90693854 rojas jose luis de la etnohistoria de america cap 3

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Rojas, José Luis de La etnohistoria de América : los indígenas, protagonistas de su historia / José Luis de Rojas ; seleccionado por Guillermo Wilde - 1a ed. - Buenos Aires : SB, 2008. 144 p. ; 16x23 cm. (Paradigma ¡ndicial. Historia Americana, dirigida por Guillermo Wilde) ISBN 978-987-1256-23-5 1. Etnohistoria. 2. Antropología. I. Wilde, Guillermo, selec. II. Título CDD306 Título de la obra: La etnohistoria de América. Los indígenas, protagonistas de su historia © 2008, Editorial SB ISBN: 978-987-1256-23-5 1 o edición, Buenos Aires, febrero de 2008 Autor: José Luis de Rojas Director editorial: Andrés C. Telesca Diseño de cubierta e interior: Cecilia Ricci Director de colección: Guillermo Wilde Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723. Libro de edición argentina - Impreso en Argentina - Made in Argentina No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digi- talización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446. Impreso en Talleres Mitre & Salvay, Heredia 2952, Sarandí, Buenos Aires, Argentina Tirada: 1000 ejemplares Editorial SB Yapeyú 283 - C1202ACE - Ciudad Autónoma de Buenos Aires Tel/Fax: (++54) (11) 4981-1912 y lineas rotativas E-mail: [email protected] Empresa asociada a la Cámara Argentina del Libro Librerías: Sueños Aires: Yapeyü 283 - C1202ACE Tel/Fax: (++54) (11) 4981-1912 y líneas rotativas

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Rojas, José Luis de La etnohistoria de América : los indígenas, protagonistas de su historia / José Luis de

Rojas ; seleccionado por Guillermo Wilde - 1a ed. - Buenos Aires : SB, 2008. 144 p. ; 16x23 cm. (Paradigma ¡ndicial. Historia Americana, dirigida por Guillermo Wilde)

ISBN 978-987-1256-23-5

1. Etnohistoria. 2. Antropología. I. Wilde, Guillermo, selec. II. Título CDD306

Título de la obra: La etnohistoria de América. Los indígenas, protagonistas de su historia

© 2008, Editorial SB

ISBN: 978-987-1256-23-5

1o edición, Buenos Aires, febrero de 2008

Autor: José Luis de Rojas

Director editorial: Andrés C. Telesca

Diseño de cubierta e interior: Cecilia Ricci

Director de colección: Guillermo Wilde

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Libro de edición argentina - Impreso en Argentina - Made in Argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación

de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digi-

talización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723

y 25.446.

Impreso en Talleres Mitre & Salvay, Heredia 2952, Sarandí, Buenos Aires, Argentina

Tirada: 1000 ejemplares

Editorial SB

Yapeyú 283 - C1202ACE - Ciudad Autónoma de Buenos Aires Tel/Fax: (++54) (11) 4981-1912 y lineas rotativas E-mail: [email protected] Empresa asociada a la Cámara Argentina del Libro

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 7

CAPÍTULO 1: EL LUGAR DE LA ETNOHISTORIA 11

El problema como director 14

El historiador como autor 19

CAPÍTULO 2: DEFINICIONES DE ETNOHISTORIA 21

Manera de definir la etnohistoria 22

Evolución de la etnohistoria 32

Emic y etic en etnohistoria 36

Relaciones de la etnohistoria 38

Historia 39

Antropología. 41

Lingüística 42

Biología 45

Arqueología 47

CAPÍTULO 3: LA DOCUMENTACIÓN 51

Clasificaciones de los documentos 58

Estudio crítico de la documentación 59

Ediciones 64

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CAPÍTULO 4: EL TRABAJO DEL ETNOHISTORIADOR 67

CAPÍTULO 5: LA PERSPECTIVA DE LA AMÉRICA INDÍGENA 85

La investigación sobre la América Indígena 93

CAPÍTULO 6: TEMAS DE LA ETNOHISTORIA DE AMÉRICA 99

Puntos de vista: Títulos primordiales y Códices Techialoyan 99

En ciencia, lo más simple es más verosímil 100

£1 influjo de las modas 104

Cuando la documentación falla y es preciso aportar nuestro granito de arena 108

Los peligros de utilizar las cosas para algo distinto que para lo que fueron concebidas 112

Papeles enhebrados que aclaran misterios o documentos sueltos que causan errores 114

CAPÍTULO 7: PROPUESTAS 117

Las disciplinas disciplinan 118

La tarea común 122

REFERENCIAS 125

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CAPÍTULO 3 LA DOCUMENTACIÓN

En la base de muchas de las definiciones presentadas figuran los tipos de documentos.

Es costumbre llamar "fuentes" a los documentos que utilizamos para reconstruir el pasado. Las maneras de clasificarlas y las descripciones sobre el modo en que debemos manejarlas son numerosas. Tanto las clasi­ficaciones como los métodos de trabajar con las "fuentes" dependen mucho de los intereses y formación de quien realiza las formulaciones. Nos encontramos nuevamente con que cada uno arrima el ascua a su sar­dina y, en cierta medida, yo voy a hacer lo mismo, aunque con una ligera pretensión de presentar un tipo de "sardina" que pueda ser ampliamente compartido

El historiador económico (como, por lo demás, el historiador general y quien cultive cualquier otra rama de la historia) se distingue del novelista por el he­cho de que no inventa lo que cuenta, incluso aunque a veces su intuición o su fantasía puedan tentarlo para que llene determinadas lagunas con hipótesis más o menos gratuitas. El historiador (económico y no económico) reconstru­ye el pasado a partir de una documentación a la que debe atenerse según unos criterios rigurosos, de los que hablaremos más adelante. Su capacidad se mide precisamente por el rigor y la inteligencia con que sabe hacer uso de la docu­mentación disponible. El estudiante y el público en general, cuando lee un li­bro de historia, tienden a centrarse en el hilo del relato, fiándose implícitamen-

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te de lo que expone el historiador, y pocas veces se plantea de manera explíci­ta el problema de la calidad del trabajo de documentación que está en la base de la obra estudiada. La torpe costumbre editorial de relegar las notas de refe­rencia al final de cada capítulo o incluso al final del libro (en lugar de poner­las donde debe ser, es decir, a pie de página), refuerza esa tendencia a la credu­lidad acrítica. Y, pese a ello, es precisamente la calidad del trabajo de documen­tación la que determina la mayor o menor validez da la obra histórica (Cipo-Ha 1991: 35).

La "documentación disponible" se convierte en los materiales de construcción, y la calidad final depende tanto de éstos como del uso que hagamos de ellos.

Comenzaremos, entonces, con los materiales. Sin buenos materia­les, las construcciones sufren. Claro que si se disponen mal los materiales buenos, el resultado también será malo. Este capítulo y los siguientes es­tán dedicados a los materiales y a la manera de trabajarlos.

Un problema que subyace en las palabras de Cipolla es el de los potenciales lectores de las obras. Lo que él califica de "torpe política edi­torial" parece ser un intento de aligerar los libros para que puedan ser abordados por más lectores, aunque nosotros creemos que, en realidad, esto no sirve a nadie: ni a los profesionales, que requieren el aparato crí­tico, ni a los aficionados, que buscan libros de historia de verdad, no no­velas. En nuestro caso, vamos aún más allá: las notas (por supuesto, a pie de página en todo caso) se reservan para aclaraciones puntuales. El apara­to crítico y las referencias deben ser incorporados en el texto, para no obligar al lector a ir de acá para allá. Sin que se pierda el hilo, es preciso permitir que se examine la textura, los componentes, la calidad, la trama, etc. del producto. Proponemos una "lectura profesional" en la que el lec­tor, además de atender a la argumentación, repare en el vocabulario, la sintaxis y el argumento plasmado en la ordenación de los temas -es decir, la parte literaria del trabajo- y tenga acceso a la documentación utilizada, a la consultada y a las razones que haya habido para desechar algunas -la parte histórica del asunto-. De esta manera, los estudiantes pueden aprender aún más de las obras de los profesionales. Como todo, esta ma­nera de leer es susceptible de aprenderse. Sin prisa y sin pausa, y cuanto antes se empiece, mejor. Y esta reflexión incluye a los amantes de la his­toria -profesionales o no- a los que no se debe privar del conocimiento de la metodología, pues ahí reside, como decía Cipolla, una indicación de la calidad del trabajo del autor.

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LA DOCUMENTACIÓN

El uso de la palabra "fuente" evoca un manantial del que fluye el alimento de nuestra sabiduría. Pero no se trata de un concepto inmutable, sino que ha evolucionado con el paso del tiempo y actualmente mantiene abierta una controversia. En el pasado, los historiadores leían y aprove­chaban libros de historia. Más adelante surgió la pasión por los documen­tos, que sumergió a los estudiosos en los archivos, para pasar, más adelan­te, a apreciar otros testimonios. Aquí encontramos uno de los puntos de aproximación entre algunas formas de ver la historia y los etnohistoria-dores, como la forma de describir la documentación que nos dejó Febv-re (1974: 29-30):

Hay que utilizar los textos, sin duda. Pero todos los textos. Y no solamente los documentos de archivo en favor de los cuales se ha creado un privilegio: el pri­vilegio de extraer de ellos, como decía el otro (el físico Boisse), un nombre, un lugar, una fecha, una fecha, un nombre, un lugar, todo el saber positivo, con­cluía de un historiador despreocupado por lo real. También un poema, un cua­dro, un drama son para nosotros documentos, testimonios de una historia vi­va y humana, saturados de pensamiento y de acción en potencia.

Está claro que hay que utilizar los textos, pero no exclusivamente los textos. También los documentos, sea cual sea su naturaleza: los que hace tiempo se utilizan y, principalmente, aquellos que proporcionan el feliz esfuerzo de las nuevas disciplinas como la estadística, la demografía que sustituye a la genea­logía en la misma medida, indudablemente en que debemos reemplazar en su trono a los reyes y príncipes.

Evidentemente, si ampliamos el campo de nuestra documentación, se amplía también el rango de los conocimientos necesarios para estable­cer los criterios de utilidad y para extraer datos de esa documentación. Y cuando examinamos los apartados de crítica de fuentes de las obras me­todológicas, comprobamos que se refieren abrumadoramente a la docu­mentación escrita, principalmente a la tradicional, obviando otras posibi­lidades. Y quizá eso estimula el uso acrítico de otros tipos de documen­tos en la línea que hemos visto que los etnohistoriadores de tradición his­tórica atribuyen a los de tradición antropológica. Claro que la acusación podría realizarse también a la inversa.

Pero volvamos a la definición de lo que debemos utilizar:

£1 clionauta reconstruye las acciones humanas del pasado a través de cicatri­ces terrestres, cadáveres, tumbas, monumentos, leyendas y dichos de trasmisión oral, supervivencias, documentos y libros (González 1988: 93).

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Es obvio que esta enumeración cuestiona las viejas definiciones de

"fuente", pero ya contamos con nuevas, más comprehensivas:

Fuente histórica sería, en principio, todo aquel objeto material, instrumento o herramienta, símbolo o discurso intelectual, que procede de la creatividad hu­mana, a cuyo través puede inferirse algo acerca de una determinada situación social en el tiempo.

Una definición de tal tipo indica ya de entrada el carácter extremadamente amplio y heterogéneo de una entidad como la que denominamos "fuente".

Tal vez, la diferencia sustancial entre el acervo documental que lega la historia y la documentación utilizable por cualquier otro tipo de investigación social es la finitud irremediable de todo lo que es documentación de la humanidad en el pasado. Las fuentes históricas son teóricamente finitas. La cuestión es si están descubiertas o no. Sin embargo, de ello no se deduce en absoluto que la investigación de algún momento de la historia pueda detenerse por agota­miento de las fuentes. Como ya hemos señalado, ni la investigación histórica ni ninguna otra dependen en exclusiva de la aparición de fuentes de informa­ción, sino de explicaciones cada vez más refinadas (Aróstegui 1995: 338).

Reservemos para más adelante la discusión del descubrimiento de fuentes, para continuar ahora con la modificación de los métodos. Una parte importante de nuestro trabajo se basa en nuevas maneras de abor­dar los mismos documentos, ya sea cambiando nuestra valoración sobre éstos como engarzando los datos que proceden de ellos en nuevos siste­mas explicativos.

Cipolla (1991: 36) distingue tres fases en el trabajo de documenta­ción del historiador:

• recopilación de fuentes documentales;

• análisis crítico de esas fuentes;

• interpretación y utilización de éstas.

Más adelante nos revela que no son fases sucesivas. Como ha sido uno de mis párrafos preferidos en las clases de Etnohistoria, lo citaré completo:

La recogida de fuentes, su valoración y su interpretación, y, de hecho, la re­construcción final del acontecimiento histórico, que es el objetivo de todas las demás operaciones, se producen, por así decirlo, de forma simultánea en un solo y amplio frente. Igual que el detective, también el historiador, cuando re-

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LA DOCUMENTACIÓN

coge sus fuentes, las estudia, las valora y las interpreta, formula en su imagi­nación, uniendo un dato con otro, una hipótesis sobre lo que puede haber ocurrido realmente en la época y en la sociedad que estudia. Después puede que encuentre nuevas fuentes, que lea nuevos documentos y que ello le haga modificar sus juicios anteriores, su anterior interpretación de las fuentes o la reconstrucción histórica que había supuesto con anterioridad. Y así sucesiva­mente, en un trabajo constante de aproximaciones sucesivas, de revisiones continuas, de feed-backs permanentes entre problemas, hipótesis, supuestos, fuentes, interpretaciones e imaginación. La reconstrucción final del aconteci­miento histórico surge, por tanto, gradualmente en la mente del estudioso co­mo una imagen que se va enfocando poco a poco: al principio es borrosa, de­formada e incluso invertida; y luego va haciéndose más precisa y mejor defi­nida (Cipolla 1991: 81).

Donde Cipolla habla del estudioso individual, podríamos hacerlo nosotros de un colectivo. Diversos investigadores pueden estar tratando el mismo problema, tanto en tiempos distintos -lo que se traduce en un avance de la historiografía- como simultáneamente, donde debería pri­mar la comunicación en aras de un avance mayor. Algunas investigacio­nes, como el desciframiento de la escritura maya, se han beneficiado de las ventajas del correo electrónico para una rápida comunicación, mien­tras que los congresos, que constituían la oportunidad para el intercam­bio de ideas y la presentación de trabajos, han ido cediendo terreno con programas muy apretados en los que el investigador apenas tiene tiempo para enunciar sobre qué está trabajando, relegando las discusiones a los pasillos para no retrasar el programa.

Regresemos ahora al texto de Aróstegui. La figura del agotamien­to o el carácter finito de las fuentes está en consonancia con los significa­dos que atribuimos a las palabras. Una fuente "mana", en este caso, da­tos. El problema es poder beber de ella. Ni siquiera los textos nos suelen indicar para qué sirven. Y aquí conviene hablar de otra parte del trabajo, para cuya comprensión hemos "bebido" de dos obras bien alejadas de la etnohistoria:

Los documentos por sí mismos no plantean preguntas, aunque, de vez en cuando, proporcionen respuestas (Finley 1986: 74).

La postura más osada sobre las fuentes que hemos consultado pro­cede de una historiadora de la ciencia (Kragh 1989). Creemos que su aceptación contribuiría a solucionar muchos de nuestros problemas de

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definición de disciplinas, como comentaremos más adelante (en el caso de que realmente haya intención de resolverlos, pero esa es otra cuestión). Citamos el texto extensamente para comentarlo después.

Una fuente es un elemento objetivamente dado, material, procedente del pa­sado y creado por seres humanos, por ejemplo, una carta o una vasija de cerá­mica. Pero en sí mismo este objeto no es una fuente. Podría llamarse un ves­tigio del pasado o un objeto fuente. Para que el vestigio alcance la categoría de fuente debe constituir un testimonio del pasado, tiene que decirnos algo de él.

El vestigio debe poder ser utilizado para darnos parte de la información que comporta de manera latente. Es el historiador el que convierte el vestigio en fuente mediante su interpretación. Planteándole preguntas a partir de determi­nadas hipótesis (que no necesitan tener ninguna base documental), el historia­dor obliga a la fuente a revelar su información. A diferencia del vestigio, la fuente no es, en cuanto fuente, un objeto material, sino que ha de ser conside­rada como una información que se nos ha dejado. La información revelada por la fuente, y en este sentido la propia fuente, se convierte en una interac­ción entre el objeto-fuente y el historiador, un punto de encuentro entre el pa­sado y el presente. De aquí se sigue que mientras el objeto-fuente es algo fijo, la misma fuente puede desvelar unas informaciones distintas y posiblemente contradictorias.

En capítulos anteriores hemos visto que las fuentes no se dan de una vez por todas, sino que se originan en el proceso dialéctico entre los vestigios del pa­sado y las interpretaciones del presente (Kragh 1989:159).

Por supuesto, recomendamos la lectura completa del libro de Kragh para aproximarnos a unos puntos de vista no habituales entre la mayoría de los estudiosos del pasado. Asimismo, querríamos llevar las cosas aún más allá, pues, según la óptica presentada por Kragh, las fuen­tes no existen: existe una variedad de cosas que utilizamos como docu­mentación y que se convierten -transitoria y sesgadamente- en fuentes, en relación con las preguntas que formulemos. Y serán buenas, indiferen­tes o malas según lo adecuado de las preguntas. O las tres cosas a la vez, como veremos más adelante.

Es decir, las fuentes son una relación que se establece entre el in­vestigador y los materiales que utiliza para extraer información, expresa­da a través de las preguntas que formula, orientadas a la resolución del problema o problemas planteados.

En realidad, esta postura no está tan lejos de las citas que hemos considerado de Febvre o González, ni de la de Finley. En el fondo, nos

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encontramos con un postulado básico del quehacer histórico: el proble­ma que queremos resolver es el que determina casi todo:

Toda investigación, si quiere tener un sentido, debe tratar de dar respuesta, aunque sea parcial y provisional (en la ciencia no existen respuestas definiti­vas), a un problema o grupo de problemas. Lo primero que hay que hacer, pues, cuando se emprende una investigación o se inicia la elaboración de un texto, es formular el problema (o conjunto de problemas) al que se pretende dar respuesta. La calidad de la respuesta depende mucho de la claridad con que se plantee el problema. Un problema planteado en términos confusos, impre­cisos e incluso inadecuados, sólo puede dar lugar a respuestas confusas e im­precisas (Cipolla 1991:30).

Y así encontramos otro elemento que es preciso buscar en la lectu­ra "profesional": descubrir el problema que se dilucida y la manera en que se realiza; si el problema está explícito en el texto, verificar que en realidad se lleva a cabo y comprobar si responde a la forma enunciada.

Ahora bien, si no existen las fuentes per se, ¿qué hacemos con las clasificaciones? Hasta Kragh vuelve a la palabra cuando trata de las clasi­ficaciones, aunque precisa, por ejemplo, que una fuente puede ser prima­ria o secundaria "según se utilice y para qué" (Kragh 1989:160-161). Nos encontramos nuevamente con el problema como director. Podía haberse limitado a mencionar que el elemento básico de la clasificación es la ade­cuación del objeto usado como fuente al problema, o dicho de otra ma­nera, si el objeto puede responder a lo que preguntamos y cuál será la ca­lidad de la respuesta. Creemos que la búsqueda de fuentes debe ser guia­da, en primer lugar, por este criterio de adecuación.

Como bien señalaba Cipolla, el proyecto de investigación es clave. Un buen proyecto previo nos guiará en la formulación de las preguntas y en la elección de las futuras fuentes. Nos permitirá observar qué pregun­tas quedan sin respuesta, lo cual es difícil de observar cuando nos limita­mos a acumular datos y a ordenarlos sin reflexionar si cubren todas las posibilidades. Hay vacíos en la documentación, no sólo en los textos de los archivos. Y no siempre se ha perdido, sino que a veces nunca se pro­dujo. Pero eso no elimina el problema: podemos optar por seguir buscan­do con la esperanza de que salte alguna liebre, manifestar que no tenemos respuesta o (quizás y) "ejercer de novelistas". Pensamos que esto es líci­to, siempre y cuando quede muy claro que estamos especulando y no se confunda con las afirmaciones bien documentadas.

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Clasificación de los documentos

Se han utilizado criterios diferentes para clasificar los documentos. Hay quienes hablan de fuentes mudas o elocuentes, simbólicas o no sim­bólicas, materiales o culturales, pero en general los esfuerzos mayores se han centrado en las fuentes escritas. Evidentemente, como vamos a ver, muchas de las cuestiones relacionadas con éstas pueden aplicarse a otras.

Aróstegui (1995: 340 y ss.) dispone de varios criterios taxonómicos que se combinan entre sí: posicional (con el que dividió las fuentes en directas e indirectas); intencional (voluntarias y no voluntarias), cualitati­vo (materiales o culturales) y formal-cuantitativo (seriadas o seriables y no seriadas o no seriables). Aproximadamente responden, aunque con otros nombres, a las categorías más utilizadas, y se entienden mejor con los ejemplos que él dispone.

Por nuestra parte, creemos que existen dos clasificaciones: la primera se refiere a los objetos que son susceptibles de convertirse en fuente, que son prácticamente todos, por lo que rápidamente nos des­borda. La segunda, a la de los objetos seleccionados por un investigador para convertirse en fuentes de su trabajo, pues la relación concreta condi­ciona algunas de las clasificaciones. Algunas habrán estado disponibles y otras será preciso buscarlas, a veces sin éxito. La gama de objetos elegidos pone de manifiesto las técnicas y los especialistas necesarios para el análi­sis, pues no siempre estaremos en condiciones de realizarlo todo nosotros mismos. No obstante, hay algunas cuestiones que son generales para todos los casos. Cipolla (1991: 53-54) ofrece una clasificación útil y sen­cilla (en apariencia) que aplica a las "fuentes primarias". Está basada en dos variables: el continente o soporte y el contenido:

• una fuente falsa con un contenido falso;

• una fuente falsa con un contenido verídico;

• una fuente genuina con un contenido falso;

• una fuente genuina con un contenido verídico.

Es decir, o son o no lo que pretenden, y contienen o no verdad. Parece claro, pero la realidad suele ser más compleja. En principio, autén­tico se refiere a que sea lo que pretende ser; en el caso de textos, implica

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que corresponde a la fecha que aparece y que es obra de quien firma, y falso se refiere a lo contrario. Remitimos a Cipolla para los ejemplos de sus categorías, aunque no podemos resistirnos a mencionar que su ejem­plo de fuente genuina de contenido falso la constituyen las declaraciones de impuestos.

Con el criterio de contenido, tenemos una gama amplia, pues las cosas no son categóricamente verdad o mentira. En las obras extensas, por ejemplo, existe mucha variación. Los autores suelen conocer unas cosas y no otras, suelen tener intereses en unas y no en otras. También es preciso considerar los errores y las erratas, muchas veces procedentes de las copias, tanto antiguas como modernas. Si bien tendremos ocasión de exponer el asunto más extensamente, a continuación copiaremos una esclarecedora cita de González, quien aunque no es su intención, aboga por la importancia de la relación entre el investigador y el objeto:

Lo cierto es que la idea de autenticidad es cambiante según el uso que se haga de la fuente, según para lo que sirva. Me encontré en un archivo municipal una supuesta merced de tierras dada en 1531 por el virrey Antonio de Mendoza a un pueblo de la ribera sur del lago de Chápala. Para quien investigue el origen de las tierras comunales de Cojumatlán ese documento no es auténtico, pero para quien quiera saber cómo el pueblecito trató de defender sus tierras de la expansión de la hacienda de Guaracha en el siglo XIX, es una fuente auténti­ca (González 1988:119).

Como Luis González escribe fundamentalmente para mexicanos conocedores de la historia colonial, no incide en que la fecha es la clave de la demostración de la falsedad, pues el virrey don Antonio de Mendo­za ocupó el cargo de 1535 a 1550. Pero su ejemplo, con la importancia de los puntos de vista o las preguntas que formulemos, ha sido clave en una investigación que hemos realizado sobre unos documentos de tierras de los pueblos de la Nueva España, que resumiremos en nuestros ejemplos (capítulo 6).

Estudio crítico de la documentación

Comenzaré aclarando que se trata de un "singular colectivo". Cada tipo de documento requiere una serie de operaciones específicas, aunque

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algunas pueden ser enunciadas en común. Nuevamente, lo que vemos en los distintos autores está principalmente relacionado con los textos, de­jando de lado lo demás.

Según Cipolla (1991: 52), la crítica de fuentes supone básicamente cuatro procesos:

• el descifrado de textos;

• la interpretación de su substancia o contenido;

• la confirmación de su autenticidad;

• la determinación de su veracidad.

Como hemos comentado, los dos últimos fueron utilizados para la clasificación en cuatro grupos que, aunque pensados para documentos es­critos, pueden ser utilizados para otros materiales.

El punto 1 tiene bastante incidencia en América -fundamental­mente en Mesoamérica- donde existen distintos sistemas de escritura con diferentes grados de desciframiento, además de la escritura en caracteres latinos, con letra más o menos enrevesada según las épocas y los ama­nuenses. Pero el descifrado de los textos no se refiere solamente al tipo de escritura, sino a la lengua o a las lenguas particulares. Esta circunstancia no suele mencionarse, probablemente por la razón que expone González al comienzo de la siguiente cita:

Otra perogrullada: para comprender lo dicho por un autor hemos de conocer la lengua que usa. Como toda lengua cambia en el tiempo y varía según las re­giones, la obligación lingüística incluye el conocimiento de la lengua de la época y la lengua del país de que se trate. Todavía más: han de conocerse la lengua del medio o los giros usados por la corporación a que pertenece el res­ponsable de un texto, pues varían los modos de escribir del ejército, de la igle­sia, de la administración pública y demás cuerpos sociales. No menos impor­tante es el conocimiento del vocabulario y otras manías lingüísticas persona­les de un autor, y por último, ha de tenerse en cuenta el sentido general del tex­to, comúnmente llamado contexto (González 1988:127-128).

Los hispanoparlantes, aunque conscientes de la gran diversidad de maneras de hablar el castellano, solemos olvidar que muchos especialistas proceden de otras naciones y que deben aprender el castellano para en­tender los documentos. Y no se trata del castellano actual, sino del de la

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época en que fueron escritos. Existen ejemplos de magnífica competencia en nuestra lengua y otros de lo contrario, hasta el punto de hacernos du­dar de su comprensión del contenido de sus fuentes. También dependen de traducciones, con los riesgos que esto comporta, como comentaremos más adelante.

Pero volvamos a los documentos. Aróstegui nos proporciona una pequeña definición de la moderna crítica de fuentes:

Pero los progresos de la crítica se deben en igual o parecida medida al progre­so mismo de las concepciones sobre la historiografía, al progreso de la relación de la disciplina con sus vecinas y afines, a los progresos de la filología, las téc­nicas de análisis textual, la comparación estadística y el propio diseño de la in­vestigación historiográfica. Los problemas de la crítica de fuentes han debido ser así puestos en contacto con los ámbitos técnicos del laboratorio químico, de los análisis lingüísticos, de técnicas de análisis de textos, incluida la infor­mática, de los conocimientos crítico-documentales o de la estadística. La crí­tica de las fuentes ha dejado de ser una labor "artesanal* guiada muchas veces por el buen sentido y los conocimientos comparativos, para convertirse en una tarea tecnificada, más fácil y más compleja a un tiempo, que las antiguas. La remora consiste en que en este campo se arrastra también mucha idea ob­soleta, mucha supuesta técnica absolutamente ineficiente y ciertos convenci­mientos infundados, entre los que resalta la persistente idea de que la activi­dad historiográfica no tiene relación con ningún otro de los conocimientos y técnicas de trabajo en la investigación social (Aróstegui 1995: 350).

Si hay trabajos especializados, es preciso dejar paso a los especia­listas, pues no es posible abarcarlo todo. No obstante, es necesario pedir­les responsabilidad, pues para que su trabajo sea útil, debe ser confiable. En los casos en que los análisis requieren la destrucción de una parte del documento, por mínima que ésta sea, debemos estar seguros de que los estudios del continente lo ameritan y que quedarán establecidos de una vez. Por desgracia, son muchas las ocasiones en que descubrimos que no se procede de este modo. Tenemos la impresión de estar generalmente más preocupados por el contenido que por el continente, pero en el caso de una pieza arqueológica fuera de contexto nos hemos llevado ya los su­ficientes disgustos como para escarmentar. Y la validez depende casi siempre de la autenticidad.

Traemos nuevamente a colación las palabras de Cipolla que citába­mos al principio: con la documentación tratamos de demostrar la validez de nuestras afirmaciones, permitiendo reconstruir nuestro proceso lógi-

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co. Y conviene hacer una seria advertencia: las citas descontextualizadas y las lecturas parciales desvirtúan los discursos, tanto los de los autores contemporáneos como los de los documentos. Hemos mencionado ya la heterogeneidad del contenido de muchos documentos, hasta el punto de que algunos de ellos valen para muchas cosas, según la parte que se cite. En dos de nuestros trabajos (Rojas 1997c, 2004) hemos tenido ocasión de mostrar cómo el oidor del siglo XVI, Alonso de Zorita, constituye una "fuente multiuso", pues sirve para apoyar una opinión o la contraria con­forme citemos una parte u otra de la obra. Creemos que esto constituye un descrédito del autor y cuestiona la validez de su uso acrítico, aunque este carácter multifacético lo haya convertido en la obra más citada para describir la organización social del centro de México cuando llegaron los españoles. No es de extrañar, pues sirve para todo y para todos.

Otra cuestión que merece ser tratada es la de la presentación de las referencias. Siguiendo la costumbre de clasificar las fuentes en "prima­rias" y "secundarias", y colocar un apartado de documentación con dos divisiones al que se añade la parte de bibliografía, en ocasiones encontra­mos, en el apartado de "bibliografía", uno de "fuentes de archivo", otro de "fuentes publicadas" y las obras de referencia. En muchas ocasiones es difícil encontrar las obras, pues a, priori uno no sabe en qué lista colocar un determinado autor, si no es especialista en la materia. La consignación de las fechas de redacción del documento o crónica ayuda, pero es com­plicado para quien no está familiarizado con los nombres cuando sólo se presentan las de la edición que el autor maneja. Por este motivo, reco­mendamos confeccionar una única lista de referencias, dejando patente en la presentación de las obras de qué se trata. Un recurso, por ejemplo, es encorchetar el año de redacción o primera impresión de documentos an­tiguos o crónicas, aunque no vemos ninguna razón para no proceder del mismo modo con obras más recientes, pues en ocasiones hay mucha dis­tancia entre la fecha de la edición que manejamos y la de la primera apa­rición (ver Febvre en la bibliografía, por ejemplo). Tenemos otro motivo de queja: es una costumbre -mala, pero muy arraigada- no completar las fichas de los documentos no publicados, limitándose a dar la referencia de la signatura en el archivo -cuando no se limitan sólo al ramo- dificul­tando de este modo el trabajo de comprobación de las citas y el interés del documento, comenzando por conocer su extensión. Esto es particu­larmente grave, porque presumimos que los datos fundamentales se en­cuentran precisamente en esos documentos de archivo. De la misma ma-

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ñera, cuando se trata de crónicas con diversas ediciones, es beneficioso precisar el libro y el capítulo para facilitar al lector que tenga otra edición la localización del párrafo citado. Todo ello en aras de facilitar el control de la documentación en que nos basamos, siguiendo la idea de Cipolla de que ése es el primer control de la calidad de nuestro trabajo.

En realidad, nuestra propuesta de confeccionar una única lista de re­ferencias propugna no distinguir exhaustivamente a priori entre unos y otros, pues muchas veces nos apoyamos más en las ideas de los colegas que nos precedieron que en la documentación, o en ésta a través de aquellos. Utilizamos como fuente (de ideas y de datos) a la bibliografía, pero no le aplicamos el mismo aparato crítico. ¿Por qué hay que saber quién fue fray Bernardino de Sahagún o el Dr. Alonso de Zorita -su formación, su vida, lo que escribieron y las razones que los impulsaron a ello- pero no necesi­tamos saber nada de Lucien Febvre, Pedro Carrasco o Cario Cipolla -por citar autores que han aparecido en estas páginas- como si ellos no tuvieran entorno, formación, intenciones, necesidades, evolución y trascendencia? Sabemos que las ideas cambian y, como hemos visto, esto afecta a la docu­mentación. Pero las ideas de los investigadores también cambian y son los primeros críticos, aunque tal cambio sólo sea explícito al realizar una lec­tura secuencial de las obras de un autor. Es preciso considerar la intencio­nalidad, tanto la general como la específica. Aquí es donde aparecen las pu­blicaciones "cosméticas", que en realidad no aportan nada nuevo aunque cumplan algunos cometidos. Es necesario realizar una criba, que podría­mos llamar "crítica de bibliografía", para saber ante qué nos encontramos: una tesis, una investigación de envergadura, un aporte presentado en un congreso o en una revista especializada, una obra general o una de compro­miso. Dado que un mismo autor puede dedicarse a todo eso, no hay que atender solamente al nombre, sino al producto concreto de cada ocasión.

Presentaremos una última reflexión sobre la manera de presentar la bibliografía, en este caso, en el sistema llamado "americano" de uso gene­ralizado en antropología y en etnohistoria. Cuando hay varios autores, se ha extendido la nefasta costumbre de escribir et alia, en vez de mencio­narlos a todos, escamoteando o dificultando la verificación de los autores de un trabajo. Es posible que esta postura esté relacionada con la costum­bre de colocar los autores en orden alfabético y, al comenzar el mío por "R", tienda a quedarme algo alianizado (de alia). Para el cómputo electró­nico de citas, por ejemplo, es una catástrofe, pues la máquina solamente detectará al dueño del nombre realmente citado.

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Ediciones

Dado que la historia es una disciplina que depende tanto del análi­sis textual, del estudio de la escritura y de la lengua, incluyendo la evolu­ción de ambos, se ha permitido en España (y en otros muchos países) que la filología se separe y emprenda un camino aparte en los estudios univer­sitarios. No sé cuan de menos echarán los filólogos a los historiadores (me consta al menos que los de griego sí lo hacen), pero como historia­dor no puedo menos que lamentarme de la falta de formación filológica que recibimos en la carrera de historia y mucho más de la que reciben nuestros alumnos. Uno de los aspectos en los que más añoramos ese con­junto caminar es en la edición de textos. Una parte de nuestra tarea es la de poner a disposición de los colegas los documentos que encontramos, tanto aisladamente como formando parte de colecciones. Otra gran par­te es el uso que hacemos de los documentos publicados por nuestros co­legas. ¿Quién controla la calidad de estas ediciones? Escasean las edicio­nes realmente críticas. En ocasiones se encuentran ediciones sin anotar, como si no hubiera habido ni un solo problema de lectura ni nada para comentar. El caso es peor con las traducciones, tanto de lenguas indíge­nas como de castellano a otras lenguas, que en ocasiones incluyen muti­laciones: Barber y Berdan (1998: 298) refieren que en una traducción in­glesa de la obra de Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la con­quista de México, había desaparecido el párrafo donde Bernal refiere có­mo se aliviaban los vientres los habitantes de Tenochtitlan y qué se hacía con la "yenda de hombre", probablemente porque el editor consideró que podía herir la sensibilidad de sus lectores; en la misma línea podemos situar que en la edición de comienzos del siglo XX del Códice Magliabec-chi desapareció una página de contenido "comprometido", los folios 61v-62r (en los que se representa el texto con la descripción de cómo el dios Quetzalcoatl extrajo semen de su miembro y en la siguiente la represen­tación del mismo dios).2 Muchas veces no reparamos en el nombre de los traductores ni en el de los editores en cuyas manos nos colocamos.

También nos encontramos con la barbarie -al menos para noso­tros- de la "modernización de la ortografía": la puntuación, los arreglos

2. Agradezco esta información a mi amigo, el Dr. D. Juan José Batalla, compañero en estas luchas.

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sintácticos, las antologías y otras tropelías realizadas en aras de llegar a un público más amplio, como si ese público amplio realmente estuviera in­teresado en leer documentos antiguos -y si lo están, ¿por qué adulterár­selos?-. Consecuentemente, la mayoría de las ediciones se convierten en aproximaciones a un texto que obligan al investigador a acudir a facsími­les, fotocopias, micropelículas u originales. Trabajo y tiempo perdido. Por supuesto, lo preferible es acudir al original y, si esto no es posible (de hecho hay originales que no se pueden consultar por cuestiones de pre­servación), nos valemos de lo más próximo: la fotocopia o la fotografía, las ediciones facsimilares y, por último, las ediciones de documentos. Asi­mismo, nos consta que existen ediciones que presumen de facsimilares sin serlo, y por supuesto determinadas cuestiones, como el tipo de papel o las marcas de agua, solamente pueden apreciarse manejando el original. So­lemos dejar estos estudios (los de continente) a especialistas, y luego nos fiamos de su trabajo, aunque muchas veces no deberíamos hacerlo. En lo que a los textos respecta, necesitamos que las ediciones sean fiables y lo más completas posible. Y eso requiere explicaciones que, ahora sí, deben consignarse en notas a pie de página. Las ediciones de los filólogos, a di­ferencia de las de los historiadores, están llenas de ellas. Por supuesto que, cuando se trata de nuestro trabajo historiográfico, las citas y las notas son muy frecuentes y se supone que constituyen la base de nuestro trabajo, aunque se hayan levantado ya voces contra las citas "cosméticas" (Kragh 1989), es decir, aquellas que no aportan nada al texto pero sirven para pre­sumir de lo que uno ha leído y para que el autor se anote un punto en el cómputo "cientimétrico" de citas. Si bien existen publicaciones comple­tamente cosméticas y "circuitos" de citas, es importante saber quién es el responsable de la edición, la manera en que ha sido realizada y la compe­tencia de los participantes; demasiadas veces nos dan gato por liebre en forma de edición de manuscritos, cuya paleografía ha estado en manos de personas no especializadas (estudiantes, muchas veces), y que aparecen como obra de un investigador de prestigio que las avala, unas veces con fundamento y otras sin él.

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