay nada tan impuro como un nombre de mujer pronunciado por el hombre a quien una quiere. Yo había oído hablar mucho sobre las diferencias de los sexos, sobre libertades que en el hombre no tienen importancia, pero yo sabía que todo tiene importancia, todo, la palabra, la risa, el beso en la mano al despedirse, el roce de una falda, los ojos dirigidos hacia un mismo punto; Pablo y otra mujer señalando una misma embarcación sobre el Sena, una misma fruta sobre el plato, una misma nube sobre el cielo. ¿Qué era, entonces, lo que tenía importancia en el amor? La forma, quizás: el nombre compartido, el techo compartido, la suma de los dos restándose en el hijo, el presupuesto, los parientes, el inventario de los objetos. Lo demás, las horas fugitivas y ar-dientes, no tienen importancia. "Pero yo quería absorber todas las horas de Pablo, sabía lo que valían. Esas horas que nos son dadas en forma tan avara, esas horas escasas, contadas, únicas, que se trenzan para formar nuestra vida; dar algunas de esas horas ¿es no dar nada de sí mismo? ¿Y quién la reemplazará luego? ¿Quién nos dará otra hora en cambio de aquella irremisiblemente perdida? ¿Quién borrará en el tiempo el rastro del paso de otra mujer? "¿Y esos ademanes que nos pertenecían? Los ademanes de Pablo que yo creía haber modelado, que se ajustaban a la forma exacta de mi cuerpo, que parecían haber sido aprendidos espontáneamente a mi contacto. Los ademanes bruscos, los ademanes lentos, los ademanes laxos. Únicamente damos de nosotros lo que los demás toman, no lo que queremos, lo que

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creemos dar. Damos la sonrisa involuntaria, la palabra que se escapa, la hora que nos roban. Y si Pablo diera algo de eso, si lo dejara tomar, daría esa suma de gestos y de instantes que eran de mi propiedad. Daría la réplica de una de mis horas, daría lo que yo había dejado en ella. Esta cos-tumbre, aquel pudor, el ritmo inimitable de las palabras y de los silencios, y el ritmo de los cuerpos y de las almas. Y esa voluntad de posesión y de entrega... ¿Dar eso no es dar nada de sí mismo? ¡Tenemos tan pocas palabras, tan pocos gestos para marcar las diferencias! Nuestras emocio-nes, nuestros abandonos, nuestras urgencias son tan iguales entre sí, que en vano pretendemos separarlos con un muro de palabras. "Yo no tendría perdón si traicionara a Pablo. ¿Por qué? ¿Por ser mujer? No, porque rompería el encanto. ¿Por qué el hombre y la mujer, y no la pareja? ¿Por qué dos palabras en lugar de una? ¿Por qué desligarlos cuando se habla de un acto que los liga? ¡Ay de quien separe en dos la palabra única, de quien la quiebre introduciendo extraños! O la armonía perfecta o la desarmonía; o el mutuo reflejo o la autonomía del cristal sin azogue. "¿Por qué introducir la confusión de las palabras en la verdad de los sentimientos? El amor con codos, con rodillas, con dientes, el poder despreciar y el poder despreciarse, el dar ese cuerpo que es el único representante de nuestra alma, eso, dicen, no tiene importancia. "Quizá por eso el mundo era tan inarmónico. Quizá por eso los hombres se enor-gullecían de sus negocios, de sus honores, de su dinero, y defendían sus sórdidas horas laboriosas. Quizá por esa confusión aceptada, algunas mujeres soportaban epítetos injuriosos. ¡Cómo cambiaría el burdo y procaz vocabulario del amor si los hombres y las mujeres supieran lo que dan, supieran lo que toman, supieran lo que les quitan, supieran lo que vale cada hora, cada gesto, cada palabra y cada ademán! "Si Pablo cediera a las instancias de otras mujeres atraídas por su gloria, ya su brazo no tendría la forma exacta de mis hombros, ya sus silencios no responderían a la medida exacta de mis frases. "Hay cosas que sólo se conservan de a dos, las mismas que puede destruir uno solo; y yo estaba dispuesta a que Pablo me ayudara a conservar ese amor que estaba destinado a ser excepcional. Entonces le pedía que hiciéramos un viaje, un viaje corto de dos o tres meses para unirnos definitivamente, para tener una luna de miel enclavada entre dos fechas fijas, para domesticar ese amor hasta ahora secreto y demasiado libre. Pablo accedió; nunca se resistió a ninguno de mis caprichos; por eso fue tan imperdonable mi afán de anularlo. "Partimos una mañana de noviembre cuando caía sobre París una nevada prematura, inofensiva. Él llevaba un violín, uno solo. Yo creí que iba a poder soportar la presencia de aquel violín, pero cuando noté que por las tardes se alejaba de mí durante dos o tres horas para encerrarse con ese otro amor que tenía derecho de prioridad, con ese instrumento que volvería a ser a

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nuestro regreso un imán para las mujeres, comprendí que la felicidad que yo esperaba de ese viaje se convertiría en desdicha si no lograba deshacerme de aquel violín. Es este, el que tú creías que se había hendido en un choque de trenes. No fue así. Él había ido al vagón restaurante a tomar café. Quedé sola, tomé el violín entre las dos manos y lo golpeé contra el suelo. Le di dos, tres golpes secos, sin sacarlo de su estuche, y no volví a colocarlo en la red con los demás equipajes hasta oír el crujido de la madera. Cuando Pabló volvió me encontró leyendo. "El destino protegía mis proyectos. Cuando yo, sin poder conciliar el sueño, me preguntaba qué diría Pablo al encontrar su violín hendido y qué explicación podría darle, una brusca frenada del tren hizo que el equipaje rodara hasta el suelo. Alguien había querido suicidarse, y por fortuna el maquinista lo había visto a tiempo y había podido detener su marcha. Cuando vi caer el violín herido comprendí que esta vez estaba definitivamente muerto. "Pero no era tan fácil triunfar de la vocación arraigada en Pablo. Compró un buen violín de segunda mano en una pequeña ciudad italiana y me dijo que lo usaría hasta que le mandaran uno de los suyos. Yo me opuse a que lo pidiera, le expliqué que podría sufrir un accidente en el viaje, y Pablo, siempre dócil, admitió que para lo que iba a estudiar el que había comprado le bastaba. Yo me multiplicaba para distraerlo. Fuimos a España, quise conocer su pueblo natal, su casa solariega. Luego buscamos climas benignos. Pasamos un mes en Capri, salimos de Europa, pasamos otro mes en la tibia y escarpada Madeira. "Pablo parecía haber olvidado la música: nunca me hablaba de ella, y el violín del anticuario parecía despertarle una secreta antipatía. "Pero llegó el día inevitable. Estábamos en un pequeño hotel al borde del mar; yo había salido a dar un paseo por la playa, sola, pues Pablo había pretextado una jaqueca. Hacía un año que estábamos viajando. Hacía diez meses que había abandonado la música. Yo despaché una carta para mi padre, y olvidando mi paseo, volví rápidamente como si temiera que Pablo se hubiera enfermado en mi ausencia. Entré en mi cuarto y me detuve en la puerta del suyo. Pablo estaba tocando el violín. Me había mentido, había querido librarse de mí para quedarse solo con ese aborrecido rival. "No entraba en mis costumbres hacer escenas. Ganaba mis batallas solapada-mente. Me senté y esperé. Haría diez minutos que estaba escuchándolo, un poco distraída, cuando algunos sonidos reavivaron mi atención. Me acerqué más, atenta, y en ese momento mi cara debe de haber tenido una expresión diabólica. "Pablo había perdido su maestría. "Al principio no pude creerlo; pero sí, Pablo desafinaba, volvía impacientemente atrás, tenía defectos que no podían depender del violín sino de la ejecución. Cuando estuve segura de ello entré en su cuarto. Ya lo tenía nuevamente entre mis manos. "—¡Qué bien has tocado! —exclamé—. Me hiciste llorar. "—No —dijo él sonriendo con tristeza—; ni en mis años de conservatorio he

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tocado peor. "—Pero estás loco, es milagroso que ese violín haya podido dar esos sonidos. Sólo tú podías habérselos arrancado. "Él me miró ilusionado. El más lúcido de los artistas pierde la noción de su valor cuando escucha halagos que parecen sinceros. "—¿Estás segura? "Discutimos así, un rato. Yo admití que podía notarse la falta de estudio de esos últimos tiempos, y antes de que él me lo pidiera le propuse volver a París. Pero yo ya no tenía miedo. Había vencido a la gloria. "Volvimos. Pablo, engañado por mí, aceptó dar un concierto en la Salle Gaveau casi sin haberlo preparado. Llegué a persuadirlo de que le hacía mal trabajar en exceso, de que cuando estuviera en escena con su Stradivarius, ante un público que lo veneraba, sería el Pablo de siempre. Nunca me reprochó esa afirmación que creyó nacida de mi ignorancia. "Pablo fracasó. Ya has leído en otra ocasión lo que dijeron los críticos de él. El público fue aún más severo. Pero yo sentía que mi poder tambaleaba. Pablo parecía vislumbrar el verdadero motivo que lo había alejado de la música: el amor. El artista que consigue alcanzar la plenitud de la felicidad al margen de su arte es un hombre perdido. En vano Pablo se empeñó en volver a ser lo que había sido; no comía, no dormía, quería vivir nada más que para su violín, pero era como esos amantes que se empeñan en prolongar un amor que ya no despierta ninguna emoción en ellos. Sus cuerdas lanzaban notas falsas como las palabras de alguien que vuelve después de la traición, esas palabras forzadas que crecen como mala hierba sobre el engaño. "Al cabo de un mes de ese martirio, Pablo me dijo que se sentía muy cansado y deseaba que fuéramos a pasar una temporada a Leipzig. Creía que la ciudad de Bach sabría salvar a quien fue uno de sus huéspedes predilectos. Yo acepté. Pero una semana antes de partir llegó una comunicación del médico de mi padre. Me decía que estaba muy grave y que reclamaba mi presencia. Le tendí el telegrama a Pablo. Lo leyó en silencio y luego dijo, como si no recordara que estábamos a punto de partir para Leipzig, como si no soñara con esa ciudad como los enfermos con una estación termal: "—¿ Cuando quieres embarcarte ? "—Lo antes posible. "Pablo tomó su sombrero y salió a buscar los pasajes. Yo tenía vergüenza de sentirme tan feliz en el momento en que tal vez mi padre estaba agonizando. Me crees un monstruo, ¿no? Ahora mi madre se había vuelto hacia mí y me interrogaba con la mirada. Yo no sabía qué decirle. En verdad sentía nacer hacia ella una repulsión invencible. Había arruinado la vida de mi padre y ahora quería arruinar la mía con el pretexto de redimirse. Para su redención, mi martirio ante el piano; para su redención, mi infancia aplastada bajo un deber que no me sentía capaz de cumplir; para su redención, amores venales, amores que no podían hacerme el mal que ella había hecho a mi padre. Pero quizá tenía razón,

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quizá la única salvación de un artista era desdeñar a las mujeres. ¿Por qué me contaba ella eso? Para envenenarme, sin duda, y lo estaba logrando. Yo, como mi padre, era un terreno propicio. Éramos débiles y sentimentales; ella era la más fuerte. Ella había vencido en mi padre al arte y lo había obligado a vivir de amor. En mí vencería al amor y me obligaría a vivir de arte. Y él había nacido para el arte y yo había nacido para el amor. Él tenía talento y yo era un mediocre. ¡Tanto poder como el que ella tenía y tanta demencia en el modo de emplearlo! —Sí, crees que soy un monstruo, pero así son todas las mujeres enamoradas, debes saberlo, quiero que lo sepas. Gritaba casi al decir estas palabras, y yo la detuve con dureza: —Si quiere seguir con; ese tema, muy desagradable para mí, hágalo con calma. Aunque ya le digo, me parece innecesario continuar, he comprendido. Pero ella por su parte comprendía que yo no estaba suficientemente maduro, que aún me quedaban fuerzas para reaccionar. Entonces recobró su serenidad y continuó: —Cuando llegamos a Buenos Aires, Pablo se fue a un hotel y yo me dirigí a casa de mi padre. Lo encontré aún con conocimiento. Tenía una de esas terribles enfermedades que duran varios meses, pero son incurables. Yo lo atendía con ternura durante el día, y por la noche me escapaba e iba a ver a Pablo. "Mi padre me explicó antes de morir todos los detalles de mi fortuna, me puso en comunicación con nuestro abogado y con un hermano de mi madre. También me dijo que en caso de enfermedad podía recurrir a su médico, el doctor Braulio. No precisaba decírmelo: yo ya sabía que podía contar con él. El doctor Braulio era en ese entonces un médico joven, ya de fama... Después no dio lo que la gente esperaba de él. Hay maleficios que caen sobre algunos hombres destinados a la fama, y nadie tiene la culpa de eso, nadie... nadie tiene la culpa de haber nacido para cortar caminos. Aquí mi madre se puso a temblar. —Si le molesta tanto este tema, ya le he dicho que lo dejemos. Para mí es casi intolerable —le dije desesperado. —No, voy a seguir, tengo que seguir. Aún no lo he dicho todo. "Mi padre murió poco tiempo después. Quedé sola en el mundo, por mi voluntad, pues rechacé con dureza la suave y patriarcal familia de mi madre. "Pablo, en sus paseos, se había enamorado de la barranca de San Isidro, esa costa húmeda, malsana y como hechizada que quizá le recordaba mi amor. Me propuso que tomáramos un chalet en la barranca; ya había visto uno que le gustaba más que los demás. Al principio acepté; luego vi que en la quinta de al lado había una mujer joven, morena. Recordé los días en que yo lo miraba desde el otro lado del cerco; ella también podía verlo con sólo ponerse en puntas de pie. Entonces me rehusé enérgicamente, y Pablo, en su condescendencia, aceptó como siempre. No podíamos irnos a Europa hasta no haber dejado mis asuntos en orden, no sabíamos qué hacer. Cierto

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respeto por mi familia me impedía vivir abiertamente con Pablo, y en medio de nuestras dudas anunciaste tu llegada al mundo. Entonces no vacilamos más: nos casamos. Ya habíamos pensado hacerlo. No sé muy bien por qué no lo habíamos hecho antes. "Fuimos a vivir a la casa de mis padres; esta casa vieja, triste, que agravó la naciente taciturnidad de tu padre. Al entrar aquí tuve conciencia de que lo sepultaba. No obstante, hasta que estalló la guerra conservó esperanzas; hablaba de volver a Europa, decía que este no era un medio para artistas. Pero en 1914 murió su última esperanza. Tú tenías dos años y él no lograba encariñarse contigo. Quizá pagabas el rencor inexpresado que yo empezaba a inspirarle. "Durante el primer año de nuestro matrimonio asistió a algunos conciertos, pero volvía tan amargado, tan silencioso, que él mismo comprendió que era mejor olvidarse de la música. Después de tu nacimiento yo di algunas fiestas, intenté animarlo, pero todo era inútil: tu padre se moría de una enfermedad que sólo yo podía haber curado. De nuestros amigos únicamente persistieron los que estaban lejos de su verdadero espíritu, los que no lo obligaban a encontrarse a sí mismo. Tomasa lo distraía con sus necedades, el padre Fidel lo consolaba con su resignación. En cambio, no quería al doctor Braulio. Había entre los dos una antipatía que se ocultaba tras una excesiva amabilidad. El doctor sabía herirlo. "—Estos genios que nos desprecian —decía—. ¿Por qué no nos hace oír algo, Pablo? ¡Qué egoístas son los europeos con estos pobres americanos sedientos de cultura! "Y tu padre contestaba altivo: "—No soy europeo, soy español. Tampoco soy un genio, ni siquiera un músico de mala muerte. Soy un ex violinista. Ahora apenas serviría para dar conciertos callejeros." Yo, entonces, ataqué de frente, como acostumbraba hacerlo cada vez que quería ocultar mi culpabilidad. Fue una noche, aquí mismo. Él estaba sentado en ese diván donde tú estás sentado ahora. Me acerqué y le dije con ternura: "—¿Por qué no vuelves al violín, Pablo? ¿Qué te ha pasado? ¿Soy yo la culpable de que hayas abandonado la música? "Él quedó pensativo. Me acariciaba el pelo con la mano, suavemente, y pensaba en lo que iba a contestar. Por fin mintió: "—Creo que ya he perdido el amor por la música, Claudia, eso es todo. "Yo no quería que mintiera; sabía que sólo la verdad, lo que él creía la verdad, podría desahogarlo. "—No, Pablo, no es eso. Adoras la música, eres un gran violinista. A ti te ha pasado algo. Él empezó a hablarse a sí mismo. —"¡Qué culpa puedes tener tú, mi niña, tú que me has hecho tan feliz! No, desecha esas ideas; sucede otra cosa, algo que sólo un artista podría

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comprender. "—Dilo. "—Mira, hay gente que para vivir necesita evadirse, gente inadaptada con lo material, lo diario. Esa gente se dedica al arte. Pero hay otra evasión, Claudia: es el amor. Y nadie se evade a la vez por dos caminos distintos. Hay algo que es preciso desgarrar en la vida, y hay que elegir... ¿entiendes? Hay que sacrificar algo: el arte o el amor. Antes yo precisaba hacerme un mundo más a tono conmigo que el que me ofrecían los demás. Desde que tú llegaste, la evasión en el arte me pareció no sólo criminal, sino insoportable. Turbaba tu recuerdo, te separaba por unos instantes de mí. Yo sentía, antes, que en la misión de cada uno hay algo imperioso, in-comunicable. Yo no buscaba el triunfo: sabía que la misión se cumple igualmente en el fracaso. Sabía que hay gente más útil que un artista, que para la sociedad humana cualquiera era más indispensable que yo, pero cumplía una orden que había recibido, la que reciben todos los que deben ocupar un puesto que sin duda no debe quedar vacío... No sé por qué causa, pero estoy seguro de que es así. No me importaba, te lo repito, ser famoso; pensaba que hasta los artistas mediocres son necesarios; gracias al anonimato de ellos surge la gloria del que la merece. Eso se llama vocación, pero el amor ya es una vocación de por sí y excluye a las demás. El arte no admite ser compartido: exige fidelidad. Yo traicioné mi arte y hoy pago esa traición. Eso es todo. "Yo ya no me sentía con fuerzas para seguir la comedia y estuve a punto de confesarle todo. No lo hice, pero creo que él ya lo sabía. "Por la tarde tu padre se encerraba en la biblioteca y leía. Mucho después advertí que tocaba el violín, pero con tal suavidad que hasta pocos días antes de su muerte creí que lo había abandonado por completo y que la música le traía recuerdos desagradables. Pero quizá yo no me equivocaba, quizá lo había abandonado y sólo quiso en los últimos días despedirse de él. Para oírlo era preciso llegar hasta la puerta y pegar el oído al ojo de la cerradura. ¡Cómo tocaba en esos días! Yo casi no podía moverme de emoción. Su genio volvía, yo me juraba que tendría el valor de decírselo, pero nunca me llegaba el momento de hacerlo. Quería retenerlo un poco más a mi lado, no quería cederlo tan pronto a la fama y a sus consecuencias. Era más fuerte que yo. La sola idea de verlo en un escenario me hacía estremecer. Imaginaba las reuniones a las cuales tendríamos que asistir, esas reuniones a las que me invitarían por ser su mujer, deseando en el fondo que yo no fuera, que les dejara a Pablo para ellas, para todas las mujeres cansadas de sus hombres hechos en serie. Yo no podía permitir que Pablo realizara los sueños de cualquier defraudada. Si le gustaba la música, que continuara tocando así, a escondidas, en la biblioteca. Y me convencía diciéndome que Pablo era demasiado grande para tener ambiciones, que los triunfos son el consuelo de los hombres pequeños, que el alma de la música sólo se muestra así a solas...: un violín, un hombre y

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una habitación cerrada. "Un día, sin embargo, me pareció notarlo tan mustio, que buscando un medio para alegrarlo pensé en ti. Perdóname, Paul, pero eras su hijo. "—¿Te gustaría que Paul fuera músico? \—pregunté, espiando su expresión. "—No sé —me dijo distraído. "—Es tu hijo —insistí—; piensa que podría hacer lo que tú no has querido hacer, lo que tú habías empezado. "Él se volvió hacia mí y pareció comprender lo que quería decirle." —¿ Por qué no ? Sabes que tienes razón, Claudia... ; claro que tienes razón; quizá yo no haya sido más que un precursor de Paul... 'Era hijo de un músico distinguido que, como tantos, se quedó a mitad de camino después de haber alcanzado cierta fama'. Sí, veo esta frase en su biografía. Yo había pensado ser músico y no ser padre de un músico, pero de todas maneras te agradezco el consuelo. "No conseguí darme cuenta de si hablaba con ironía, con resignación o con esperanza, pero me aferré a esto último y te ofrecí a la música, así como las madres cristianas ofrecen sus recién nacidos a la Virgen. "Un día tu padre te llamó a la biblioteca; no sé si recuerdas, ¡eras tan chico! Quise entrar contigo, pero él me lo impidió. "—Déjame solo con Paul —dijo—, quiero cerciorarme de algo. Es mi hijo y no sé nada de él. "Tú estabas entre sorprendido y atemorizado. Apretabas contra tu pecho un gran libro rojo con letras doradas... Alí Baba y los cuarenta ladrones. Te lo había regalado el doctor Braulio unos días antes para tu cumpleaños. "Tu padre cerró la puerta tras de sí. Fingí alejarme pisando con fuerza el mosaico del vestíbulo. Luego volví sin hacer ruido, curiosa, presintiendo que todos los días, ahora, agazapados tras una vida cotidiana, se desarrollaban acontecimientos extraordinarios. Me parecía que desde algún lugar alguien nos señalaba con el dedo. Me acerqué, pues; pegué mi oído a la puerta de la biblioteca y escuché. Tu padre tocaba como ya nunca oirás tocar a nadie. Y me parecía que había mucha gente en ese cuarto; que se oían muchas respiraciones, y ese silencio que no es silencio provocado por los cuerpos, los corazones, los pensamientos reunidos... era como el silencio de una iglesia colmada. Yo adivinaba lágrimas, brazos que se ex-tendían... Estaban allí, con él, todos los fracasados. Yo estaba segura de que toda esa gente me daba la espalda, y de pronto estuve segura de que se volvían hacia mí. Sentí el peso de cien pares de ojos, y de pronto sentí los ojos de él, ojos sabios, tranquilos, que parecían decir: '¿Ves lo que has hecho, Claudia?', y lo decían sin reproche. Las notas que salían de su violín tenían forma y volumen, se alzaban en un juego de agua y luego caían, rodaban hasta mis pies. Él las ponía a mis pies y sonreía. Yo me daba cuenta de que era una alucinación y quería librarme de ella, cuando tú, sin saberlo, viniste en mi ayuda. Te oí exclamar:

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"—¿A que no sabes, papá, lo que hace este ladrón en esta tina? "Me tambaleé como empujada por una muchedumbre. El violín calló. Después de un silencio, agregaste: "—¿Es caro ese juguete, papá? "—Cuesta toda la vida —contestó tu padre—, pero ahora sé que a ti no te costará tanto. "—A mí no me divierte —dijiste—; vamos, papá, me aburro. "Te odié, Paul, te odié, pero te he perdonado; porque después pude pensar que tú lo habías matado aquella tarde en la biblioteca y no yo. Eras mi hijo y eras digno de mí. Estabas destinado a perfeccionar mi obra, a darle el toque final. "Tu padre abrió la puerta. Yo, que me había escondido detrás del biombo, te vi salir, sonriendo, tranquilo, abrazado a tu AIí Baba. Pablo permanecía en la biblioteca. "No sé cuántos días pasaron, quince o veinte; no habíamos vuelto a hablar de ti con tu padre. Los dos fingíamos ignorar esa escena, esa conversación de nuestros ojos a través de la puerta cerrada; era un engaño transparente: nos descubrían los párpados bruscamente bajados, los silencios interrumpidos por palabras triviales que no habíamos pronunciado hasta entonces. De haberse prolongado esa situación, la vida se hubiera vuelto intolerable. Pero no se prolongó. "Debo decirte, antes de continuar, que tu padre no habló conmigo de esto, de mi culpa en su fracaso, de mi alucinación. No puedo asegurarte que la haya compartido. Debo insistir en ello para no falsearte la muerte de tu padre, ese ataque al corazón o ese vahído que lo hizo caer y romperse la nuca contra el morillo de bronce. "Sí, fue poco después. El doctor entró en mi cuarto sin golpear. Nunca lo vi tan pálido y comprendí inmediatamente. Sabía que eso iba a ocurrir. Al llegar la noche pensaba: ¡Hoy no fue, gracias, Dios mío! Mañana, quizá sea mañana.,.' Yo tenía un nuevo instinto, aquel que es pecado en el ser humano; el instinto de los perros que aúllan día tras día mientras la muerte avanza, y el hombre que la tiene al lado no la ve ni logra presentirla. Yo también hubiera querido aullar todas las noches después de ese concierto de fantasmas. Tú crees que yo he traído los fantasmas a esta casa, pero es injusto creerlo. Los trajo tu padre. ¿Nunca lo viste por la noche, en la biblioteca? Sin embargo, no son malos los fracasados; no hay que temerles: son mejores que los triunfadores, más humildes, menos agresivos. Pero a veces pienso que a lo mejor ese día se enfurecieron todos con tu padre, y se precipitaron sobre él, y lo hicieron tambalear y caer sobre el morillo... "Miré al doctor Braulio y dije: "—¿Pablo? "Me observó tan intrigado, que comprendí que era necesario ser más convencional. "—¿Le ha pasado algo a Paul... o a Pablo ? —dije haciendo un esfuerzo.

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"En ese momento, ¿comprendes?, me costaba mentir. Apenas recuerdo su contestación, nuestro corto diálogo. Sé que lo seguí. Tu padre estaba acostado sobre el sofá de la biblioteca, muerto. "—¿Cómo ha muerto, doctor? —pregunté. "Titubeó un segundo escaso, pero sé que titubeó, lo juraría ante Dios, ante el espectro de tu padre; luego dijo: "—Creo que ha sufrido un vahído. Cayó con tan mala suerte que se ha desnucado. "—Nunca había tenido vahídos —contesté. "Ignoro si el doctor Braulio dijo la verdad o mintió: "—Hace tiempo que sufría del corazón; yo lo había examinado, pero no quería que usted lo supiera, Claudia. "Yo sabía que había muerto de amor por la música. "Después, mucho después, pensé que el doctor Braulio estaba solo con él, que yo había hecho mal en fiarme de mis alucinaciones, que era mi deber investigar la muerte de Pablo. El doctor Braulio y él se odiaban. Tal vez un altercado, un puñetazo... y aquel morillo. Nunca pude saberlo. Hoy quise enterarme, quise que para defenderse me dijera que Pablo se había suicidado. Pero me dijo lo mismo de siempre. ¡Dios mío, si fuera cierto, si no me debiera más que placer y felicidad! Acaso no sintió nostalgias de la música... Hubiera vuelto a ella, ¿verdad? Era feliz conmigo, no se suicidó... Murió de un vahído o lo mató... alguien... —¡ Madre! —exclamé. Ella continuó: —Había llegado tu hora, la hora de cumplir su deseo de inmortalidad o, por lo me-nos, tu sacrificio. Sí, yo ya no oía música, la odiaba, pero qué placer sentía al oírte tocar el piano. Cuanto peor tocabas, más feliz me sentía: "Es por ti, Pablo —pensaba—; míralo cómo sufre, mírame sin más razón de vivir que esta farsa que martiriza a mi hijo, mira esta casa que en homenaje a ti se ha convertido en una tumba sonora". Después llegó el día en que te rebelaste, y yo, por primera vez, me sentí madre y tuve piedad de ti. "¿Has comprendido ahora, Paul? ¿Has comprendido lo que puede hacer una mujer de un hombre? No me asustan las mujeres en plural o las mujeres venales. De ahí mi generosidad de antes. Pero la mujer que se da, la que se apodera del hombre por amor, la que no pide nada porque se contenta con devorar su vida, la que se evade en el hombre y se convierte en su evasión, esa mujer arruina al escritor y al artista. Prueba, si quieres: te tomará tus horas y tus pensamientos, y no lo sabrás hasta que sea tarde... Recuerda, nadie se evade por dos caminos a la vez. Lo dijo tu padre y estaba en lo cierto. El arte no es el triunfo, sino la misión. Habría que levantar una gran estatua a los fracasados. Una estatua que tuviera la forma de un pedestal... ¿entiendes? Miles y miles de hombres aplastados bajo sus libros, sus pianos, sus violines, sus cuadros, sus esculturas; millones de hombres y de mujeres alegremente aplastados. Yo los veo. Veo a tu padre y a todos esos rostros

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sin rostro y, sin embargo, inconfundibles. A todos los que estuvieron contigo en la biblioteca, y tú estarás encima de ese pedestal, o estarás abajo triturado con ellos. ¿Qué importancia tiene? Estarás en el lugar que te haya sido señalado. Es tan digno estar arriba como estar abajo. Si todos estuvieran arriba, nadie, ni ellos mismos, se darían cuenta de que están arriba; gracias a los fracasados puede haber triunfadores. Pero tu padre, por mi culpa, ocupa un lugar que no le corresponde. Tú tienes que ocupar el suyo; está vacío; dime que lo ves. Si lo ves, estás salvado, salvado de las mujeres que te quieran, de las que estén dispuestas a morir por ti. Mi madre había terminado de hablar. Esperé unos instantes, y como vi que continuaba en silencio, me levanté muy despacio, llegué hasta la puerta y, desde allí, volviéndome hacia ella, le dije: —Gracias, madre. Si el lugar que me corresponde está entre los desdichados y entre los dementes, no tardaré en ocuparlo. Y puede estar segura de que recordaré siempre que se lo debo a usted. Tienes que comprender que yo estaba enloquecido, Claudia. Tenía veinte años, había soportado durante veinte años esa casa sombría y las asiduas, minuciosas alucinaciones de mi madre. Había aceptado su duelo prolongado porque siempre creí que era un homenaje a la armonía y a la felicidad de su matrimonio. Hoy descubría que su locura no era un resultado de la muerte de mi padre. Su amor perverso, sus celos, su fruición al torturarme desde niño para que mi dolor la redimiera..., eso, Claudia, eso era terrible. Loca, mi madre loca, yo también, ¿por qué no? Ella había visto fantasmas en la biblioteca, y a la noche volvía con su vela encendida para oír el concierto de los muertos. Yo también sentía presencias; había visto a mi padre entrar en mi cuarto con su levita y su plastrón, ¿recuerdas? Y hasta había dicho, ella, mi madre, que el asesino de mi padre había sido yo. Yo, a los cinco años. ¡Qué crueldad inútil! ¿Por qué no admitir que había sido ella, si ya nadie podía castigarla, o que había muerto como dijo el doctor Braulio? Pero decir que el doctor, quizás, en un arranque de furia... no, ¡era demasiado, Claudia! Y lo peor es que había logrado su objeto. Mientras ella hablaba, yo había sentido un odio nuevo por las mujeres, un temor. No eran celos únicamente lo que las impulsaba a detenernos: era envidia por nuestra evidente superioridad. Llegué a mi cuarto, tembloroso. El padre Fidel se había quedado a esperarme, quizá para contrarrestar el mal que —lo presentía— me habría hecho mi madre. Quizá, tan sólo para enterarse del grado de ese mal. Nos miramos; mi expresión era demasiado implacable para ensayar consuelos. Advirtió que yo ya no era el muchacho impulsivo de la hora del almuerzo; algo había envejecido en mí sin pasar por la etapa preparatoria de la maduración. Entonces tomó su sombrero y me dijo, colocándome la mano sobre el hombro: —He ahí uno de los grandes bienes de la confesión: que nos descarguemos nuestras culpas, cuando nos pesan demasiado, sobre aquellos a quienes

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pueden hacerles mal. Y al salir cerró la puerta tras de sí con inusitada violencia. Eran las cinco. Yo había olvidado que Margarita me esperaba desde las tres. Esa primera impuntualidad denunciaba el triunfo de mi madre.

V Dos años adversos, Claudia, siguieron a esa confesión superflua, pero no ineficaz. Ya no conseguía entregarme con la liviandad de espíritu de otra época. Si Margarita elogiaba lo que yo escribía, no podía menos de pensar en los elogios de mi madre cuando notó una fisura en el talento de mi padre; cuando Margarita no parecía entusiasmada con mi obra, creía que intentaba desalentarme; cuando me reprochaba mis ausencias decía para mis adentros: "Empieza a comprender que la literatura es absorbente e intentará separarme de ella". Y cuando no conseguía advertir en Margarita nada extraño, pensaba que no me quería, que por eso no sentía celos de mi trabajo, o que era demasiado simple para sospechar rivalidades abstractas. Ya no era el amante alegre y atento de los primeros tiempos; era un nombre huraño, quisquilloso, desconfiado, taciturno. Margarita creyó que había dejado de quererla, y un día en lugar de ella encontré una carta. Me decía cosas modestas y enternecedoras; me decía que los hombres eran así; que una chica humilde como ella no podía pretender conservar a alguien tan excepcional como yo; que lo había sabido desde el primer día; que todas sus amigas se lo habían dicho, pero que me agradecía de todas maneras los tres años de felicidad que me debía; que nunca querría a nadie como me había querido y que por favor no me riera de ella con mis amigos. Yo sabía que me bastaba ir a buscarla, pedirle perdón, darle cualquier pretexto, una preocupación causada por mi trabajo o por la salud de mi madre, y que Margarita volvería, radiante, incondicional. No lo hice. Había notado día tras día la esterilidad de mi pluma, la condescendencia con que gracias al doctor Braulio aceptaban mis artículos en las redacciones de los diarios; ahora quería probar si solo, aburrido, desdichado, era capaz de producir algo mejor. Y ya no quise a otra mujer, Claudia, hasta que tú llegaste. Mi vida era casi insoportable. Leía, pero como se lee a los veinte años, sacando provecho por añadidura; aún no conocía todos los placeres sutiles de la palabra, del pensamiento; en mi amor por la lectura había algo un poco culpable y un poco humillante. Los autores sorpresivos obtenían de mí todas las reacciones previstas; yo empezaba a sentirlo, quería evitar esa actitud de neófito y me precipitaba en lo que llamaba mi obra. Era esta un conjunto de ideas ni propias ni bien elegidas dentro de la vasta producción ajena. Parece paradójico, pero los artistas sin talento ni siquiera son capaces de plagiar. Son rateros del arte; roban un reloj de oro y desdeñan un Rembrandt. Una tarde, harto de cargar con ese secreto que cada vez me parecía más inverosímil, más inasible, que me llenaba de interrogantes, resolví contarle

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todo al doctor Braulio. Él no había vuelto a casa desde aquella escena, pero tomábamos el té juntos como había quedado convenido, y esa hora pasada a su lado era la mejor del día. Le repetí casi palabra por palabra, salvo los impúdicos lirismos retrospectivos, la historia de ese amor poco envidiable. Él me escuchaba atentamente. Hablé durante una hora. Después, con la solemnidad de los veinte años, me quedé esperando la frase trágica y paternal que necesariamente debía seguir a mi confesión. Pero ante mi asombro el doctor Braulio se echó a reír. Yo estaba indignado, herido, tenía ganas de huir y no poner más los pies en esa casa. Él reía y reía. —¡ Está bueno, está bueno! —repetía—. Y hace más de un año que andas hecho un personaje de comedia... Perdón, no te ofendas, un personaje dramático, un Hamlet pálido; a lo mejor piensas en el suicidio, ya que la locura no quiere saber nada contigo, y todo por culpa de una hora de histerismo de tu madre. ¡Está bueno!... Esta Claudia tiene recursos inesperados. Yo estaba cada vez más ofendido y estupefacto. —Perdón, doctor, creí que usted me comprendería como otras veces; pero, si ha resuelto burlarse de mí, será mejor que me vaya. Esto no es una broma: esto ha trastornado mi vida. Hasta rompí con la mujer a quien quería. —¡No te digo! Tiene razón tu madre: eres de cera. Te hace una escenita y ya consigue lo que quiere. Rompes con tu amiga, crees seriamente en el genio de tu padre... Vamos, Pablo, tu padre fracasó porque sí. Gustó en un momento, pero esas modas pasan, y tu madre, para consolarse, inventó una historia de celos que ni ella misma cree. ¡Mira quién, tu padre, el hombre más vanidoso y autoritario de la tierra, dejándose anular por una niña de die-cisiete años! Es inconcebible que hayas creído en eso. No sabes que él tenía treinta y dos años y ella diecisiete cuando se conocieron... y puedes creer por un momento ... ¡ Pero qué disparate! Tartamudeaba a fuerza de reír. Yo sentía que esta vez iba a volverme realmente loco y deseaba que eso sucediera. ¿Para qué me servía la razón entre tanta gente contradictoria? Alguien mentía, pero ¿quién? El doctor continuaba, ya más serio, apiadado ante mi desazón. —Y esa historia de fantasmas es lo mejor que he oído en mi vida. Ella sabía muy bien que tú y las sirvientas se intranquilizaban por los objetos que habían pertenecido a un muerto. Muchas veces me contó, riendo, que no se atrevía a ir al baño de noche por temor a confirmar esa versión de sus reuniones con aparecidos. Y un día en que ella lloraba, acariciando un violín de tu padre, oyó que alguien huía despavorido; era una sirvienta que fue a jurar a la cocina que a veces los violines se ponían a tocar solos, todos a la vez. Eso porque ella, sin querer, había arrancado algunas notas. Tu madre no sabía si reír o enojarse por esas cosas. Yo le aconsejaba que se riera.

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¡Pero vaya la historia que fue a inventar! Y te convenció, claro. ¡Eres tan tonto!... La fama, los celos, un suicidio que no fue tal, unos fantasmas en los cuales no te cuesta mucho creer; y todo para salir en alguna forma de la posición desairada en que se había colocado ese día a la hora del almuerzo; todo para hacerse perdonar y salir con la suya. Es un genio, esta Claudia. Menos mal que no creyó que con un cuento así, también a mí se me pondrían los pelos de punta y volvería a pedirle perdón. —Pero el caso es que mi padre triunfaba hasta que llegó ella —respondí agotado. El doctor se encogió de hombros. —¡Triunfaba! . . . ¡Triunfaba! Éxitos locales, momentáneos. Era el hombre más buen mozo de su época. Detrás de cada crítico hay una mujer, y en todas partes sucede lo mismo: cuando un hombre cae bien a las mujeres tiene su fama asegurada. Espera un poco y verás. Pero cuando comiences a creerte un genio, mírate al espejo y piensa que a los cuarenta años empieza el anonimato de muchos genios demasiado perfectos físicamente. Ella llegó, él le fue fiel, las mujeres empezaron a desinteresarse, y por ende los críticos; esa es toda la historia. Agrega que pasaron los años, llegó a la Argentina sin mayor prestigio, lo conocieron casado, había engordado un poco, tenía algunas canas; no digo que no puedan ser otro atractivo, pero... A nuestras mujeres no les gusta mucho la intimidad con extranjeros; son localistas, y en esa época eran más recatadas, más coquetas, les gustaba que el hombre diera el primer paso. Algunos hasta dicen que eran más "serias"; es graciosa la expresión, ¿no? No puedo jurarlo, o más bien, como antes yo era joven y ahora soy viejo, juraría lo contrario; pero lo que puedo asegurarte es que a las porteñas les gustan los extranjeros para sentarlos a su mesa, pero no... Termina mi frase, Pablo; ya sabes que respeto mucho tu pulcritud de lenguaje. Y aquí nadie le pidió conciertos, ni para tés de beneficencia, y créeme que ya los había. Perdóname mi franqueza, pero la llegada de tu padre no causó la menor sensación. Por el contrario: la gente se asombraba de que una mujer que "lo tenía todo" como tu madre se casara con un "gallego que tocaba el violín". Y por más que busques no encontrarás secretos, ni celos criminales, ni fantasmas que toman té en las bibliotecas. Tu madre consiguió lo que quería y tú eres un imbécil. En resumen, esa es mi opinión. Y se echó a reír nuevamente, a carcajadas. Yo también me eché a reír. Más adelante me he preguntado muchas veces quién engañaba a quién con esa risa.

VI Mi madre murió tres meses después de esa entrevista que me hizo más mal que bien. Esto te asombrará; todo parecía confortante en las palabras del doctor Braulio, pero yo no estaba en condiciones de soportar sorpresas ni cambio alguno. Me parecía que todos se habían confabulado para enloquecerme, y que lo conseguían.

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Un día nos sentamos a almorzar sin mi madre, creyendo que habría ido al cementerio y que, según su costumbre en esas oportunidades, estaría encerrada en su cuarto. No era así. Estábamos comiendo el postre cuando Justina me dijo: —Niño, esto no me gusta nada... Me huele mal. Pegué mi nariz a los huevos quimbos y opiné: —No sé por qué, están riquísimos. A usted le habrá tocado un huevo malo. —Niño, no hablo de los huevos quimbos. —¿De qué habla entonces? —De la señora. —¿Qué tiene la señora? —Se queja. Entre anoche y hoy se ha tomado un frasco entero de láudano, pero cada vez le duele más. —¿Qué le duele? —grité saltando de mi silla. —El estómago, niño; por eso no bajó a almorzar. —¿Por qué no me lo dijo antes? —Ella no quería. No escuché más. Corrí a su cuarto, seguido por el padre Fidel y la señorita Tomasa. Mi madre, crispada por el dolor, se revolcaba sobre la cama apretándose el estómago con ambas manos. —¡Pero estás loca! —grité, tuteándola por primera vez desde el día memorable—. Hay que llamar al doctor Braulio. —No va a querer venir —dijo ella. —Claro que va a venir. Ahora, si prefieres otro médico... —No, llámalo a él. Pero ya no hay nada que hacer, ya es tarde. —¿Cómo puedes saberlo? —Peritonitis —se diagnosticó fríamente, y tenía razón, no hubo nada que hacer. Eligió la primera oportunidad para morir de muerte natural, de una atroz y voluntaria muerte natural. Antes de morir habló unos minutos a solas con el doctor Braulio, luego me llamó. El doctor estaba delante cuando ella me dijo: —Perdóname, Paul. Quizá me equivoqué. A lo mejor tu padre... —Yo sé, madre —le dije—; no te canses, ya sé lo que quieres decirme. De todas maneras, no me preocupa; nada en el pasado de ustedes puede cambiar mi porvenir. Después me volví hacia el doctor y le dije fríamente: —No valía la pena enseñarle la lección. La cansó inútilmente. Gracias, de todas maneras. Y me pareció que él se estremecía. Ella lo nombró débilmente, él se inclinó, pegó su oído a la boca de mi madre moribunda. —Se lo prometo, Claudia —dijo después. Y ella contestó: —Gracias.

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Esa fue su última palabra. El padre Fidel me dijo que no tuvo tiempo de confe-sarse, pero que se había arrepentido de todas sus culpas, y cuando él le había preguntado: "¿Hay algo que le pesa en particular?", ella murmuró: "Paul". Después de su muerte no quise volver a casa. Me fui a un hotel y me hice mandar mi ropa allí. La señorita Tomasa y las personas de servicio se ocuparían de arreglar las cosas para el remate. Di orden que se vendiera todo, que se quemara la ropa de mi padre y la de mi madre. —Dásela a los pobres ---me dijo el padre Fidel. —No, ¿para qué llenar los conventillos de fantasmas? —contesté sonriendo. —Los pobres no pueden darse el lujo de creer en fantasmas —opinó en el mismo tono. Le dije que hiciese lo que quisiera; yo me desentendía de todo. No sé lo que re-solvió. Tuve que volver, sin embargo, para abrir algunos cajones cerrados. Ya te dije lo que encontré en ellos. Quemé todo sin excepción. No leí una carta, no pretendí saber si entre las obras inéditas de mi padre había alguna que tuviera cierto valor musical. No quería saberlo. Quería terminar con ese pasado que me habían impuesto durante veintidós años. No tenía ambiciones de piedad filial. Entre el doctor y yo había ahora una molestia. Se debía, sin duda, a mi frase descortés junto a mi madre moribunda. No debí herirlo en ese momento. Lo comprendí cuando lo vi llorar echado junto al cuerpo por fin liberado de obsesiones. Lloraba impúdicamente. Fue el único que la lloró. Yo estaba frío, me sentía indiferente, y después, ya sé que es monstruoso, Claudia, pero me sentía casi feliz. Su muerte me liberaba. Por lo menos, así lo creí aquel día. No te imaginas hasta qué punto me alegró saberme rico. Significaba que era doblemente libre. Libre como hombre, como escritor. Libre. Mi madre no alcanzaba a gastar la mitad de sus rentas, y ahora, vendida la casa, los objetos imprevisiblemente valiosos y sus magníficas alhajas que yo no conocía... menos esta, Claudia; esta la guardé para ti. Ese momento fue el único en que me di cuenta de que te presentía... Bueno, pues, dueño de mi fortuna, resolví viajar. Me despedí de mis tres viejos amigos compungidos. Los miraba triunfalmente; ellos eran los últimos lazos que me ataban a un tiempo de delirio; al dejarlos, dejaba los restos que aún podían subsistir de mis fantasmas y mis pesadillas. Dos veces, antes de embarcarme, pasé frente a mi antigua casa. La primera vi con placer que ya los picos de los obreros habían abierto grandes brechas por donde entraban el sol y el aire, ahuyentando terrores; la segunda vi los cimientos de una gran casa de departamentos. Sería un edi-ficio claro, liso, sin recovecos hechos para espantar a los niños. De todas maneras, no sería yo quien viviría en uno de ellos. Ya te he hablado muchas veces de mis viajes. Hemos evocado juntos las estatuas de mármol, lujuriosas, bajo la luna; el murmullo de las fuentes pacientemente ahogado por los ruidos menos discretos de la civilización; las ciudades, los paisajes. Te he hablado también, de todo lo que tú no

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habías visto. No volveré sobre ello. Me fui sin pensar en el regreso. Liviano de porvenir, casi también de pasado. Supe del primer cumpleaños secreto, sin regalos, sin besos. Me sentía hombre. Durante los dos primeros años fui moderadamente feliz. Creía que el pasado había muerto sin amenazas de resurrección. Pero un día supe que mi fuga había sido apenas un entreacto. Conocí a una mujer y com-prendí inmediatamente que podía llegar a amarla; tuve miedo de quererla como te quiero hoy a ti. Y volvió mi angustia; recordé una a una las palabras de mi madre, el papel destructor que se había otorgado, con razón o sin ella; sentí de nuevo el peso de mis muertos insepultos. Era en Londres. Viví una noche de amor; al día siguiente me embarqué para París sin dejar dirección. Un mes más tarde, oprimido por el terror de un encuentro, de nuevo presa de mi vieja fiebre, creyéndome dueño de mí porque obedecía las órdenes dictadas por la demencia de una muerta, partí para los Estados Unidos. Pero ya no era un viaje de placer, sino una huida. Ya me sabía irredento. ¡Ah, Claudia, cuántas veces caminaba solo por las grandes aveni-das y miraba con nostalgia esos pequeños, insignificantes adornos que otros hombres compran para sus mujeres! Yo sólo había regalado billetes de banco o alhajas de valor que no eran sino billetes disfrazados, única manera en que los aceptan o hasta los reclaman las más orgullosas. Otras veces no había dado nada: ni un perfume, ni una caja de bombones, ni un ramo de violetas comprado en la calle, nada, para ser querido por mí mismo, y esa pueril vanidad me impedía que tuviera gestos elementales de ternura con aquellas que los merecían. Todos los inseguros cometen esa clase de errores; halagan el despotismo, hieren la vulnerabilidad. Yo nunca había comprado esos objetos, no sé cómo se llaman, que ustedes se ponen en las solapas, en los sombreros; nunca había comprado una polvera, una cigarrera de mujer. Miraba las reediciones de libros agotados que me habían hecho feliz en otra época, y que hubiera querido comprar para compartir con alguien mi completo placer, y revivirlo así. ¡Y también cómo me tentaban todos esos objetos que los hombres usan, pero que cambian de sexo al cambiar de tamaño! Relojes minúsculos, estilográficas no más grandes que mi dedo meñique, todo lo que estaba ahí, sin duda, para que los hombres se alegraran durante un día entero pensando que tenían en el bolsillo una sorpresa que haría sonreír a una mujer. No te burles de la forma frivola que tomaba mi angustia. Piensa que tenía apenas veinticinco años y que siempre he sido un hombre simple, vergonzosamente normal, hecho para un amor sereno, ininterrumpido y fiel. Recorrí muchos pueblos, muchas ciudades. Junto a mujeres sanas y un poco viriles, olvidé los alardes de mal gusto de un hombre que empezaba a tener demasiada fe en la fuerza de su sexo y de su dinero. Conocí la camaradería, la amistad de los sexos; llegué a ser, ya que no feliz, por lo menos relativamente civilizado. Pero en el fondo era un; sentimental, y nada me consolaba de haber perdido el amor antes de haberlo conocido.

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Un día pensé que mi viaje había durado bastante, que mi obra literaria no avanzaba, que era hora de volver a mi país y entregarme realmente al trabajo, a esa carrera por la cual había sacrificado mi verdadera personalidad. Lo primero que vi al desembarcar en el puerto de Buenos Aires fue al doctor Braulio, que me tendía los brazos. Pregunté por el padre Fidel y la señorita Tomasa. Supe que esta última había muerto en mi ausencia y reparé que habían pasado más de tres años sin dar ni pedir noticias de nadie. Fingí una gran consternación por una desgracia que me dejaba indiferente. También empezaba a comprender que no sólo había ignorado el amor, sino que nunca había sentido un cariño profundo. El doctor Braulio me contó luego que el padre Fidel estaba casi ciego y que no salía a la calle, pero que aguardaba mi visita. —Iré mañana sin falta —dije, asombrado de mi magnanimidad. —Pero él te esperaba en seguida —exclamó el doctor, sorprendido por mi falta de entusiasmo en ver de nuevo a un amigo de siempre. —No, ahora no, doctor. Estoy cansado, tengo ganas de instalarme. Él sonrió con indulgencia. —Tienes razón; cuando nos toca quedarnos, siempre olvidamos que los demás han partido. Para nosotros todo ha seguido como entonces: esperábamos a nuestro chico pálido y dócil. ¡Qué imprevisión! Ahora eres un hombre fuerte, con ideas propias, que no piensa sólo en los viejos amigos de familia. Protesté débilmente. —No —insistió—, yo también he sido joven, es natural, y me alegro por ti, Pa-blo. ¡Cómo te reirás hoy de tus fantasmas, de esas tragedias que tu madre tenía el arte de construir con nada! Me estremecí. El doctor, en su afán de comprender al nuevo Pablo, había olvi-dado que sólo podía ser un producto del antiguo. Me instalé en un hotel. Al cabo de dos semanas de extasiarme, para alegrar al doctor, ante los adelantos de mi ciudad, de repetirle al padre Fidel mi visita al Papa y de recordar con él el Vaticano, sentí nuevas ansias de partir. Los viajes habían entrado en mi sangre como un veneno. Durante cuatro meses viví solo, a orillas del mar. Leía y escribía como no lo había hecho nunca. Y pensaba. Creo que hasta entonces nunca había pensado; había reconstruido acontecimientos, había tratado de descifrar misterios, pero no me había colocado frente a la vida y al arte. Empecé a conocerme a mí mismo, a descubrir las lagunas de mi cultura, ahora un poco salvadas gracias a mis viajes. Me sentí más hombre y más solo a pocos kilómetros de mi ciudad natal que en el extranjero. Todavía hay en América algo desierto, algo salvaje, que no se siente en otros continentes, y sobre eso quería yo escribir. De aquellos días nació mi primer libro. Cuando los veraneantes empezaron a llegar a la playa, volví a la ciudad. Noté que el doctor Braulio se inquietaba a mi respecto; no veía claramente mis planes, por lo demás inexistentes. Un día me dijo con seriedad:

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—Pablo, ya eres un hombre; no puedes seguir vagando por el mundo. Debes resolver tu vida, dedicarte a algo... Quizá me haya equivocado creyéndote escritor. Además me gustaría que te casaras; estás tan solo... A veces pienso que cuando yo muera, no te quedará nadie. Me puse pálido. —Voy a ser escritor. Ya no puedo ser otra cosa. Pienso publicar un libro a fin de año. Pero no hable de casarme. Mi madre tenía razón. Por primera vez he escrito algo con algún sentido en estos meses que pasé solo, sin mujeres. Ya soy casi un asceta... Siento que hay un divorcio muy hondo entre el instinto y el pensamiento. El doctor no discutió, pero a los pocos días el padre Fidel, aleccionado, trató el mismo tema. —Pablo —me dijo-—. Estoy tan viejo que doy asco, y antes de morir quiero pedirte que olvides las teorías absurdas de tu pobre madre. Piensa que ella hablaba así porque había perdido lo que más quería en el mundo. Era de esas mujeres excepcionales que tienen un solo amor. Pero tú debes pensar en ti mismo. Olvida ese afán de inmortalidad que ella te inculcó y que probablemente está fuera de tu alcance. Recuerda, en cambio, que eres mortal, y que Dios castiga el orgullo de desdeñar la vida que Él nos ha dado sobre la tierra para pretender vivir sobre la misma tierra después de muertos. De tu inmortalidad, de la de tu alma, se ocupará Él. A ti te incumbe secundarlo, cumpliendo tu deber en la vida. Trabaja, forma un hogar y no desprecies la realidad de tu ser para inmortalizar algunas sílabas, un simple nombre. Si estás destinado a ser un gran escritor podrás serlo igualmente en la felicidad permitida por Dios. No me interesaba discutir y me sentía demasiado lejos de todos ellos para comunicarles mis ideas; prometí pensarlo, y con algunos lugares comunes como ese de que me casaría el día que encontrara a la mujer destinada para mí, cerré la discusión. Pero estaba resuelto a vivir a mi antojo. Para empezar, nada mejor que alejarme de mis fastidiosos consejeros. Entonces me instalé en las sierras. Alquilé y amueblé una casita encantadora, tuve flores sobre la mesa por primera vez en la vida, flores que yo mismo cambiaba; en casa de mi madre nunca había flores. Compré un perro, una pipa, puse un banco junto a la puerta y creí que así, jugando al escritor rural, esperaría tranquilo el fin de mis días. Envié mi libro terminado al doctor Braulio; él me mandaba las pruebas. Conocí la felicidad paternal de esperar el nacimiento de ese primer hijo de mi espíritu. Cuando lo tuve al fin entre mis manos, le sonreí como una madre a quien le entregan su primogénito. Todos los días esperaba anhelante al cartero que debía traerme los recortes de los diarios, con críticas de mi libro. De eso también se encargaría el doctor. Creo que llegué a recibir cuatro notas, lacónicas, frías, de críticos que apenas lo habían hojeado. Vendí treinta ejemplares. Una noche me rebelé. ¿Para eso había sacrificado mi deseo de vivir un

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gran amor? ¿Eran esas las glorias que me destinaba mi madre? ¿Para ellas me había cuidado desde la infancia, por ellas me había confesado sus supuestos crímenes? ¿Por qué no había hecho de mí un abogado, un ingeniero, un comerciante, alguien con un trabajo fijo, a horario, con los triunfos anuales de las buenas notas? ¿Por qué haberme empujado a un camino difícil que sólo la vocación puede hacer soportable? Y volvieron mis angustias, mis dudas, mis luchas de conciencia. En vano conti-nuaba yendo por las tardes a visitar a algunos amigos enfermos, en vano intentaba interesarme en sus conversaciones, y me costaba seguir fingiendo que estaba allí porque vivía para las letras y el mundo no me decía nada; en vano cambiaba las flores de mi florero, cuidaba las plantas de mi jardín. Ya los libros no me acompañaban, los hojeaba apenas, perdido en mis problemas, prefiriendo mirar los leños que ardían en la chimenea. Un enfermo, uno de mis amigos eventuales, que afortunadamente partió a los pocos meses, me dijo una tarde en tono confidencial: —Usted es el único hombre sano a quien se puede recibir. Mire, los demás se hacen los amigos, vienen a vernos, pero en realidad sólo se fijan en nuestras mujeres. Usted no se fija en las mujeres, por eso me gusta. Instantáneamente lo aborrecí, nunca volví a pisar su casa. Me mandó llamar varias veces, me preguntó si me había ofendido en algo; no contesté. Había en mí algo tan duro que ni siquiera mi educación lograba disimularlo. No creas que era malo, Claudia, no soy malo... pero era tan desdichado, estaba tan solo entre los demás que prefería estarlo en la soledad física y completa. Me sentía tan intranquilo como en mi infancia. Por la noche soñaba con mi ma-dre, la veía aparecer, la sentía a mi lado, oía su respiración; me despertaba gritando, pidiendo perdón, aún no sé de qué. ¿No había cumplido acaso su deseo? ¿No era por su culpa un solitario entregado a una carrera aceptada sin vocación, perseguida sin talento? Otras veces, cuando fumaba mi pipa junto al fuego, me parecía sentir que alguien se movía a mis espaldas, que avanzaba hacia mí, que se inclinaba sobre mi libro. Yo no me movía: esperaba; creía comprender que era un reproche por mi distracción, y dominando un espanto no tan sobrecogedor como el que hubiera sentido otro hombre menos acostumbrado que yo a vivir en un mundo de apariciones, me interesaba nuevamente en la lectura; entonces la presencia se alejaba en forma impalpable, como había llegado. Un atardecer, mientras tomaba fresco en el umbral de mi casa, oí una suave música de violín que parecía salir del interior. La escuché, encantado, pensando que habría dejado la radio en marcha. La escuché una hora aproximadamente. Cuando terminó tendí el oído para saber qué música era esa y quién la había interpretado con tan rara perfección. Pero no llegó hasta mí voz alguna. Sorprendido, entré en la casa. La radio estaba apagada. Tal vez no me creas, pero no tuve miedo; apenas sentí la molestia, la sensación de fastidio que nos causa el recuerdo de una antigua deuda que no estamos en condiciones de pagar. A la noche salía a caminar con mi perro, como antes; pero ahora el paisaje me parecía repentinamente hostil;

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me ahogaban las montañas apretadas y oscuras, creía ver árboles que no estaban en ese lugar durante el día, oír ruidos de agua donde tenía la certeza de que no había arroyos, y llegué a preguntarme, desconsolado, si no sería que las sierras también me rechazaban, empujándome fuera de un mundo donde no había sitio para mí. Esto duró algunas semanas, y ahora creo que se debió, en parte, al cansancio físico que me había impuesto en los últimos meses para terminar mi libro; en parte, a la desilusión causada por el silencio que había rodeado su aparición. Empezaba a recobrarme. Solía visitar por las tarde s un amigo reciente, un enfermo que vivía a pocos metros de mi casa. Era un gran lector; me explicaba que en nuestro país abúlico no había que desilusionarse porque un libro no tuviera éxito; que el escritor, además, se impone lentamente, pacientemente, con amor y no con desaliento; que tal vez esa larga incomprensión era el precio del placer inmerecido que el artista, sólo el artista entre todos los hombres, encuentra en su trabajo. ¿No era demasiado injusto que un hombre tuviera que cargar bolsas durante toda su vida sin esperanzas de placeres materiales o espirituales, y otro pudiera dedicarse a escribir con todas las esperanzas frente a él? Mi piadoso amigo me contaba los fracasos de aquellos a quienes ahora veneramos. De los enfermos que conocí en las sierras, era el único generoso, el único que se dignaba desviar su mirada del termómetro para posarla amistosamente sobre mí, el único que frecuentaba ya. Nunca me interrogaba sobre mi pasado, pero me decía que él era un poco brujo y que estaba seguro de que muy pronto yo iba a ser feliz. Inventaba cualquier cosa, claro está; fingía leer en las líneas de mi mano, entender de astrología, todo esto para impresionarme, para que no creyera que la lástima dictaba sus palabras. Una tarde, al volver de la casa de este amigo, animado por sus palabras y deseoso de sentarme a escribir, encontré una carta sobre mi escritorio. No conocía la letra. Abrí la carta sin curiosidad y empecé a leerla tranquilamente. Cuando terminé estaba tan intranquilo, tan desasosegado como diez años antes, el día en que oí la extravagante confesión de mi madre. La carta era del hermano del doctor Braulio; me decía que el doctor estaba muy enfermo y se sentía demasiado débil para escribir, pero que me rogaba que tomara el primer tren para Buenos Aires, pues tenía que hablarme antes de morir. En la carta había una frase dictada por él (esto lo aclaraba el hermano diciendo: "trascribo sus palabras textuales") que causó mi gran emoción. Decía: "Sé que para ti ya no cuentan los sobrevivientes de tu infancia; no te pido que vengas por sentimentalismo, nunca he sido egoísta contigo. Sé que mi muerte te dejará tan frío como te dejó la de la señorita Tomasa. Si te llamo, Pablo, es porque tengo algo que decirte, algo que puede traer por fin la tranquilidad a tu vida. Lo que tengo que decirte es lo más importante de todo lo que los hombres te han dicho hasta hoy. Ni tu madre, si estuviera viva, se atrevería a desmentirme." La carta terminaba con unas palabras muy serenas del hermano del doctor pidiéndome que me diera prisa, pues los

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demás médicos, y el doctor mismo, creían que le quedaban pocos días de vida. Guardé la carta en el bolsillo y salí a caminar. Anduve por las sierras durante dos horas o quizá más, diciendo en voz muy alta, muy quebrada, casi sollozando: "¿Cuándo me dejarán en paz? ¿Cuándo? Nada quiero saber. No iré, no quiero ir. ¡Quiero paz!" Volví exhausto, tomé un vaso de leche y me acosté sin comer. Estaba resuelto a no ir. Me repetía que era una treta de viejo sentimental que me quería a su lado; que, por otra parte, sabía de antemano lo que me diría; que mi madre había mentido; que mi padre era un músico mediocre; que yo debía casarme y ser feliz. Como primera medida, firme en mi resistencia, no tomé el tren de aquella noche. A la mañana siguiente me desperté tarde, con la cabeza nublada por la dosis de hipnótico. Pero no tardé en recordar todo y empezaron mis dudas. Imposible leer; me senté a escribir y, aunque te parezca extraño, logré cubrir tres o cuatro páginas sin demasiado esfuerzo. Estaba terminando de almorzar cuando el chico del almacén vino a entregarme el texto de un telegrama que acababan de dictarle por teléfono. Lo recorrí, aunque antes de mirarlo sabía de qué se trataba. Me habían esperado inútilmente aquella mañana en la estación, pero mi regreso era urgente: el doctor Braulio se moría a pesar del dolor que le causaba partir antes de mi llegada. Pasé otra tarde terrible. No sabía qué hacer. Entonces yo, que nunca había hablado de esto con nadie, salí en busca de consejo. Entré precipitadamente en casa de mi amigo; estaba durmiendo su siesta inviolable. Dije que era algo urgente, grité. Él me había oído, apareció en la puerta de su dormitorio, me dijo: —Espera un minuto. No te hago entrar en mi cuarto porque de toda la casa es el lugar donde hay más microbios. Hasta yo les tengo miedo. Pero siéntate y en seguida estoy contigo. Hablé durante una hora o dos o tres, no sé. Hablé llorando, conservé durante toda mi confesión el pañuelo en la mano; en algún instante de lucidez me decía a mí mismo: "¡Si tendrás que estar solo y abandonado para recurrir a un amigo de ayer!" No le conté mi infancia como a ti, no le di ciertos detalles de mi adolescencia, pero te aseguro que lo que había de trágico en la confesión de mi madre, y lo que había de trágico, de inexpresablemente trágico dentro de mí, se lo conté con mucha más fuerza porque entonces era desdichado como nunca lo he sido; y hoy, Claudia, hoy todavía soy feliz, aunque tú pienses que ya no tengo derecho a serlo porque no atarás tu vida a la de un loco. Pero aún estás a mi lado, aún tengo tu mano en las mías, aún siento el olor de tu pelo, Claudia; no uses nunca perfume. ¡Qué no darían las demás mujeres por poder usar un perfume con el olor de tu pelo!... Pero debo seguir; escúchame unos minutos más, sólo unos minutos, y después podrás irte. Me parece que he hablado con demasiada prisa, tengo miedo de callar y de quedarme solo. Mi amigo me dijo simplemente: —Debes partir en el primer tren. —No puedo. Tú no sabes lo que me han hecho sufrir. No tengo valor para soportar otra confesión, otra versión de esa aborrecida confidencia de mi madre,

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otra versión del fracaso de mi padre. Si me hubieran dejado vivir, ¿qué podía importarme en el fondo que mi padre fuera un fracasado o un triunfador? ¿Te ha importado a ti del tuyo? Dime: ¿te importa mucho el destino ya irrevocable de tu padre? —Nada —me dijo—; pero no es extraño, porque soy hijo natural. —¡Perdón! —exclamé. —¿De qué? ¿Acaso tú eres responsable de que yo sea hijo natural? ¡Si supieras qué poco me ha importado! Ahora que te veo a ti me parece que tengo que alegrarme. ¡No sabía que los padres costaban tantos afanes y tantos sacrificios! Pero volvamos a tu caso. Debes irte. Para empezar envía un telegrama diciendo que acabas de llegar, pues estabas en la ciudad por razones de... de lo que quieras, venta de tu libro, negocios, lo que se te cruce por la cabeza, y que partirás en el primer tren. ¿Lo harás? —No. —Si tienes tu resolución tomada, ¿a qué has venido? —No sé, pero no puedo... ya es tarde, no alcanzaré el tren. Mi amigo suspiró: —Bueno —me dijo—. Te permito que le hagas una última trampa al destino. Te doy un día más. Manda ese telegrama a última hora, y si te contestan mañana temprano que el doctor está vivo, tomarás el tren de la noche. Pero eso te lo exijo. ¿Lo harás? —Sí. —Prométeme que lo harás. —Lo prometo. Cumplí mi promesa y al día siguiente partí para Buenos Aires. Llegué a las ocho de la mañana. El doctor había muerto a las cinco. Nunca supe esa verdad que acaso era otra mentira, otra alucinación o acaso... Pero ¿para qué pensar ahora? Dejemos lo irremediable, aunque lo irremediable haya sido el único pensamiento de mi vida. Asistí a su entierro y lo lloré más de lo que él hubiera creído. Es la única persona a quien he llorado, Claudia; no me lo digas; ya sé que de ahora en adelante he de llorarte a ti. Volví a las sierras en un estado de ánimo desesperado, arrastré largos días con la obsesión de ese secreto que no había querido oír y por el cual estaba dispuesto ahora a dar el resto de mi vida. ¡Cuántas contradicciones hay en nosotros! ¡Qué profundas son las raíces de una deformación y en qué direcciones opuestas se extienden las ramas que de ella nacen! Mi amigo, que disponía de pocos medios de vida y estaba casi curado, dos meses más tarde me anunció su partida. Me asustó mi próxima soledad, me pesaba mi ascetismo prolongado. Dos años de hipnóticos, de marchas extenuadoras por las sierras, de lecturas profundas, de huir de la poesía, de la música, de todo lo que ablanda, para sacar como saldo algunas páginas más mediocres que las anteriores y que, al aparecer, no obtuvieron mayor repercusión. No la merecían, por cierto.

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Volví a Buenos Aires. Me mezclé con gente alegre. Escuché obscenidades, las repetí; hablé mal del prójimo, pronuncié nombres que debía callar. Fui lo que la gente llama un hombre normal. Y un día me alejé como lo hacía siempre, sin despedirme, sin dar dirección. Vine a parar aquí, Claudia, a esta casa al borde del río. Entonces tú apareciste una mañana, del otro lado del cerco; tenías una regadera en la mano y llevabas un pantalón azul, como el que tienes hoy, y una blusa, blanca, abierta, así, sobre tu garganta joven e insolente. Supe que te llamabas Claudia, y me asustó la simetría del destino, pero ya era tarde; eras demasiado luminosa para permitir fantasmas. Las demás mujeres permitían la lucha porque conservaban el atavismo defensivo de su sexo. Tú no creías dar nada, no creías pedir nada; llegabas a mí como un soplo de viento. Recuerdo que sonreías y que no obstante había una lágrima en tus ojos. Comprendí que no comenzábamos nada, que prolongábamos algo definitivo y eterno. Que en vano había huido por el mundo, pues mi destino me aguardaba pacientemente, en esta franja de tierra, de césped y de follaje que se abre en abanico al declinar la barranca. Sin embargo, te hice sufrir. Puse todas las fuerzas que me quedaban en hacerte sufrir. Sé que nunca olvidarás mis ausencias inexplicables. Pensaba que al volver ya no te encontraría y estaba dispuesto a aceptar mi herencia de una desdicha ineluctable. Me empeñaba en creer que me hacías mal y no lograba creerlo. Con tu recuerdo pude escribir las únicas páginas dignas de un esfuerzo, por ti puedo volver a la música, a la poesía, a los libros, tras los cuales no sólo se adivina el espíritu, sino también el corazón del hombre. Pero te insinué la existencia de otra mujer. Tú permanecías a mi lado, pacien-te, casi alegre, con, la fuerza que da la intuición de ser imprescindible. Esperabas al hombre que había en mí, al que habías descubierto en un momento de abandono, al que habías querido con un amor irreparable, al que yo ahuyentaba como se ahuyenta a un perro. Escúchame, Claudia; no me digas que es tarde, ya lo sé, pero aún no se han encendido las luces de las boyas; puedes escucharme unos instantes más. Hoy que estoy lúcido quiero decirte la verdad. Ni el amor ni el sacrificio pueden concederme un talento que no tengo, una vocación artificial. ¿Concibes tú una vocación artificial? Es absurdo. Los artistas son insobornables. No puede sobornarlos la enfermedad, ni la miseria, ni el dolor; no hablemos de la felicidad. Ellos, como tú, permanecen tranquilos hasta en el fracaso, cuando el arte parece rechazarlos. Como dijo mi padre, ocupan su lugar señalado, aunque ese lugar sea irremisiblemente oscuro. Nunca desertan los irreemplazables. Yo, en cambio, nací para tenerte a mi lado, un poco azorada, un poco temblorosa. Pero quizá mañana vuelvan mis fantasmas. ¿Qué garantía puedo darte? ¿Hay acaso un solo día en mi pasado que me permita creer que voy a amar sin dudas, sin rechazos, sin recelos? Tengo miedo de dudar de ti siempre. De ver en todos tus gestos, en todas tus palabras un medio para anularme. Pensaré que me quieres para ti, para tus horas vacías de mujer.

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Sin embargo, hemos tenido días felices. ¿Los recuerdas? ¿Recuerdas cuando apareciste con un pico y una azada y estropeaste todo un costado de mi jardín? Aún está la tierra removida, parece que ha pasado un arado. Pero habías olvidado las semillas y ya nunca te acordaste de traerlas. Esa tierra revuelta y desnuda espera las flores que ibas a plantar. ¿Recuerdas ese viaje que hice pretextando un asunto urgente? Mis tardes eran como esos desproporcionados marcos de felpa de la sala de mi madre que sólo servían para realzar una miniatura inverosímil. Los dos minutos o los cuatro que te hablaba por teléfono, hacían las veces de un día entero para mí. Y esos minutos no eran siquiera un encuentro, sino una busca; nos perseguíamos a la distancia, perseguíamos nuestras voces debilitadas, antiguas entonaciones, salvadas, conservadas en la memoria, adecuadas a otras oportunidades y que no coincidían con las palabras que pronunciábamos. Pero era tu voz, Claudia; para rescatarla había tomado un tren, había huido de tu lado.., Y después ahuecaba mis manos y seguía oyendo tu voz durante horas y horas como pegando un caracol al oído se oye el ruido del mar. Esas eran mis fugas, las fugas que enrojecían tus ojos. Así te he querido, Claudia. Yo también he sufrido por ti alguna vez, ¿recuerdas? Fue cuando te enfermaste, hace un año justo. ¿Sabes lo que era para mí imaginarte sufriendo sola un dolor extraño y desligada de mí por ese dolor? Y yo azorado por esa traición involuntaria. La enfermedad de mi madre fue algo ajeno, que me pertenecía; la enfermedad tuya era algo propio que me habían escamoteado. Tú delirabas con cosas que yo ignoraba, con intrusos recuerdos de infancia, con horas que nunca habían transcurrido, con regiones de la vida en las cuales yo no había penetrado. Preferías el silencio, el sueño, la soledad, la, penumbra, a mi presencia anhelante. Y yo que conocía todas tus expresiones no conocía ese gesto crispado de dolor; yo que conocía todas tus palideces no conocía esa palidez; yo que conocía todos tus abandonos no conocía ese nuevo abandono. Yo que creía ser tu conciencia y su subconciencia no era sino una sombra reemplazada por la enfermedad victoriosa. Y tú te quejabas sin que yo pudiera ubicar dentro del tiempo el minuto exacto de cada gemido, la hora exacta del alivio, los sueños tumultuosos, el alarido de la pesadilla, la desorientación del brusco despertar, el sudor y la sed. En tu parque había hojas secas y macizos sin gracia; en tu casa había puertas inútiles y un umbral sin pasos. Habría querido, por egoísmo, ser yo el enfermo, ser yo la presa del delirio y del olvido y que tú te mordieras los labios consciente de haber sido abandonada. Yo en el deseo de silencio y de sábanas tibias, tú en la inquietud. Yo saboreando como un niño o como una monjita el jugo de naranja o de orejones. Por unos días tu paso dejó de sonar entre todos los pasos, por unos días el oído de la naturaleza notó la ausencia, el silencio de un paso detenido entre sábanas blancas. Y, entre el brillo de todas las sonrisas, había una línea de sombra dejada por la ausencia de tu sonrisa.

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Ya ves que me has hecho sufrir, sin culpa, ya lo sé. Te lo digo para que veas, para que sepas, para que recuerdes siempre cómo nos hemos querido. Pero antes de irte dime que hemos pasado horas felices. No quiero conmoverte, no quiero que creas que reconocerlo te obliga a quedarte; quiero que lo digas para recordarlo después. Para oírlo sencillamente, para saber que esas horas han existido, que no forman parte de mis alu-cinaciones. ¿Recuerdas cuando te enojabas porque yo decía que eras una niña y te regalé un arco, y en lugar de enojarte lo echaste a correr por la barranca delante de ti? —Va a ir a parar al río —grité asustado. Pero ya se había cumplido mi pronóstico. ¿Recuerdas cuando te quedabas dormida y yo ni me atrevía a respirar para no despertarte?... Si te hubieras muerto en uno de esos momentos, yo habría muerto también de inanición, de sed, inmóvil para no despertarte. No, no creas que sigo hablando porque quiero retenerte, Claudia. Seguiré hablando del mismo modo cuando te hayas ido. Las palabras hacen que todo renazca con más fuerza. Las palabras son actos, también. ¿No sientes con qué precisión obran las palabras? No estás obligada a unir tu vida a la de un demente, a exponerte a su crueldad irresponsable. Puedes irte cuando quieras, Claudia. Pero quédate algunos minutos más; me gusta sentir tu mejilla contra la mía, no saber a cuál de nosotros pertenece esa lágrima. Tener la esperanza de que te has quedado dormida. Puedes irte cuando quieras, ya he retirado mi mano de tu hombro, pero aguarda hasta que haya desaparecido esa vela triangular, la última que se ve allá lejos, sobre el río.