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ADOLFO COUVE Vida Pintor y escritor chileno. Nació en Valparaíso el 28 de marzo de 1940 y murió en Cartagena el 11 de marzo de 1998. Realizó sus estudios primarios y secundarios en el colegio San Ignacio y sus estudios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde fue discípulo de Pablo Burchard. AdeMás, realizó estudios en l’Ecole des Beaux Arts de París (1962-1963) y en The Arts Student League en Nueva York. Más Información Museo Nacional de Bellas Artes Su labor docente se extendió desde 1964 hasta el día de su muerte, siendo profesor de Pintura e Historia del Arte en la Facultad de Arte de la Universidad de Chile, donde también fue profesor de Estética. AdeMás fue Profesor Asistente de Augusto Eguiluz y Profesor de la Escuela de Arte de la Universidad Católica de Chile. A pesar del reconocido talento plástico del artista, desde 1971 hasta 1983, abandonó la pintura para dedicarse a la literatura y transformarse en escritor. A partir de 1983 retomó nuevamente la pintura, pero sin dejar de lado las letras, de modo que desarrolló ambas actividades. Los últimos 12 años de su vida los vivió en Cartagena, uno de los lugares que Más amaba el artista y que fueron la inspiración de sus últimas telas y textos. Como escritor perteneció a la Generación del 68 junto a Skármeta, Wacquez y Carlos Cerda, entre otros. Trayectoria Muy cercano a Pablo Burchard, Couve se desarrolló como pintor intimista, como un realista nostálgico, cercano al naturalismo.

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ADOLFO

COUVE

VidaPintor y escritor chileno. Nació en Valparaíso el 28 de marzo de 1940 y murió en Cartagena el 11 de marzo de 1998.

Realizó sus estudios primarios y secundarios en el colegio San Ignacio y sus estudios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde fue discípulo de Pablo Burchard. AdeMás, realizó estudios en l’Ecole des Beaux Arts de París (1962-1963) y en The Arts Student League en Nueva York. Más InformaciónMuseo Nacional de Bellas Artes Su labor docente se extendió desde 1964 hasta el día de su muerte, siendo profesor de Pintura e Historia del Arte en la Facultad de Arte de la Universidad de Chile, donde también fue profesor de Estética. AdeMás fue Profesor Asistente de Augusto Eguiluz y Profesor de la Escuela de Arte de la Universidad Católica de Chile.

A pesar del reconocido talento plástico del artista, desde 1971 hasta 1983, abandonó la pintura para dedicarse a la literatura y transformarse en escritor. A partir de 1983 retomó nuevamente la pintura, pero sin dejar de lado las letras, de modo que desarrolló ambas actividades.

Los últimos 12 años de su vida los vivió en Cartagena, uno de los lugares que Más amaba el artista y que fueron la inspiración de sus últimas telas y textos.

Como escritor perteneció a la Generación del 68 junto a Skármeta, Wacquez y Carlos Cerda, entre otros.

TrayectoriaMuy cercano a Pablo Burchard, Couve se desarrolló como pintor intimista, como un realista nostálgico, cercano al naturalismo.

A través de sus paisajes, retratos, naturalezas muertas y figuras humanas, el artista buscó captar el momento fugaz, el instante, utilizando un lenguaje plástico muy natural, un expresionismo sensorial que se nutrió de la relación absolutamente directa con el objeto o tema de la obra ("Marina", "Cartagena", "Playa") Couve se apropió de pequeños instantes, de simples momentos e intentó hacer de ellos temas universales. El mismo Couve aclara que el pintor realista no copia la realidad, sino que la traduce con una actitud mística, absolutamente conciente de la muerte y con una necesidad de aferrarse a lo que ve. Esta concepción Más bien filosófica de la pintura reflejó la actitud y sentimiento del artista frente al mundo, al arte y la vida. De este modo, en sus telas el tema se mostró como un pretexto para volcar, a través de la propia carga emotiva del creador, la visión sensorial e intuitiva del modelo escogido.

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AportesEntre premios y becas que obtuvo, destacan: Beca Escuela de Bellas Artes de París, Francia (1962); Tercer Premio, Salón Oficial, Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago (1963); Segundo Premio, Salón Oficial, Museo de Arte Contemporáneo de Santiago (1966); Premio Mérito, Concurso CRAV, Santiago (1967); Primer Premio, Concurso Acero del Pacífico CAP, Museo de Arte Contemporáneo de Santiago (1967); Premio de la Crítica 1989, especialidad Literatura, Círculo de Críticos de Arte de Valparaíso por su libro "La copia de yeso" (1989). En el área de la literatura publicó los siguientes títulos: Alamiro (1965); En los desordenes de junio (1974); El Picadero (1974); Tren de cuerda (1976); La Lección de pintura (1979); El Pasaje (1989); La copia de yeso (1989); El cumpleaños del Sr. Belande (1991); Balneario (1993); La comedia del arte (1995); Cuarteto de infancia (1997).

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Acta literariaISSN 0717-6848 versión on-lineActa lit. n.32 Concepción 2006 Acta Literaria Nº 32 (129-139), 2006

Notas

Adolfo Couve, Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia): “Una mediocre réplica de lo auténtico”

Adolfo Couve, When I think of My Lack of a Brain (The Second Comedy):“A Mediocre Reply to the Authentic”

MARCIA MARTÍNEZ CARVAJAL

Universidad de Concepción. Concepción, ChileE-mail: [email protected]

CUANDO PIENSO EN LA PERDIDA

EL AÑO 1995 Adolfo Couve publica La comedia del arte, novela donde ac-ciones y hechos cotidianos se tornan en tragedia y constituyen la semblanza de un personaje atrapado por su condición aislada (Camondo), en un lugar periférico que ha tomado por única tierra (Cartagena), marginal en una sociedad que tiende a rechazarlo, donde el artista es el reproductor más prescindible del grupo, careciendo además de los medios óptimos para crear, fracasando finalmente en su empresa. Por lo anterior, Camondo deja de crear (y de creer), abjura de sus talentos, pierde su modelo y, finalmente, pierde su cabeza.

Como réplica ineludible, Couve escribe Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000) que lleva por subtítulo La segunda comedia1, obra inédita al minuto en que el autor se quita la vida en 1998 y que, si bien se puede ver como una segunda parte, arranca desde ella para revisitar el tema de la reflexión sobre el arte a través de los personajes de su primera comedia, en una segunda que hace delirar el método, el lenguaje y las estructuras. Así lo expone Claudia Donoso en el prólogo a La comedia del arte:

Couve aborda en sus escritos un problema estético donde entre otras cosas se evocan particulares ecos de un mestizaje cultural cuyos movimientos se registran sobre todo en el lenguaje (Couve, 1995:13).

Adolfo Couve ha sido calificado por la crítica2 como un personaje excéntrico, en cuanto a su trabajo plástico-literario3 y su autoexilio en Cartagena4, apareciendo en la narrativa chilena como extemporáneo, inclasificable en generación o vanguardia alguna, además de su insistente búsqueda de la belleza, su visión del trabajo del arte por el arte5 y la

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verdad que en ella reside, cuestiones que lo diferencian del arte contingente, político o experimental de sus contemporáneos.

Parto leyendo en Cuando pienso en mi falta de cabeza la constatación del fracaso de la empresa artística y personal, el derrumbe del que nos habla Francis Scott Fitzgerald (1991), en cuanto a la misión del arte que pretende Couve-Camondo, llegando a trizar el paradigma de la belleza y cotejar la inutilidad del oficio, que si bien ha fracasado, aun roto sigue guardándose y ejerciéndose. En su relación intensa con el arte, Couve se evade y deja de pertenecer al círculo artístico central, no acepta preguntas ni vida social en sus clases universitarias, se recluye en Cartagena para llegar a ser un “escritor de verdad”, escribiendo no para complacer editoriales sino para completarse, para sobrellevar su tragedia personal6.

La elección de Cartagena como lugar y punto de partida para sus historias es una elección sin explicación ni fundamento, impetuosa, tal como lo menciona Couve en la entrevista concedida a Cristián Warnken:

No sé por qué me fui a Cartagena, me fui el año 83. Me quería ir de Chile. Pero me fui de Chile en realidad, porque yo encuentro a Cartagena distinto a Chile. Como no había plata ahí, no lo habían destruido todo, no habían convertido las cosas en otras cosas (…) yo tengo un camino de tierra fuera de mi casa y hay vacas esperando; cuando voy a hacer clases a Santiago me encuentro dos vacas sentadas. Cartagena es un lugar marginal de verdad. Muchos escritores hablan de la marginalidad, pero yo vivo la marginalidad (Warnken, “Los grandes artistas viven la eternidad aquí”, de La belleza del pensar).

Cartagena es lugar y también tema desde su decadencia y olvido, la lectura y el proceso de estetización que realiza Couve encontrará en ella el lugar de la belleza, y es éste el proceso anómalo que rige la escritura de estos últimos dos libros, donde el gran panorama social y burgués del que se hace cargo el estilo realista no es sino una mediocre réplica de aquello que alguna vez fue. A partir de lo anterior, existiendo una ruptura temática con el realismo, es interesante la propuesta de Couve en cuanto a su insistencia en la escritura de tintes realistas, narración impersonal detrás de la cual, según su visión, no hay nadie, donde se acaba el yo. En La comedia del arte está presente dicho narrador omnisciente, pero ya fracturado, ya que está consciente de su trabajo y sus dos fracasos anteriores en el intento de escritura de esta comedia, interviniendo con calificaciones y exclamaciones personales las peripecias de Camondo, dejando así su altar omnisciente y objetivo, para dolerse de su personaje y su historia, intuyéndose aquí el trabajo de dobles Camondo-Couve.

En la primera y última parte de Cuando pienso en mi falta de cabeza es el propio Camondo quien relata el viaje en busca de su cabeza perdida, presentándose el narrador omnisciente en el ‘Cuarteto menor’ que, en formato breve y a modo de pequeñas secuencias de acción o fotografías, nos presenta variaciones sobre el tema de perder la cabeza, formato que muestra la incapacidad de la narración de estructura tradicional y la dificultad del proyecto realista de Couve, reafirmando su fractura iniciada en la escritura de La comedia del arte.

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Frente al problema del narrador y el desplazamiento de la pintura a la literatura, cuestión presente en Couve tanto en la organización del discurso como en la presentación de las imágenes que rodean sus narraciones, calificadas por la crítica como ‘cuadros plásticos’, ‘retrato de época’, etc., los medios descriptivos de personajes y ambientes trascienden el estilo, se hacen pintura para luego hacerse comedia, parodia. Acerca de esto, Justo Pastor Mellado señala:

En su caso la narración literaria no acarrea el abandono de la pintura sino más bien la picturalización de la escritura. Couve escribe como pinta, fragmentariamente, temblorosamente, esencialmente: como esencial es la economía del gesto y del color. Couve escribe, en fin, porque reconoce la insatisfacción de la pintura frente a la omnipresencia del narrador total que pasea su ojo por todo el universo (Mellado, “Sobre Couve”).

Así, Cuando pienso en mi falta de cabeza es vista como el apogeo de la parodia, de la burla de Couve contra el sistema (pictórico-literario) y contra sí mismo, presentándose como una novela contra el centro (sin cabeza), por la provincia (periferia, la provincia que es el exilio, el abandono de los otros y de sí mismo), desde la hipérbole del espectáculo, en altares, fiestas y ritos corrientes: “la tragedia de lo cotidiano”, como anuncia Donoso en el prólogo citado, y el purgatorio donde vivía Couve “una mediocre réplica de lo auténtico”, cómo él mismo dice (Couve, 2000: 92).

ERRANTE Y DESCABEZADO

Couve porta en sí la tradición artística occidental, un ideal clásico de la belleza y del don, de la acción sublime de crear. Al ser abandonado por los dioses, abjurando de su condición de creador, Camondo sucumbe. Así, la vida y función que le fue dada por las divinidades, en tanto que creación artística, está rota como espejo en mil pedazos, trastocada, carente de sentido, y Camondo emprende su salida así como la aventura caballeresca del Quijote, sin ruta: la realidad de la que él debía hacerse cargo ha desaparecido.

La presentación de sus relatos muestra un paisaje descrito intensamente, como una pintura inicial, como la primera en la exposición que anuncia el color de la muestra. Como antes señalé, Couve, desde su trabajo al margen, encierra en sí la figura de la indefinición disciplinaria. Pintura y literatura se cruzan y traspasan. Si bien Couve deja de pintar para escribir, y luego deja de escribir para volver al arte, residen en él ambos oficios y se confunden. En su opción del “arte por el arte”, Couve se empeña en su verdadero e intenso trabajo de artista, creador. Mas, en la debilitación del orden, del sentido y del arte diluyéndose en lo cotidiano, ya no es posible el ideal clásico de belleza, su creación y el lugar de la belleza no es sino en la periferia, en la marginalidad, en la caída.

En Cuando pienso en mi falta de cabeza, el narrador protagonista, Camondo, nos presenta el relato a través de una prosa ya no preocupada de la naturaleza o de

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problemas políticos o sociales, sino ocupada de la reflexión sobre el arte desde la propia historia del decapitado errante, reflexión esta vez fragmentada en cuanto a la narración, a diferencia de La comedia del arte, donde un narrador omnisciente daba cuenta de la historia de Camondo, Marieta, Aosta y de Cartagena, desde un decir teñido de la emoción del acto y conmiseración por la historia de su criatura, consciente de la imposibilidad de su empresa, pero guardando aún el orden y la necesidad de terminar la historia, de llevarla a un fin.

La historia de La comedia del arte termina con el “categórico despojo” de la cabeza de Camondo. Convertida esta amputación en acto de sublimación estética e iniciático, pasa a ser pretexto de la segunda narración, que es constatación de la fractura de los objetos, las estructuras, de la razón. Es también el procedimiento a través del cual se hace patente la conciencia de la caída de su autor, la justificación del fracaso, que provoca una búsqueda que no es sino el desplazamiento inútil de un cuerpo acéfalo, adoptando a su vez cabezas ajenas, máscaras que son imágenes comunes, corrientes. Al no existir cabeza no existe vista, oído ni sabor, el narrador cuenta desde su memoria, reconstruye el paisaje desde sus recuerdos, añora su cabeza pensando con la escritura precedente:

desde lo ya dicho en La comedia del arte. El artista (Camondo-Couve) ya no es sino muchedumbre. Y el entorno se encarga, a través de la hipérbole de la imagen de la cabeza (la playa de Cartagena en verano), en demostrar la ausencia. En una primera instancia, la cabeza se suple con un disfraz (religioso), dejando, en lugar de cabeza, vacío y sombras:

Para mí fue la solución, el disfraz, la única forma de completar mi figura, ya que una vez dentro de esas ropas eché hacia delante el holgado capuchón y suplí, con las sombras que éste encerraba, la cabeza, los rasgos, las facciones, mis ojos, la boca, el mentón, la frente (Couve, 2000: 38).

Ya recuperada una cabeza sustituta, Camondo asiste a la “fiesta de la calle Pedro Montt”, ante la cual debe presentarse disfrazado, haciendo elección de una máscara con un rostro de un señor cualquiera. Esta fiesta constituye el último esfuerzo de Camondo de insertarse en la vida, con un rostro común, portando el rostro de todos-nadie.

CUARTETO MENOR, UNA PAUSA

Este fragmento está compuesto de las historias de los otros, los perjudicados a partir de la historia de Camondo, quienes abren la narración. Como antes mencioné, los relatos son fotografías de sus acciones, breves instantáneas de momentos en que ellos encuentran “el sentido” al perder la cabeza. Se presenta la historia de la esposa de Bombillín, de Sandro, de la hija del célebre pintor Moya, y de la musa, Marieta, que le hace tanta falta a Camondo como su cabeza. Esta última historia está marcada por una acción: la de abandonar objetos esperando la reacción de los otros, los transeúntes, cercano al procedimiento plástico de la instalación, hasta que se abandona a sí misma, desnuda. La incomprensión de su acto, lo que dicen los otros de ella desde el lenguaje coloquial, confirma lo que para los otros es locura, pero que para ella, desde la actitud

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compasiva de su narrador, es la búsqueda de pertenecer. Se perfila así la última acción de arte de la modelo7.

En Gastón Aosta, “el fotógrafo playero”, está más clara una de las ideas que cruza este cuarteto y la historia de Camondo en general, el redescubrimiento de la belleza, alejada de la escuela clásica. El descubre la esencia del arte a través de un procedimiento banal: rescatar un chancho que había caído a un pozo.

La pérdida de cabeza por pasiones que minan la razón y que luego son reproducidas en literatura se presenta, por ejemplo, en la figura de la soltera consagrada al cuidado de su madre, cuyo anhelo es viajar a Europa, cuna de sus mayores placeres (arte y literatura, lo que siempre vio por reproducciones enciclopédicas), y termina cediendo ante el amor, sojuzgada a su cuerpo, a lo bajo, a su pasión por un payaso8. Luego metaforiza su romance con elevadas palabras y versos fastuosos, último intento de la solterona por aferrarse al arte.

Los cuadros de este cuarteto terminan con la escena del espejo robado a Marieta que sólo puede reflejar la pieza de su antigua dueña, lo que trastorna a su actual poseedor, quien siente que perdió su rostro y su posición en la vida9; y la escena del robo y devolución de la pintura que le daba sentido a la vida de la hija del “célebre pintor Moya”, la que luego es envuelta como una recién nacida en pañales, para ser devuelta a su lugar en el museo10.

Ultima imagen: el banquete grotesco del chancho rescatado, el chancho cuyo rescate develó una nueva forma de ver. Todos los narradores-personajes sienten y exclaman “¡qué manera la mía de perder la cabeza!”: todos son Camondo. Todos pierden y a partir de esto se trastoca su vida, se adopta un nuevo sentido, paródico, sin sentido.

POR EL CAMINO, EN TRANSITO

Camondo sigue su camino y narra su encuentro con el coleccionador de muebles, Albrecht (figura intrigante que nos dice que en los muebles está la tradición, son ellos los que portan una clase olvidada), y la noticia sobre su cabeza, encontrada en una botillería, envuelta también en pañales, vendida a la iglesia, reformada y ocupada en la imagen de un santo que esconde una reliquia. Esta es ahora la utilidad de su cabeza, que puede ser como la de tantos otros decapitados de la historia: representar, ser alegoría exigua. Así, la cabeza de Camondo pasó a ocupar otro cuadro plástico, otra representación:

Os dieron su nombre, os lo han prestado, como cuando el actor mejor, escéptico y vicioso, maquillado, se transforma e interpreta un papel modelo (Couve. 2000: 92).

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El mártir representado es San Tarcisio11, quien muere al llevar a Jesús (la comunión) al circo12, siendo interceptado por unos músicos que volvían de una fiesta, los que, al ver que Tarcisio atesoraba algo con gran celo, tratan de quitárselo dándole muerte. Todo esto presenciado por su amigo Marcos Crassus, quien no hace nada para defenderlo. Así, podemos decir que es Tarcisio doble de Camondo, al pagar con la muerte la pasión y en el sacrificio.

Camondo en su peregrinar asiste a diversas representaciones, una de ellas la del “Fausto de Gounod”, donde se encuentra atrapado por Albrecht, quien no lo deja huir. Esta representación es criolla y de baja factura, popular. Asimismo, asiste también a la representación de su rol (su cabeza) de santo, ante la cual pierde el sosiego. Es esta seguidilla de representaciones la que va mostrando a Camondo lo artificioso de su camino, lo paródico de su intento:

Camondo, al proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colón de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre; habían alzado la mortaja del telón… (Couve, 2000: 47).

Entonces me volví y enfrenté a los fieles que, recogidos muchos de ellos, creían aquello un cadáver incorrupto, un milagro.–¡Ese soy yo, soy yo! –grité a voz en cuello.(…)–Esa es mi cabeza –le dije–, ése soy yo –el cura asintiendo pensó que al llevarme el amén, el escándalo no pasaría a mayores. Me despidió frente a la plaza (Couve, 2000: 85) Más adelante, su vida junto a Filomena, en la miseria de los extramuros de la ciudad, es, según después descubre, una convivencia con la muerte, donde presencia el simulacro de la sanación, con el cementerio de fondo, junto a una serpiente de mascota. Asimismo, es Filomena quien anuncia desde su miserable imagen la imposibilidad de futuro (la narración que no termina sino en el camino, en tránsito, en reversa), y es ella quien lo viste con el traje de un muerto:

Un día me explicó que sólo tenía ojos para ver el pasado, y que mientras comíamos se entusiasmaba con evocar un verdadero corso de fantasmas (Couve, 2000: 94).

Es en otra representación donde Camondo vuelve a encontrar la belleza en lo simple (un ángel del pesebre), que lo vuelve a tentar con el arte, en medio de signos de muerte, para asistir luego a otra simulación, la del palacete en que se supone viven los adinerados del pueblo y el ángel que tentó a Camondo, que no es sino una fachada de utilería. Es una mera apariencia hasta su paso por el averno, un averno que es el simulacro de sí mismo, un infierno de utilería confeccionado con palos de fósforo y papel mantequilla.

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¡Oh réplicas de un destino, de una pena, de la decisión heroica de haber dejado atrás arte y belleza! Qué soy sino un sobreviviente de un castigo a medias, incompleto: la cera, artimaña fallida de un cielo vencido, Apolo, Zeus, las tantas musas, un Caronte impago, ya sin voluntad para mover los remos y completar la barca con sombras sin vuelta (Couve, 2000: 100).

El último capítulo de este tránsito, el baile de sombras, es una pasarela de personajes, en medio de signos de opulencia y fuego, juntando la supuesta alcurnia con lo popular provinciano, mezclándose lo que se supone alta cultura (identificado con el dinero y el poder adquisitivo) y cultura popular (simple, en decadencia). He aquí que la llegada del cónsul revive (o mata por fin) a Camondo, es aquél quien lo valida, le pide leer el arte presente en el palacete de las apariencias, para pasar a una cena al “estilo de un rey con su pintor favorito”. Se produce por fin la partida, por el camino de Santiago, con todo el tiempo del mundo, con la eternidad sin sentido, sin cabeza, en la apariencia. Se presenta así el libro en tránsito, no resuelto, a la espera de su cabeza, de su fin.

DESDE LA PERIFERIA ACEFALA A IMITAR EL GESTO DE MENARD

Don Quijote esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo, las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso; las similitudes engañan, llevan a la visión y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente en su identidad irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no marcan las cosas; duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo (Foucault, 1968: 54).

Couve, excéntrico desde su exilio y desde su pintura/literatura ageneracional, persiste en la no pertenencia desarrollando su proyecto: escribir la novela realista francesa del siglo XIX, la prosa de Flaubert. Así, imitando el gesto de Pierre Menard13, Couve intenta escribir “la novela realista”. En este plan, al llegar a Camondo y La comedia del arte, con la reflexión sobre el arte y la constatación de la imposibilidad de la misma, su proyecto se dificulta, el fracaso es relativo, más bien se transforma. No se busca la gran conclusión en el problema, sino la sinuosidad del lenguaje, de las imágenes, el sentido perdido, hacia el sentido imposible, la escritura de Cuando pienso en mi falta de cabeza. Así como Couve imita el gesto de Menard, Camondo el del Quijote, partiendo de la idea de que Camondo está hecho de la tradición de las artes plásticas que residen en Couve. Es él la encarnación de lo que ya no puede ser el arte, ante la crisis de la representación realista es forzado a abjurar al ser superado por la fotografía, por los payasos.

A partir de Foucault cuando nos dice “la escritura y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, Don Quijote vaga a la aventura” (Foucault, 1968: 55), también Camondo y su arte realista que ya no puede reflejar, pierde la cabeza y vaga a la aventura de su búsqueda y recuperación errónea, simple, común, desacralización de la figura del artista. Lo anterior se ve tanto en Couve con la historia de su doble Camondo, como en la de la viuda y su romance con el payaso en su diario de vida, como Sandro y su historia pictórica, como Aosta descubriendo la verdad de la belleza en el rescate de un chancho.

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Couve, como dice Foucault, a través de su doble Camondo está todo hecho de lenguaje:

Todo su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya transcrita. Está hecho de palabras entrecruzadas; pertenece a la escritura errante por el mundo entre la semejanza de las cosas (Foucault, 1968: 53).

A partir de lo anterior, Couve, desde la pintura transfigurada en literatura, escribe el mundo para comprobar el arte, desplazamientos necesarios para seguir en su esfuerzo por el arte. ¿Cuál es el molde que se quiere romper, a fuerza de repeticiones? Hal Foster nos dice: “Una vez más el desarrollo de estos acontecimientos no es lineal ni sus rupturas limpias” (Foster, 2001: 213). Si el estilo realista ha dejado su condición de tiempo o movimiento histórico, Camondo-Couve son a la vez renacentistas y decadentes en el siglo XX:

Yo estuve en Florencia cuando la redondez de la tierra se impuso y la línea del horizonte cayó por los suelos, todo se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmósfera permitió el volumen y la luz tomó contacto real por primera vez con las cosas, mostrándonos en su roce la esencia de las mismas (Couve, 2000: 41).

No hay esquema claro que seguir resistiendo, por lo que estas pérdidas y disoluciones no son sino pequeñas explosiones, que muestran que es inverosímil la mimesis y que esto se convierte en espectáculo, en fachada de utilería.

Notas

1 La obra, al igual que La comedia del arte, está dispuesta en tres capítulos que, en este caso, se aleja de la correspondencia aristotélica de presentación, desarrollo y desenlace, cuestión formal que nos presenta la dificultad que tiene la obra de aferrarse al paradigma clásico.

2 Cuando me refiero a “la crítica” pienso en los artículos escritos por Luis Cécereu, Patricia Espinoza, José Alberto de la Fuente, Marcelo Simonetti e Ignacio Valente, cuya revisión permitió trazar la idea que la crítica tiene de Adolfo Couve y su obra.

3 Su pintura corresponde a lo que él mismo definió como “un realismo nostálgico”. Se caracterizó por visiones intimistas de pequeños retratos, paisajes, bodegones muy simples, figuras en interiores y al aire libre, además de objetos de su vida cotidiana. El

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mismo Couve aclara que el pintor realista no copia la realidad, sino que la traduce con una actitud mística, absolutamente consciente de la muerte y con una necesidad de aferrarse a lo que ve (Warnken, La belleza del pensar).

4 Sobre esto, Justo Pastor Mellado señala: “La situación de extrañamiento que significa practicar esta pintura a contracorriente, excluida de las tendencias mayoritarias”. “Sobre Couve”, Justo Pastor Mellado.

5 El arte por el arte es su consigna, según lo que manifiesta en la entrevista ya mencionada concedida a Cristián Warnken.

6 En este ambiente de relación con lo clásico, magnánimo y sublime, se presenta una tensión entre lo global y lo local, manifestada en el esfuerzo por resucitar la provincia como lugar, territorio y posesión del artista, rehuyendo la metrópoli y lo que está establecido, paradigmas estéticos y sociales.

7 En La comedia del arte, Marieta traiciona a Camondo con Aosta, el fotógrafo. En los códigos de la historia Marieta sería el arte, en decadencia pero llena de la sutil belleza de su pasado, ella es el arte que se entrega gustosa a las nuevas tendencias para luego quedar vacía y dejar vacío a quien vivió de ella.

8 “Bombillín, esa máscara de colores estridentes, la miró serio, como si Raúl Ramírez se asomara tras el hombre de fantasía” (Cuando pienso en mi falta de cabeza, Couve, 2000: 64).

9 “El espejo reprodujo el rostro consternado de una mujer que por primera vez tuvo noción de lo frágil que resultaba ser el jefe de hogar, su sostén, el pater familias, el guía de sus hijos, ese empleado de hoja de servicio impecable, juicioso, que para todo tenía una respuesta acertada” (Couve, 2000: 70).

10 “Acción de arte” que recuerda hechos de la contingencia nacional reciente.

11 Tarcisio significa: “Valeroso” (Tarsus = valor).

12 Esto según Couve, no a la cárcel como en la historia original.

13 “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una trascripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes” (Borges, 1998: 47).

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BIBLIOGRAFIA

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Cyber Humanitatis Nº28, Primavera 2003

Escenas de Adolfo Couve (estudio en cinco miradas)

Pérez Villalón, Fernando.

La reciente aparición de la Narrativa completa de Adolfo Couve (Santiago: Seix Barral, 2003), con prólogo de Adriana Valdés, (1) y la exposición retrospectiva de su pintura en el Museo de Bellas Artes el año pasado (junto a la publicación de un excelente volumen que recoge su obra plástica) (2) son una oportunidad para volver con calma a leer y mirar sus trabajos, dotados ahora de esa completitud aparente que el tiempo confiere de modo retrospectivo (y que a la crítica le corresponde cuestionar, poner en crisis).(3) Más que hacer juicios globales sobre esa obra, para lo cual tal vez estamos todavía demasiado cerca, las siguientes páginas intentan retomar ciertas ideas esbozadas en un texto propio de hace algunos años (4) y, a partir de unos pocos pasajes de la obra de Couve que me siguen rondando, buscar qué hay en sus libros que hace volver a leerlos e invita a persistentemente interrogarlos.

Las obras literarias de Adolfo Couve, escritor y pintor, suele señalarse, están llenas de "cuadros", ya sea como citas o parodias de la tradición pictórica, ya sea como imágenes literarias cuya fuerza proviene de su conversión a términos visuales en la imaginación del lector (o, mejor, de la tensión entre escritura e imagen que su descripción suscita). Adriana Valdés habla de la "perfección cincelada de una imagen, que permanece en la memoria", de esos pasajes compuestos como cuadros que "se recuerdan en una súbita imagen que condensa el transcurrir de las historias" (5), formulación que no en vano recuerda las "imágenes dialécticas" descritas por Walter Benjamin. Ahora bien, en realidad más que de imágenes (cuadros estáticos, pinturas), creo que se trata de escenas, en el sentido dramático de la palabra a la vez que en su sentido psicoanalítico, es decir, imágenes que forman parte de un relato, cuadros que sirven de emblema a un conflicto, y que por tanto implican ecos de otros cuadros.

Los mejores momentos de su obra tienen que ver, a mi parecer, con ese dramatismo, con la escenificación de situaciones que sintetizan conflictos, más que con la maestría estilística que suele atribuírsele. Tienen que ver con esa impostación de la voz, esa impostura que permite el nacimiento de la ópera renacentista, involuntaria parodia de un modelo ya perdido irremediablemente.(6) Encuentro huellas de esta concepción en el texto de la contratapa del segundo de sus libros (En los desórdenes de junio), que no puede haber escrito sino él: "¡Cuán distante está el hombre de la figura que le toca representar! Esta paradoja hace sentir a nuestro autor lo más profundo de la tragedia humana como histriónico. Estos seres de pantomima gustan cambiar a menudo de disfraz. ¿Dónde termina el disfraz? ¿Dónde comienza el hombre? Como Mercucio, calzándose la careta para ir a la fiesta de los capuletos, parece decirnos Couve: 'Una máscara para otra máscara'."

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No me interesa aquí encontrar el rostro tras la máscara, ni levantar el velo con que voluntariamente se disfraza Couve. Me interesa, al contrario, demorarme en la lectura de esa superficie enmascarada, descifrarla contemplándola insistentemente, deteniéndome en las grietas, describiendo sus contornos y entendiendo a qué refiere ese disfraz: qué otras máscaras la circunscriben y obsesionan, a qué moldes nos envía su factura. "Aquí vengo a liquidar imágenes", declara Couve al final de su primer libro, Alamiro. Yo no vengo a liquidarlas, sino tal vez a desencadenarlas, como se desencadena una tormenta. Soltarlas, dejar que salgan del marco. Leerlas, verlas, transcribirlas. Leer los cuadros de Couve como un libro, mirar sus libros al sesgo, demorándose en los pliegues de la tela o de la página. Ver no lo que está entre líneas, sino lo que está más acá, los límites de la escena.

La cabeza cortada

La comedia del arte, última obra publicada en vida por Adolfo Couve, concluye con una escena en la que Marieta, la ajada modelo, lleva la cabeza cortada del pintor Camondo sobre su falda. La continuación de esa novela, Cuando pienso en mi falta de cabeza, retoma el tema de la cabeza cortada, que Adriana Valdés relaciona en el prólogo con "la pérdida del rostro, la desidentidad" [21], y cuya repetición interpreta como intento de crear el "equivalente visible de un encuentro irrepresentable: el encuentro de la locura como trauma." [25] El mismo Couve, refiriéndose a la escena final de La comedia..., (7) la relaciona con el final de Rojo y negro, la novela de Stendhal, en el que Matilde (Marieta) lleva en un carruaje (el taxi) la cabeza cortada de Julien Sorel (Camondo). Sin embargo, hay otra cabeza cortada que se superpone a ésta en mi lectura: la de Juan Bautista.

Flaubert describe la escena en uno de sus Tres cuentos ("Herodías"): la hija de Herodías, amante de Antipas, danza para él. Enardecido, Antipas le ofrece cualquier cosa: "¡Ven! ¡Ven! ¡Tendrás Cafarnaún! ¡La llanura de Tiberias! ¡Mis ciudadelas! ¡La mitad de mi reino!" La bailarina, entonces, se detiene. Tras un momento breve de suspenso, con voz infantil, enuncia su deseo: "Quiero que me des, en un plato, la cabeza de Iokannan (Juan Bautista)." La cabeza llega, al poco rato. El verdugo la pasea, puesta sobre una bandeja, por entre los invitados.

Oscar Wilde, más adelante, escribió una obra de teatro sobre el mismo tema, que a su vez sirvió de base al libreto de una ópera de Richard Strauss. Mallarmé, Laforgue y Apollinaire hicieron cada uno un poema a partir de esa escena. Gustave Moreau la pintó innumerables veces, y es impresionante la cantidad de veces en que se la ha representado sobre la tela. ¿Qué confiere a esa escena un atractivo irresistible? (8) No sé. La seducción de las imágenes no puede traducirse simplemente a términos verbales. Se me ocurre que hay alguna solidaridad entre el destino del artista y el de ese hombre que predica en el desierto, se me ocurre que componer variaciones en torno a esa mutilación puede ayudar a soportarla. Se me vienen a la mente otras cabezas cortadas: la de Orfeo, en Monteverdi; la de Holofernes cortada por Judith (también pintada numerosas veces, entre las que me parecen especialmente importantes las varias versiones de Artemisia Gentilischi); la de la Medusa, que sostiene el Perseo de Cellini (una obra a la que Couve se refirió en varias ocasiones con gran interés).

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Probablemente una interpretación psicoanalítica de esta escena no dudaría en ligarla al miedo a la castración. (9) Como es sabido, cualquier mutilación puede interpretarse así, y más aún una ligada al mito de Medusa. (10) Sin embargo, si esta escena remite a la castración, no es sino a través de la compleja red de imágenes que acabo de evocar. Ya no importa tanto entonces la restitución de un sentido a la escena, sino el itinerario, los meandros que describe el recorrido de uno a otro.

(La mirada de Medusa, petrificadora e inmovilizante, que sólo puede enfrentarse de modo indirecto, reflejada en un escudo. Italo Calvino, en la primera de sus Seis propuestas para el próximo milenio, propone a Perseo como emblema de la levedad, esa virtud que nos permite apartarnos de la pesadez al contemplarla desde un ángulo diverso, oblicuamente. ¿Qué se sentirá al saber que todo aquél a quien se mira es condenado a la inmovilidad, que la propia mirada petrifica?)

Autorretrato pintando

Hay una escena memorable en La lección de pintura: cuando se revela la genialidad de Augusto, el pequeño protagonista. Es Aguiar, el farmacéutico del pueblo aficionado a la pintura, quien lo descubre, con una mezcla de estupor y de alegría. La escena del descubrimiento de un talento precoz se repite casi igual en La comedia del arte. Sólo que en ese caso es un pintor en decadencia el que descubre al niño más dotado: "Mostraba facilidad innata para encontrar el tono preciso, sus manos hábiles sabían oprimir lo justo los pomos y sin exagerar la cantidad, la hacía rendir. / Nada ensuciaba, no sobraba tampoco nada y los colores llevados a la tela, volvíanse imediatamente de pasta en manchas y éstas, superando la materia, se convertían en una nueva e increíble realidad. / No fueron sus amigos los que ese día lo sorprendieron experimentando por primera vez la interpretación de la naturaleza; fue el viejo Camondo que en su paseo matinal, desde lejos, identificó la convencional figura: un pintor ante el motivo." (Narrativa completa, p.405) (11)

Creo que Couve debió reconocerse en ambos personajes: el artista frustrado y el genio precoz.(12) Se trata de una variante del tema romántico del doble, el doppelgänger que Freud asocia a lo siniestro, como en el cuento de Julio Cortázar "La flor amarilla", en el que un hombre conoce por casualidad a un niño en el que se han reproducido, de manera sólo un poco divergente, todas las vicisitudes de su vida. Volver simultáneos dos momentos sucesivos es una estrategia para obviar lo irreparable que implica el paso del tiempo. (13) Couve fue el niño precoz y es el pintor en decadencia. Siempre comentó que había renunciado a la pintura porque le parecía demasiado fácil.(14) Sin embargo, no tenía tantas dotes para la literatura como para la pintura. Estaba condenado a ser un escritor frustrado. Escribir le costaba enormemente. No sólo le era difícil, sino que implicaba como costo un agotador desgaste que no guarda siempre relación con los resultados. Pese al penoso esfuerzo que significaba para él la corrección de un libro, su estilo no es para nada perfecto. Eso confiere a su obra, sin embargo, una cierta dignidad de que carecen otras más 'logradas': "...yo ya no triunfé, declara Couve, pero es bonito no haber triunfado y me enamoré de eso también. (...) Todo el mundo está obligado al triunfo, pero yo descubrí que era mucho más difícil el fracaso. El fracaso total en que yo estoy es bien arduo de lograr, pero eso también trae, a mi juicio, importantes beneficios artísticos. El que triunfa cree que ha podido plasmar su talento que siempre retrocede

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ante esos esfuerzos. A mí me interesa ir del intento a la solución aunque sea fallida." (15)

Hay numerosos cuadros de Couve en los que se retrata a sí mismo pintando. Se trata de un motivo clásico en pintura, que tiene en Las meninas de Velásquez uno de sus desarrollos más conocidos y logrados. No hay, sin embargo, personajes escritores en sus obras literarias que nos hicieran pensar en un "autorretrato escribiendo". Al contrario, los protagonistas de sus relatos suelen ser pintores o tener afición a la plástica, como si en cierto modo Couve no hubiera nunca conseguido verse a sí mismo verdaderamente en tanto que escritor. Tal vez hay algo en eso que caracteriza a la literatura: no podemos nunca describir la propia escena sino en otras, no podemos vernos a nosotros mismos reflejados en ella, nuestra imagen siempre huye, o aparece a pesar nuestro.

(La mirada de Narciso, fascinada por sí misma, ensimismada, absorbida, hundida en su propia imagen. La mirada empantanada en el espejo. Por otra parte, esa ninfa que huye en el poema de Lihn -"No hay Narciso que valga"- nos enseña que, si se licúa el espejo, hay un punto de fuga, un momento en que la propia imagen se vuelve irreconocible porque da paso a otra cosa, a ese eco alterado, esa voz que repite nuestras palabras de manera de volverlas diferentes de sí mismas, ¿la figura del lector, de la lectora?)

El balcón

El cumpleaños del señor Balande fue escrito tras un largo periodo de silencio. Como Couve mismo relata, la escritura de El pasaje lo había dejado extenuado: "Ese libro me significó cinco años sin poder leer ni escribir ni siquiera un telegrama." (16) Tal vez por eso mismo su reducidísima extensión, pese a la cual Couve insistía en calificarlo de "novela". Por lo demás, los textos de Couve no fueron nunca extensos: sus dos primeros libros están hechos de fragmentos breves, casi sin sustancia narrativa, jirones de prosa poética, y estos fragmentos reaparecen en Balneario. Couve se quejaba de que la editorial le había devuelto su última novela pidiéndole que la extendiera, porque de modo contrario el libro no tendría lomo, tan breve era la obra. Adriana Valdés habla en su prólogo a El cumpleaños... de una "novela contrahecha, una novela enana", de una miniaturización que "vuelve monstruoso el género de la gran novela burguesa, y sus cuadros de costumbres" al mismo tiempo que permite "echársela al bolsillo". Veamos más de cerca sus escenas.

En El cumpleaños del señor Balande se retrata una celebración burguesa, mostrando la frivolidad de la vida social, los detalles del decorado, la importancia de las apariencias, los fragmentos de conversación insulsa y superficial. Sin embargo, tras el decorado terso y apacible, se insinúa el drama de los secretos guardados bajo llave, las pasiones olvidadas, la herida, lo traumático (en suma, otra vez la muerte: la muerte roja en el cuento de Poe, o el hada mala en "La bella durmiente", la inesperada invitada que irrumpe de pronto). Adriana Valdés habla de "un misterioso trasfondo de incomodidad: como si el desastre fuera inminente, siempre; como si los personajes fueran en cualquier momento a salir de las perspectivas y los marcos de referencia, como si detrás de cada bibelot acechara una posible monstruosidad."

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¿Cuál es el punto en que el telón del decorado se desgarra y deja entrever otra cosa? Hay un momento, tras las fotos familiares, en que Julia, esposa de Balande, se escabulle de la fiesta y se desliza hacia el balcón, apretando una llave entre sus manos. "El amor, tal vez no sea más que un encargo del recuerdo" (Narrativa completa, p.301), piensa resignada, y regresa al interior, retomando el disimulo. Sólo un tío viejo, ya del todo ido, presencia la escena (además de los lectores, acaso tan inofensivos e impotentes como el personaje anciano).

Esta escena me recuerda dos relatos. Uno es La señora Dalloway, de Virginia Woolf. La novela narra un día de Clarissa Dalloway, un día que concluye con una elegante recepción dada en su casa. La llegada de un antiguo novio la hace recapitular toda su vida, y preguntarse si eligió correctamente. Casada con otro, lleva una vida rutinaria y desprovista de pasión. Durante un momento de la fiesta, Clarissa entra a una pieza vacía y mira por la ventana. En la casa de al frente, una mujer se acuesta. Se apagan las luces. Clarissa duda un segundo antes de regresar a atender a sus invitados, convertida nuevamente en "la perfecta anfitriona".

El otro es el cuento "Los muertos" de Joyce, incluido en su Dublinenses. Terminada ya la fiesta de año nuevo que se narra, el protagonista, mientras su esposa duerme, mira la nieve cayendo a través de la ventana: "Su alma se desvaneció lentamente mientras escuchaba la casi imperceptible caída de la nieve a través del universo, cayendo imperceptiblemente, como el descenso del final definitivo, sobre todos los vivos y los muertos." Ese personaje acaba de enterarse de que, cuando su mujer era joven, un hombre murió por ella, por su amor, y se da cuenta de "él nunca había sentido nada semejante, pero estaba seguro de que ese sentimiento era el amor." Su mujer había guardado por años la imagen de ese joven diciéndole que no deseaba ya vivir si era sin ella.

"El amor, tal vez no sea más que un encargo del recuerdo". Couve confiesa en alguna entrevista que se trata de su frase favorita entre las que ha escrito, una de las pocas frases que rescataría de su obra, una de las pocas frases que considera logradas. Un encargo, carga, un peso: "lo que realmente amamos nos es esquivo, difícil de recomponer en la memoria". Una exigencia terrible, entonces, la elaboración de escenas. Bella y terrible, tal vez, como un ángel. Como ese ángel que pasa al final del relato, o como la doncella de alas de cartón que persigue al pintor en Cuando pienso en mi falta de cabeza...

(La mirada que ha entrevisto alguna vez al otro, aunque sea fugazmente, que ha vislumbrado, al desaparecer, el rostro de la singularidad -como en "À une passante", de Baudelaire-, queda para siempre como ida, como herida por el brillo de ese shock, esa experiencia. Esa mirada queda deslumbrada, opaca. ¿Qué ocurre, en cambio, con esa otra mirada que se obstina persiguiendo los ojos huidizos de otro rostro, que se escabulle sin dar nunca la cara, sin nunca volverse a él ni para despedirse? La mirada de esos ojos se queda perdida, estrábica y extraviada, "como traje de fiesta para fiesta no habida.")

El balneario

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"Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, abiertas al mar que las habita como a los recovecos entre las rocas. Balcones carcomidos, escalas de servicio, clausuradas, que se han venido al suelo, veletas oxidadas y atascadas, pájaros de fierro que porfían en la persistencia del viento. Llovizna que aparta de las olas a las gaviotas hambrientas, bandadas organizadas de pidenes que incrustan su paso presuroso en la arena negra, y las calles retorcidas con letreros que chirrían y agitan graves faltas de ortografía." (Narrativa completa, p.307)

Ese fue el primer párrafo de Adolfo Couve que leí. Me sigue pareciendo uno de los mejores de su obra. Es el inicio del cuento "Balneario". El personaje de ese cuento, Angélica, una mujer mayor, alegoriza de modo evidente la suerte de la ciudad. Balneario aristocrático venido a menos, derruido, en decadencia. El cuerpo de la anciana, degradado, refleja ese deterioro. Como fondo de su historia, el decorado teatral (ese escenario, esa apariencia) de una ciudad en ruinas. En la primera y la segunda parte de La comedia..., ese decorado se vueve irreal, invadido por los dioses de una mitología de cartón piedra. Recuerdo imágenes de la película que hizo Bergman con La flauta mágica de Mozart (otra vez la ópera). Filmaba a los cantantes en el intermedio: el dragón dejaba su máscara enorme a un lado para jugar al ajedrez con la princesa, uno de los pajes hojeaba una tira cómica. Dije en otra parte que me molestaba la construcción como de cartón piedra de los escenarios y los personajes de Couve. Me pregunté también si no sabría tal vez lo que hacía: fabricar copias de yeso con el material al descubierto, frágiles y quebradizas. Todavía no resuelvo la pregunta.

Couve vivió por largos años "exiliado" en Cartagena. Volvía a Santiago sólo para dar sus clases en la Universidad de Chile. De vez en cuando aceptaba recibir visitas. Esta opción de alejarse de Santiago tiene no poco de huida: "Yo me replegué aquí porque tenía que salvarme. Como no me puedo subir a los aviones, no podía irme a ninguna parte. Entonces, para salir, partí a Cartagena, que es un lugar muy distinto a Chile. (...) Me encantaron las casas, las papas fritas, las radios prendidas, pero no porque yo quisiera ser popular ni marginal, sino porque quedé metido en una realidad que no controlaba ninguna autoridad. En Cartagena me sentí en democracia. / Toda mi poética está en estas calles con sus casas europeas destartaladas, con palmeras y en playas chilenas. Me encontré con que todas mis descripciones se habían concentrado en este lugar." (17)

Couve se refiere en varias entrevistas a su miedo a la vejez. (18) Habla de su deseo de "ser un viejo bonito, como Pound". En cierto modo, Angélica es el viejo que él nunca llegó a ser. Rodearse de ruinas era un modo de escenificar su propio cuerpo en su temida decadencia. Era en contraste con esas ruinas que recordaba Florencia, la cúpula de Brunelleschi, con cuya descripción iniciaba sus clases de historia del arte, y cuya evocación cierra el libro Balneario. El cuento del mismo nombre concluye con un párrafo casi igual al del inicio: "Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, perdida entre la muchedumbre como un despojo a la deriva."

(La mirada que va y viene de un lugar a otro, la mirada desgarrada entre el aquí y ahora y un otro lugar, un tiempo diferente. La mirada melancólica, que vuelve ruinas todo lo que la rodea, en el grabado de Durero. La mirada del hastío, desgastada, que ya sabe que

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nada se gana con viajar y se contenta con escrutar el horizonte desde la costa, observar el balanceo de los barcos en el puerto...)

Escena ausente

La última escena falta, no ha sido escrita, no está. Es una falta: delito y ausencia. La última escena está ida, velada, como foto sobreexpuesta. La última escena es lo que oculta el muro; lo que refleja, borroso, el espejo: la espalda del violonchelista ("mirrors and fatherhood are abominable..."), la habitación de límites difusos. (19)

"La presencia del ausente es la peor de todas", escribió Couve en un pasaje de El picadero. Límite de la presentación, zona en silencio. El trasfondo político de su Cuarteto de la infancia, por ejemplo. (20)

La última zona tiene que ver con esa zona en blanco en un autorretrato, con dejar la tela cruda, intacta, tiene que ver con ese punto en que la mano, al salir de la tela, se difumina y borronea, se hace turbia. Tiene que ver con el vacío en el sillón desde donde nos mira un perro, solo. Yo no consigo escribrir esta escena. Escribo que no lo logro. Me elude. La circunscribo, la elido, la aludo apenas.

(Mi mirada se demora entre las líneas de este texto, parpadea perpleja frente a la pantalla del computador, va y viene de los libros a las teclas, de mi mano a mi reflejo en la ventana, se hunde en las imágenes, regresa una y otra vez a ciertos rostros, ciertas zonas. Bocetos de la falta de cabeza, fotos del autor en Cartagena, sus retratos y paisajes, sus naturalezas muertas. La silueta deslavada de unas tazas blancas sobre fondo azul, el marco de una ventana, los manchones de la playa o la figura de botellas reunidas sobre una superficie como cuerpos en la acera, apresurados, a empellones. La mirada de Orfeo, cuyo objeto desaparece tan pronto como uno se vuelve a él, esa mirada que no aferra del otro sino su huida, desvanecimiento, interrupción su ausencia).

Santiago, marzo 2000-julio 2003

NOTAS

(1) Las ideas de este ensayo le deben a los diversos textos de esta autora sobre Couve y, en general, a sus escritos sobre literatura, mucho más de lo que las notas al pie y referencias puntuales indican. Quede aquí, pues, huella de esa deuda y del agradecimiento por las numerosas pistas encontradas en sus textos.

(2) Claudia Campaña, Adolfo Couve: Una lección de pintura. Santiago: Eco, 2002.

(3) La idea es de Henry James, en The Tragic Muse: "The towers had never been finished, save as time finishes things, by perpetuating their incompleteness."

(4) "Adolfo Couve: diario de una lectura (Apuntes para un réquiem)", Vértebra nº3, septiembre 1998.

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(5) Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza, Ed. Seix Barral, Santiago 2000, p.12.

(6) El mismo Couve nos da un pista al señalar que Don Giovanni, de Mozart, le permitió dar con el tono adecuado para La comedia del arte.

(7) Entrevista con Alejandro Kandora, p.4 del suplemento "Literatura y libros de la época, 3 de diciembre de 1995.

(8) Sobre la seducción que ejerce esta figura en la imaginación moderna, cfr. el capítulo "Salomé ou la scénograhie baroque du désir", en La raison baroque. De Baudelaire à Benjamin, de Christine Buci-Glucksman. (París: Galilée, 1984).

(9) "Sin hablar de la obvia lectura que vincula toda mutilación a una castración", anota entre paréntesis Adriana Valdés en su prefacio a Cuando pienso a mi falta de cabeza. No hablar hablando que señala con más fuerza lo dejado a un lado, la obviedad oculta a fuerza de patencia.

(Narrativa completa, p.404) La amenaza del silencio, de la lengua (y ya no la cabeza) cortada, se conjura imaginando que no es una sino varias, tal como las variaciones sobre el tema de la cabeza cortada funcionan, según AdrianaValdés, como una forma de acercarse a lo intratable a fuerza de aboradarlo desde diferentes perspectivas, una y otra vez.

(11) Me señala Juan Manuel Garrido que, en otro nivel, la escena remite a La muerte en Venecia, de Thomas Mann, a esa fascinación de quien se encuentra cautivado en el ocaso de su vida por la hermosura de un adolescente o niño. Me parece acertado el comentario, aunque no lo desarrolle aquí.

(12) "Camondo es el pintor que hay en mí y que pinta sin ganas. O sea, pinta mal. Y Sandro es el pintor bueno que hay en mí y que no tienen necesidad de escribir." ("Autorretrato de artista, p.62")

(13) Benjamin alude reiteradamente a esa 'espacialización' en El origen del drama barroco alemán.

(14) "...soy un gran conocedor del oficio. Pinto bien. La literatura me cuesta más" (36), declara en una entrevista (revista Ercilla 2204, 26 de octubre del 77). También le declara a Claudia Donoso, refiriéndose a su opción por la literatura: "Mi vida ha sido esta seguridad insegura, pudiendo yo haber tenido seguridad total en la pintura, donde no tengo problemas." ("Autorretrato de artista", p.61)

(15) "Los artistas son monjas", revista Caras, nº especial, 17/7/95, p.63

(16) Citado por Claudia Donoso en "Couve, autorretrato de artista", Paula Nº176, abril 1998.

(17) Idem, p.63.

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(18) En la entrevista citada para la revista Ercilla, cuando lo interrogan sobre su miedo a la muerte, declara: "Le tengo mucho miedo. Pero más miedo le tengo a la vejez." (37)

(19) Las imágenes a las que aludo en ese párrafo y los siguientes son cuadros de Couve.

(20) Habría que poner en relación los silencios de Couve con las acertadas observaciones de Adriana Valdés en su "Escritura y silenciamiento" sobre las consecuencias de la dicatadura para el lenguaje literario de esos años (en Composición de lugar. Santiago: Universitaria, 1995). Revista de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile ISSN 0717-2869

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Los ensayos de Adolfo Couve aquí reunidos fueron redactados a partir del año 1976,en un periodo en el cual el autor había abandonado temporalmente la pintura por la escritura, y se publicaron en el entonces Suplementos Culturales de ?Mercurio? y después en la revista universitaria ?El Arco y La Lira?. Estas lecciones fueron publicadas como bibliografías para las clases de Estética y Teoría del Arte que Couve impartía, y aun conservan un tono didáctico, apasionado y rotundo, aunque hoy pueden ser leídas con interés y placer como si fueran el discurso experto de un guía conocedor del Museo de la pintura Eterna.

"Adolfo Couve, el pintor imparcial y el narrador objetivo, revela su subjetividad opinando libremente sobre pintura al exponer sus gustos y disgustos, admiraciones y rechazos. La experiencia de Covue con los maestros antiguos no representa solamente un comentario teórico, erudito y de especialista desligado de su creación, sino que sé constituye en un aporte imprescindible para el esclarecimiento profundización tanto de su obra narrativa como pictórica. "

Gonzalo Millán. "Parte del encanto tenaz de lo escrito por Couve esta en su condición demarginal a la literatura ?profesional?: es la obra de un amateur dotado, de un pintor al que entre cuadro y cuadro se le ocurrían historias y las contaba con las herramientas interpoladas de la luz, la línea, el encuadre, la composición. Se diría que todo es experimentación con una materia ajena." Cesar Aira.

El arte es un medio de conocer.Conocer objetivamente. Dejar de ser sujeto.

Dejar de ser personajeAdolfo Couve

Adolfo Couve Rioseco, artista plástico y escritor nacional, nació en Valparaíso en 1940. Sus estudios artísticos los desarrolló en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde fue discípulo de Pablo Burchard Eggeling; en l’Ecole des Beaux Arts de París, donde partió becado por esta institución en 1962, y en The Arts Student League en Nueva York.

En su pintura, a través de paisajes, retratos, naturalezas muertas y figuras humanas, buscó captar el momento fugaz, el instante, utilizando un lenguaje plástico muy natural, un expresionismo sensorial que se nutrió de la relación absolutamente directa con el objeto o tema de la obra.

Otra de las labores más destacada durante su vida fue la formación de nuevos talentos nacionales, compromiso que llevó a cabo como profesor de Historia del Arte y de Estética en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, cargo que desempeñó desde 1964. La cátedra fue el espacio en el que, a través de un enérgico discurso artístico, logró contagiar y marcar a varias generaciones de artistas e historiadores del arte. Sus clases versaban sobre las cualidades transformadoras de la obra de Cézanne, el manifiesto sobre el claroscuro que es La Ronda Nocturna de Rembrandt o la maravilla pictórica de alta complejidad barroca de Las Meninas de Velázquez.

Además del espacio académico que tanto lo apasionaba, Adolfo Couve incursionó en la literatura. Entre 1971 y 1983, a pesar de su reconocido talento plástico, abandonó la pintura y se dedicó a explorar una nueva disciplina artística: la literatura. Su narrativa reflejó la singular propuesta literaria y estética del autor, puesto que en sus novelas desarrolló, como elemento fundador del mundo desplegado, sus propias reflexiones y teorías sobre el arte, a la vez que descubrió las posibilidades de la escritura como un nuevo espacio de expresión para su particular poética. La crítica especializada lo define como un escritor de “realismo descriptivo”, y lo considera miembro de la Generación Literaria de 1960, a la que también pertenecen Antonio Skármeta, Mauricio Wacquez y Carlos Cerda. Entre sus obras podemos mencionar Alamiro (1965), Tren de cuerda (1976), En los desordenes de junio y El Picadero (1974), La lección de pintura (1979), El Pasaje y La copia de yeso (1989), El cumpleaños del Sr. Belande (1991), La comedia del arte (1995), Cuarteto de infancia (1997) y Cuando pienso en mi falta de cabeza (editado en forma póstuma en el año 2000).

A partir de 1983 retomó nuevamente la pintura, pero sin dejar de lado las letras, desarrollando ambas actividades en forma paralela.

Los últimos doce años de su vida los vivió en Cartagena, uno de los lugares que más amaba el artista y donde se inspiraron muchas de sus últimas telas y textos. En 1998, el 11 de marzo, Adolfo Couve se suicidó, poniendo fin a una trascendente trayectoria en las letras nacionales.

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